Nueva forma de gobernar: Con el garrote y la mordaza

Las movilizaciones y actividad social de los últimos años ha puesto en evidencia no solo el malestar ciudadano respecto de un modelo de dominación injusto, abusivo y desigual, también ha dejado ver los desenfrenados esfuerzos que hacen los detentores del poder y la riqueza por defender a ultranza este modelo fracasado. No se trata solo de la sostenida defensa ideológica del sistema que hace la clase política para salvaguardar sus propios privilegios de poder y los tesoros materiales de sus mandantes empresarios. Se trata, sobre todo, de la descarada respuesta represiva que desatan sobre cada actividad social o política que se aparte del rígido sendero trazado por la constitución dictatorial. Sendero represivo que, además, el actual gobierno se ha encargado de llevar a límites extremos.

En los últimos años, el gobierno ha hecho gala y abuso de un despliegue represivo que por momentos se compara y asemeja a la represión dictatorial de los años ochenta del siglo pasado, utilizando para ello todos los medios posibles a su alcance. No es extraño que así sea. El gobierno actual es criatura rehecha de aquel régimen tirano y, en muchos casos, sus ministros y personeros muestran los signos inequívocos de su crianza al amparo de los capotes grises; en otros casos, simplemente, parecen haberse retrotraído a su época de sirvientes y querubines dentro del aparataje dictatorial.

Tampoco extraña que, desde las esferas de gobierno, se haya dado impulso y forma a una política de dominación basada en la represión a mansalva de los conflictos sociales, intentando sofocarlos en el origen, impidiendo su prolongación, su desarrollo y su extensión. Esto es, manejar los conflictos con la idea de ahogarlos para que no contagien ni se transformen en referencias para otros posibles focos de conflictividad. Si surgen en un área geográfica, que no se transfieran a otras; si nacen en un sector social, que no sume o logre simpatía en otros; intentando evitar de cualquier modo que se extiendan en el tiempo y en el espacio.

No es materia de interés del gobierno ni del modelo, ni menos de sus profitadores, examinar el origen y las causas reales de los conflictos para buscar y brindar soluciones: eso está fuera de toda lógica de dominación por parte de los detentores del poder. No les interesa, ni les importa, ni les anima el solucionar los problemas de los demás; el único fin que les anima es defender sus márgenes de utilidades, sus ganancias, sus privilegios y prebendas. Y en ese juego participa entusiasta una clase política corrupta y descompuesta que ha renegado de la razón de ser y olvidado el sentido de la actividad política que es y debe ser velar por el bien común, por los intereses de la mayoría, por el beneficio del país.

Por el contrario, se ha intensificado la búsqueda de nuevas y mejores técnicas represivas y de control de los conflictos sociales. En esta materia ha sido notoria la influencia que ha tenido el Pentágono norteamericano en el asesoramiento y entrenamiento de fuerzas represivas chilenas. No otro objeto tiene la reciente instalación de una Base Militar de Estados Unidos en dependencias del Fuerte Aguayo de la Armada, en Concón; esta base está destinada al entrenamiento en ejercicios tácticos de operaciones militares en zonas urbanas y sus principales alumnos son personal de las Fuerzas Especiales de Carabineros. En la práctica esto representa una forma de darle continuidad a la vieja doctrina de seguridad nacional desarrollada por los Estados Unidos en los países de América Latina desde los años 60 en adelante, complementándola ahora con la doctrina de baja intensidad en el manejo de los conflictos.

Esta ofensiva militarizada norteamericana en nuestro propio territorio tiene como finalidad garantizar la tranquilidad en los dominios del patio trasero de los yanquis, sirviéndose para ello de la vocación y voluntad represiva de los actuales gobernantes. Vocación que ha quedado de manifiesto en todas y cada una de las manifestaciones populares que han sido objeto y víctima de la voluntad gubernamental para derrotarlas a como dé lugar, desplegando una amplia batería de métodos, medios y recursos.

Negación, aislamiento, deslegitimidad y represión.

El primero de estos métodos es la aplicación de medidas políticas de negación del conflicto desde las esferas gubernamentales, empresariales y políticas. La fórmula consiste en minimizar los efectos sociales y económicos del conflicto, ningunear a los movilizados y sus dirigentes, hacer sentir el peso del establishment. En esta materia los gobernantes y su cohorte de políticos afines han sido especialistas y expertos, pero han tenido un completo y rotundo fracaso. Prueba de ello son los resultados que registran en las encuestas, aunque eso sea solo un dato. La razón real del fracaso está en que las causas y razones que dan origen a los conflictos tienen una fuerza y contundencia irrefutable, una razón de ser en la realidad concreta que aflige a la población movilizada, de tal modo que la negación gobernante no llega a minar la voluntad de los actores sociales ni llega a permear la credibilidad de la opinión pública.

Un segundo factor de este método de manejo de los conflictos es su deslegitimización mediante el descrédito de sus dirigentes, o la representatividad de los movilizados, o la validez de las reivindicaciones que se levantan. Sobran, en realidad, las argumentaciones falaces y los datos falsos con que las autoridades tratan de desperfilar a los sectores que se movilizan; tal vez el más recurrente sea el de calificar al movimiento social de que se trate como un movimiento político, o acusarlo de tener motivaciones políticas, o cuestionar que las reivindicaciones tienen un contenido político. Es decir, la técnica consiste en convertir en delito la significación política del movimiento social; según la sacrosanta decisión y voluntad de la derecha gobernante y dueña del modelo, ideóloga del sistema, y guardiana protectora de la paz de los cementerios, la unión práctica de lo social y lo político en las luchas sociales y populares están prohibidos, vedados y vetados, para el mundo social, para los ciudadanos comunes, para el pueblo en general. Y en estos afanes deslegitimadores suelen tener éxito los poderosos pues la ciudadanía todavía se muestra permeable al dictamen dictatorial de que para los dirigentes sociales quedaba prohibida toda participación política, y así lo estipula la espúrea Constitución Política del Estado, y así han cuidado de mantenerlo la clase política que se creó al amparo del terror.

