Cuento: La danza de los aparecidos

altBien sabía Oligario que nadie le creería lo que acababa de ver. Lo que fuera, se ocultó rápidamente detrás de unos arbustos, y en lo que el asustado viejo se demoró en recoger su rastrillo, la cosa se esfumó. Quienes lo acompañaban estaban lejos. Además, pensó Oligario, siempre serían incrédulos frente a lo que saliera de su boca. Nadie le creía después de haber pasado una temporada en la cárcel por un supuesto desfalco que, según aseguró a los suyos, jamás cometió.

Lo había visto, en eso no tenía dudas, pero sería inútil tratar de prevenir al resto. Encendió un cigarrillo y se lo fumó lentamente, reconociendo a lo lejos cierta majestuosidad en las aguas del río Bío Bío. Era una labor un tanto rutinaria esa de estar quemando pastizales. Llevaba unas cuantas semanas en lo mismo, pero la autoridad había sido tajante: "si encontramos un solo ratón colilargo en el centro de Concepción, toda la culpa será suya". Y entonces, con un par de sobrinos aceptó llevar a cabo una serie de roces controlados para despejar los cerros aledaños a la cárcel El Manzano.

El problema fue que después de su visión, con el correr de los días, Oligario comenzó a sentirse observado. Trató de mantenerse cerca de sus sobrinos, pero no pudo evitar ser detectado y que los jóvenes hablaran a sus espaldas:

-- ¿Qué le pasará al tío?, como que anda con miedo.

-- Para mí que anda con la caña mala...

-- Pero si ya no toma.

-- Ah, verdad.

-- Parece como si hubiera visto al diablo...

Ocurrió una tarde en la que se levantó viento. El fuego se propagó a unos pastizales que desembocaban en una pequeña cabaña, aparentemente abandonada. La curiosidad se apoderó de Oligario y pudo más que su miedo. Tras dar instrucciones a sus sobrinos para que intentaran por todos los medios de contener el fuego, se aventuró en solitario hacia la cabaña. A cada paso que daba se le venía el recuerdo de lo que había visto algunas tardes atrás. Imaginó que se lo encontraría adentro de la cabaña. Que seguramente aquello estaría sentado a la mesa, con una servilleta alrededor de su cuello. Quizás se tratase de algo ni bueno ni malo, pensó después; un mensajero divino, un espíritu protector de los pastizales, un aparecido, el alma de algún preso abatido cerca de allí al intentar escapar...

En tanto, tras poder controlar el fuego, los sobrinos de Oligario parecían haber sido recién sacados del horno: ahumados y embarrados hasta las orejas, se anduvieron desorientando en medio de la humareda del pastizal que dejaba de arder. Fue así como en un momento pasaron -o creyeron pasar- frente a un anciano que muy asustado se apresuró a recoger su rastrillo en cuanto los vio. Asustados, echaron a correr hacia la cabaña que parecía abandonada, para esperar a que apareciera Oligario.

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