La crisis institucional de la oligarquía pinochetista

Por Rodrigo Alarcón M. /Profesor de Filosofía; Doctorando en Ciencias Humanas

La crisis institucional de la oligarquía pinochetista: «El neoliberalismo y sus marcas de violencia sobre el espacio cotidiano y los territorios.»

 

A todas luces se observa el avance inexorable de una crisis institucional sin precedentes en la historia reciente de Chile, cuya magnitud real aun no está cerca de vislumbrarse con claridad, en tanto los antecedentes de malversaciones, tráficos de influencia, desfalcos y corrupción generalizada no dejan de aparecer. Y decimos una crisis sin precedentes, pues si la comparamos con la última gran crisis institucional ocurrida en Chile, la generación del cuadro crítico no proviene precisamente del boicot ni sedición de la clase dominante, contra a un proyecto de gobierno que impulsa profundas, radicales y efectivas transformaciones estructurales al Estado, la fuerza de trabajo y la sociedad en su conjunto, tal como ocurrió en la etapa previa al 11 de Septiembre de 1973, contexto en que el empresariado, la derecha tradicional y la Democracia cristiana utilizaron todos sus medios nacionales e internacionales para desestabilizar los soportes y límites institucionales, con el objetivo de forzar la intervención militar y quebrar definitivamente no solo el proyecto político de la Unidad Popular, sino la forma republicana del Estado y su creciente potencial democrático. Por el contrario, hoy asistimos a una crisis no precipitada desde la articulación de factores externos, sino que la crisis del modelo vigente -gestado en ese fatídico golpe-, se produce en forma de un derrumbe interno, una erosión de los cimientos institucionales, cuyas bases comienzan a resquebrajarse como efecto de la desregulada presión interna que ejerce el capital sobre los residuos democráticos que éstas contienen.

En esta perspectiva, este escenario de crisis estructural de las instituciones chilenas, no es otra cosa que una crisis oligárquica, en tanto lo que ha entrado en crisis explícita, es el proyecto social que manu militari instaló la elite política empresarial que ha gobernado el país durante estas últimas cuatro décadas. Urgentemente sometido a intentos de neutralización, a través de maniobras que lo desplacen hacia el campo de los insumos clisé del funcionamiento político del modelo, «la crisis de credibilidad» de la clase política, una pragmática comunicacional despolitizante que superpone la deriva tecnócrata a la política, de ahí la urgencia de su puesta en obra por todo el plexo del oficialismo, no ha visto sino la intensificación de la interpelación colectiva sobre su legitimidad, efecto no controlado de esta especie de porno-política que pone en creciente exhibición de «baja censura» la raíz ilegítima y terrorífica del modelo, es decir, los orígenes, principios y formas vacías que sostienen el armado socioeconómico neoliberal, cuya consolidación fue «emprendida» por una «oligarquía pinochetista» a través del «saqueo privatizador» del Estado en dictadura y la posterior «privatización pactada» que hasta hoy sigue su curso bajo los gobiernos de la «transición». Es en este espurio rizoma donde establecen sistema capital y poder político, máquina empresarial y sistema de representación, gobierno y mundo financiero, en función de una dinámica vertical de absorción creciente de la política y del producto colectivo, a través de protocolos y dispositivos de protección y ampliación de un patrón de acumulación y una tasa de ganancias que quizá constituye el caso de mayor ampulosidad global de aquello que denuncia la consigna del «1%» de los Ocuppy e indignados en distintos países del mundo.

