Voto obligatorio: Una medida desesperada de la clase política para intentar salvarse a sí misma

Por Alejandro Baeza

Este lunes la Cámara de Diputadas y Diputados aprobó, con 124 votos a favor, 6 en contra y 3 abstenciones, la reforma constitucional que reinstaura la obligatoriedad de votar en todas las jornadas electorales, salvo las primarias.

Así, con la aprobación casi unánime que había obtenido la semana pasada en el Senado, sólo con el voto en contra de la senadora Campillai, se marca el fin del modelo que rigió la última década.

No es una «reinstalación» del voto obligatorio como lo reproduce la mayoría de la prensa, pues impone una forma que jamás ha existido en Chile con anterioridad: inscripción automática al cumplir 18 años y voto obligatorio, diferente al actual sistema de inscripción automática y voto voluntario, así como también a la anterior vigente hasta 2012 de inscripción voluntaria y voto obligatorio.

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La clase política aprobó de manera exprés una reforma al sistema electoral en medio de la apremiante crisis económica que afecta a la clase trabajadora chilena, que pretende mediante la coerción estatal aumentar la participación electoral.

Esto se debe, en gran medida, al resultado del plebiscito del 4 de septiembre que tuvo un resultado más que ideal para la elite que se ejecutó de manera inédita bajo esta modalidad, pero también ante el creciente desinterés que la población venía manifestando en participar en elecciones, donde el abstencionismo durante los últimos 10 años era cada vez mayor, salvo para el plebiscito de 2020, las elecciones de mayo de 2021 y la segunda vuelta presidencial de hace un año. El punto más bajo de participación se vivió en la segunda vuelta a las gobernaciones regionales en 2021, la votación más desastrosa para la clase política de su historia, pues de los 13 millones de las personas habilitadas para votar, sólo lo hicieron 2,5 millones, es decir, el 19,62% del total. (En Biobío, por ejemplo, el gobernador Rodrigo Díaz fue electo con el 9,57% de votos en relación al padrón).

La falta de legitimidad de todas las gobernaciones electas es evidente. Menos de un quinto del padrón electoral es un desastre y es un mensaje claro que puede repetirse en todos los cargos de elección popular.

Por eso esta medida desesperada para legitimar a la fuerza el sistema político que atraviesa una crisis profunda: obligar a votar so pena de multas y sanciones.

Este angustiado movimiento pretende parchar el grave problema (al menos el de la legitimidad de origen) que posee la deslustrada elite política nacional en todos sus partidos. Su aprobación atenta contra una de las concepciones más básicas de la democracia liberal en cuanto a que el voto es, en todas sus letras, un derecho.

Plantearlo como un deber, mañosamente llamado «deber cívico» como pretende la moción, es un error brutal y acaso malintencionado. El voto es intrínsecamente un derecho y uno que ha costado bastante caro, por lo tanto, está en la libertad individual de cada quién si decide ejercerlo o no.

Hay que tener en claro que conseguir el que voto fuera un derecho más allá que para hombres de la elite -con todas las limitantes de participación democrática incluso- fue una batalla durante casi todo el S XIX, que costó una fuerte movilización social, y por cierto, varios muertos, y eso, considerando además que fue recién en mediados del SXX en que las mujeres pudieron acceder. Conseguido un nivel de alfabetización de la población considerable, fue recién en los años 60 en que realmente pudo haber una democracia liberal en Chile, que incluyera la verdadera posibilidad de todas y todos votar, siendo Frei Montalva y Allende los únicos presidentes en estricto rigor en ser elegidos en una democracia plena. Y poco tiempo alcanzamos a tenerla, pues los 17 años de dictadura nos recordaron nuevamente que el «votar» no es nunca un deber que nos impone el Estado, sino uno más de los cientos de derechos que fueron arrebatados y de los cuales muchas personas dieron su vida por recuperar.

Durante mucho tiempo, muchos sectores progresistas creían que el problema de la situación actual se debía a la baja participación, abrazados a la inocentona esperanza en cuanto a que quienes no votan, generalmente personas de los sectores más vulnerados socioeconómicamente, lo harían por ellos, tesis que fue absolutamente defenestrada en el último plebiscito.

El abstencionismo no es una causa de la falta de legitimidad del sistema en la población, por el contrario, es un síntoma más de una crisis que no ha desaparecido. El Estallido Social demostró que la abstención no era en ningún caso un desinterés por la política o la situación del país, sino que en buena parte se produjo por el hastío de una casta de la política totalmente desconectada de la gente. Que el triunfo del Rechazo no los engañe, pues también fue un voto anti políticos.

El «voto obligatorio» es visto como un salvavidas en medio del naufragio que vive nuestra clase política, pues aumentaría de manera artificial su cantidad de votos, intentando así parchar la profundización de la pérdida de legitimidad entre representantes y sus representados. Una medida coercitiva para intentar salvarse a sí misma.

Estudios realizados en el King’s College of London concluyen que el voto obligatorio no mejora el conocimiento de los votantes ni genera un aumento de interés político. Asimismo, diversas teorías de ciencia política, plantean modalidad fomenta la inducción del voto en las personas menos politizadas que se ven forzadas a asistir a una elección que en gran medida no les interesa.

La participación electoral -sólo una de las tantas formas en el pueblo puede ser parte del ejercicio democrático- debe producirse al sentirse convocado/a por un proyecto, un programa, y no bajo la presión o amenazas.

Asimismo, el Estado debe fomentar la participación mediante una modernización real del sistema electoral marcado en un debate profundo de profundización y ampliación de la democracia.

La georreferenciación del padrón fue un primer paso para que a la población estuviera a una distancia caminable desde su domicilio hasta el local de de votación, pero no es suficiente, además se debe pensar en mecanismos probados en otros países como el voto anticipado, el voto por correo o cualquiera otra forma de facilitación de participación que muchos Estados llevan años aplicando.

No obstante, lo que verdaderamente está detrás en esta discusión es la pregunta de si el Estado tiene la facultad, poder o autoridad moral para obligarnos y amenazarnos para votar, incluso contra nuestra voluntad. No participar en una elección también es una manifestación de preferencia, una muestra de desinterés y de castigo absolutamente lícitos.

Sin calculadora en mano, la preferencia por el voto obligatorio o voluntario debe responder más a razones de principios que a una pura conveniencia electoral momentánea.

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