Un tercer factor es el aislamiento de los conflictos. El método preferido de los poderosos fue siempre establecer un cuidadoso cerco informativo basado en el silenciamiento de los hechos protagonizados por los actores sociales. Pero los actuales adelantos tecnológicos y su efecto en las redes sociales generan tales flujos informativos que tornaron ineficientes las antiguas artimañas. Sin embargo, rápidamente, los poderosos y gobernantes encontraron una fórmula alternativa basada en la criminalización de los actores sociales partícipes de los movimientos. En esto, desde luego, los medios de prensa tradicionales -siempre al servicio de los poderosos, cuando no directamente de su propiedad- han jugado un rol preponderante en tildar de vándalos, delincuentes y terroristas a cualquier movilización que reclame por sus derechos. El exacerbar los hechos de violencia que se producen en las manifestaciones, el centrar en desmanes el foco de atención, en reducir la noticia a lo que pueden presentar como negativo, es la fórmula escogida para no abordar las causas de fondo de los problemas que se denuncian y hacer aparecer los conflictos como actos marciánicos que atentan contra el ciudadano común. La manipulación mediática es un arma poderosa que ha sido utilizada a destajo para atacar a los ciudadanos movilizados y proteger las trincheras de riqueza.

El cuarto factor es la represión ilimitada de los conflictos. Los gobernantes han convertido, como nunca antes, a las fuerzas policiales en perros guardianes de los intereses del sistema. Cual perros de presa, las policías son lanzadas a reprimir a mansalva, sin escatimar medios ni recursos, para aplastar las movilizaciones. La muestra más grosera de esta política salvaje es la que se expresa en la Araucanía, militarizando el territorio, estableciendo un verdadero estado de sitio sobre las comunidades, reprimiendo brutalmente sin distingos de edad, sexo o condición de salud, baleando cuando y cuanto se les antoja. Pero no es el único caso. Lo mismo se expresó en su momento en Magallanes, luego en el conflicto por HidroAysén, en las movilizaciones estudiantiles del 2011, en Aysén, Calama, Coronel, Freirina, y en cuanto lugar surja alguna acción o movilización social el gobierno suelta los perros.  Si un policía resulta herido en las refriegas o si un medio policial resulta destruido, el hecho es presentado como un acto criminal causado por violentistas o terroristas venidos desde los quintos infiernos a dañar a la patria. En cambio, los actos criminales y actos de violencia desmedida cometidos por las hordas policiales contra los ciudadanos movilizados, son justificados de manera falaz, o encubiertos de manera soez por gobernantes y políticos, o directamente quedan impunes, como ha ocurrido recién con la absolución del carabinero que asesinó al comunero mapuche Jaime Mendoza Collío.

La rosita del paquete: nueva Ley Maldita

Todo este andamiaje represivo que conforma un solo paquete o una sola política de Estado frente a los conflictos sociales, pretende coronarse con una linda rosita a la medida de los fachos gobernantes y de los empresarios dominantes. Esta rosita es la mentada Ley Hinzpeter, que no es otra cosa que una regresión a los tiempos de la dictadura. La funesta ley intenta darle cuerpo jurídico a las intenciones y acciones represivas con que, usando todos los instrumentos del Estado, el gobierno de Piñera  ha enfrentado las movilizaciones sociales de los últimos años.

Ante el fracaso que han tenido en la aplicación del paquete represivo, los gobernantes valoran que la causa del fracaso radica en que existen muchas libertades para los ciudadanos y que no existen condenas lo suficientemente fuertes, grandes o graves, para castigar a los descontentos. Recurriendo a su historia dictatorial, los gobernantes estiman que hay que prohibir las movilizaciones, y autorizar solo aquellas que se remitan a la figura de actos religiosos: en lugares señalados, horas señaladas, formas señaladas y, sobre todo, fines señalados. El fin exigido por la Ley Hinzpeter es que no se atente contra el orden  y la seguridad pública. Seguridad pública que para Hinzpeter y los fachos es la seguridad del modelo, del sistema, de la constitución, de los empresarios; orden que consiste en la inmutabilidad de las cosas, de dejar las cosas como están y todos contentos. El fin real que persigue la ley Hinzpeter es acallar la protesta social, acallar la disidencia política, acallar la disconformidad con el modelo económico, acallar el hartazgo por el abuso del sistema.

El gobierno de la derecha pretende darle forma legal y penal a los métodos salvajes que ha estado usando en estos años en La Moneda; reemplazar la vieja política impuesta por los yanquis, durante la segunda mitad del siglo pasado, "del garrote y la zanahoria", por la nueva política propia de los fachos chilenos "del garrote y la mordaza" y, por si hiciera falta, la cárcel.

Para lograr imponer esta nueva Ley Maldita, Hinzpeter se basa en la complicidad que puede lograr de toda la clase política, coludida hasta la médula en la defensa de un modelo fracasado pero que le permite prebendas y privilegios, status y posiciones, que procurarán mantener a toda costa.

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