Precisamente este anudamiento primordial, el "pacto soberano" que sustenta el entramado político empresarial que gobierna chile hace cuarenta años y que hoy desvela su mayor crisis de fundamento, su vacío, su absoluta ilegitimidad, es la constitución de 1980, carta fundamental que en definitiva resultó pactada bajo una especie de efecto retroactivo, en tanto y en cuanto lo emanado de la comisión Ortuzar fue refrendado no solo el 11 de Septiembre de 1980, sino que también en los superficiales ajustes plebiscitados el año 89 -pactados bajo una mísera negociación entre Pinochet y la Concertación- y, posteriormente, bajo el gobierno de Lagos, quien llegó a sentenciar que el país definitivamente había alcanzado el rango de país democrático, pudiendo mostrar al mundo, literalmente, un texto constitucional que lo hacía participar plenamente de las naciones democráticas. Es claro que no es posible identificar aquí, un indicio de la actual performance de alianzas y compromisos políticos de la concertación en su versión «nueva mayoría», pues no encontramos en las palabras de Lagos un carácter sorpresivo, original ni menos excepcional que descubriera una historia opaca, sino que observamos un paso más en la consolidación, de lo que hoy alcanza su cenit, esto es, la pinochetización de las antaño fuerzas opositoras a la dictadura, quienes en el extenso presente de la transición, se fundieron con sus victimarios, en un pacto que les ha asegurado la participación en las prebendas del capital, a cambio de una impunidad general cuyo objetivo fundamental no fue las dramáticas violaciones de los DDHH, en tanto que administradas bajo el formato de las políticas de la memoria y la reparación, fueron funcionalizadas como compensación simbólica de la profundización del marco legal e institucional de la dictadura, es decir, en perspectiva de la captura y el despojo de la clase trabajadora, en todo el arco de su actual composición, verdadero objetivo del pacto de impunidad y ganancia inscrito en la aceptación de la institucionalidad de Pinochet.

Una de las reformas «cruciales» más destacadas por Lagos, fue aquella que dejó bajo la forma de ley orgánica el sistema electoral, desplazándolo fuera de la constitución y, bajo esta fórmula, facilitando su posible modificación en base a quorums menores que los necesarios en caso de mantenerse dentro de la constitución. Diez años después, paradójicamente, el sistema electoral ha sido cambiado en medio de la verificación general de que toda reforma y cambio, tal como aquella del 2005 y la que anuncia ahora Bachelet respecto a un proceso constituyente «abierto a la ciudadanía» -es decir, bajo la lógica de la gestión comunicacional y no de la política-, demuestran su absoluta ineficacia a la vez que su total ilegitimidad. Más allá de toda forma electoral y proceso de «consulta ciudadana», todo sistema político queda inhabilitado en su potencia democrática, cuando bajo un «régimen de legalidad» es establecida y asegurada, dentro del parlamento y las instituciones de representatividad y gestión del Estado, la reproducción de la desigualdad y segregación que padece el cuerpo social, al producir una legalidad vía tráfico de influencias y compra de la clase política por parte de los grupos económicos, quienes propician en ésta una lógica funcionaria y servicial en relación al complejo de sus intereses corporativos, siendo «Ponce Lerou y sus políticos» el culmen de este proceso en Chile. En este sentido, la patética del presente «nuevo mayoritario» se intensifica dramáticamente en cada una de las cadenas nacionales e irrisorios actos celebratorios, a esta altura nuevas performances de gatopardismo violento y decadente, donde se anuncian sin sonrojarse y «al pasar», comisiones de «hombres buenos» (entre ellos ex-funcionarios de la dictadura), procesos constituyentes y nuevos métodos d’hont, que para la mayor parte del pueblo parece resultar en una especie de metáfora del último producto de importación, un triste remedo con que el partido del orden intenta maquillar, en su pujanza por religitimar el modelo y sus «proyectos» de cierta inclusión ciudadana, los más de siete millones de dólares que sólo Soquimich (ex-empresa del Estado traspasada por la dictadura a precio irrisorio a Ponce Lerou) ha «aportado» al mundo político, en estos últimos seis años.

En este clima, en que la escena política ha alcanzado este verdadero estado pornográfico, la historia de la impunidad negociada ha sido puesta en fuerte entredicho, lo que ha activado una serie de simulacros de expiación que conducen los «males», en un acto de tradición muy cristiana, hacia la debilidad moral del individuo, intentando airear la atmósfera malversada de las estructuras del sistema, muy en el tono del tratamiento de infantilización con el cual, durante toda la pseudo batalla simbólica de la transición sobre las causas del golpe, las fuerzas políticas todas -especialmente la izquierda- tácitamente han culpado a los muertos de su propia muerte, legitimando el orden del presente como la corrección de los errores infantiles del pasado. Bajo este prisma, los «errores involuntarios» no serían un vicio estructural del pacto y el fundamento político que sostiene el modelo de representación, sino que sólo sería la falta de prolijidad de algunos operadores políticos, de algún hijo casquivano de político con cargo relevante y de uno que otro empresario o candidato al parlamento, todos los cuales, junto con los posibles futuros «pecadores», serán pastoreados por el cuerpo de medidas de gobierno anunciadas por Bachelet y que «transversalmente» son apoyadas por todo el arco político, férreamente unido bajo estas políticas de la corrección y reseteo del modelo.

Es decir, en esta crisis, el ensamble político-empresarial se sigue sosteniendo, en última instancia, en la presencia espectral de la violencia conservadora que irrumpió con la decisión sanguinaria de la dictadura, violencia que hoy resguarda todo el pasado golpista en el presente «democrático», que no es otra cosa que el «sino de la transición», tal como lo demuestra no solo las declaraciones de Bitar y otros ex-UP que paradójicamente amenazan con los militares o un «populista» que nos conduciría inexorablemente a los tanques, sino que el acontecer cotidiano del país con zonas completas militarizadas en el sur, con una sistemática represión de los movimientos sociales y con las medidas de excepción con que el Estado hace frente a las últimas emergencias naturales. En resumen, el carácter oligárquico de esta crisis se evidencia en la diseminación de la misma lógica y la misma estrategia de emborronamiento de la historia y de encubrimiento de un marco jurídico-político vacío, sin legitimidad y resuelto en un ejercicio de pura violencia, tal como ha sido la realidad de la operación del poder político en estas últimas décadas.

Bajo estas luces, la crisis institucional no es un fenómeno que cobre realidad, a partir de un inoportuno descuido de un operador político respecto al «secreto del negocio», ni tampoco en la pasión neoliberal del que entregó la primera información, despechado por recibir en carne propia el revés de su práctica de vida, la cesantía (aunque con desahucio millonario) por «necesidades de la empresa», sino que la crisis se inscribe en los planos de fondo sobre los cuales se ha construido la vida en el país, en los modos de su hacer contemporáneo, en el «adn» de su habitar. En este sentido, el hiato entre legitimidad y legalidad es el magma fundante y fluyente que sostiene y recorre el subsuelo de todas las esferas de la vida colectiva y especialmente cotidiana del país, como efecto de la imposición sin contención y derechamente salvaje de un neoliberalismo a ultranza. Si enfocamos la mirada no solo en el espacio exclusivo del Estado y su institucionalidad, sino que igualmente sobre la dimensión del vivir cotidiano y todo su cuerpo de condicionantes, veremos cómo relucen, análogamente, las mismas causas de la crisis y la misma reverberancia de la violencia conservadora que referíamos, inscritas y marcadas en los planos más profundos del habitar del chileno. En este sentido, en el mismo sentido de la fórmula Schimitteana que establece la no existencia de ideas políticas sin un espacio al cual sean referibles, la cual impone a todo análisis que se decante indistintamente en función de la dimensión del poder o del espacio, una matriz de inseparabilidad cuya forma operará sobre todas las sensibilidades que se ponen en juego en las definiciones y relaciones temporales que se producen en esta verdadera hendíadis espacio-poder, podemos observar cómo la crisis y sus causas que sacuden y exponen la forma fraudulenta del poder en Chile, cobran cuerpo y espacialidad desde hace mucho tiempo, por medio de los dispositivos de gestión que plasman en forma concreta el hiato entre legitimidad y legalidad sobre la territorialidad del país, sus regiones, ciudades y barrios.

El territorio y las «formas espaciales» en chile, revelan una ideología espacial cuya violencia se desata por medio de una topología extendida, ubicua y móvil, que torna equivalente financieramente todos los espacios y territorios, donde la identidad y la historia son un escollo para los intereses inmobiliarios, mineros, forestales o hidroeléctricos que la rigen, metáforas mortíferas de los tanques que sitiaron las mismas ciudades y provincias cuarenta años atrás, configurando los espacios en que convivimos, en la materialidad más inmediata del extremo de un tiempo cuyo horizonte despunta en Septiembre del 73 y sin puntos de fuga se despliega hoy en su propia reincidencia, en el ajuste de su propia facticidad. En este sentido, al igual que la captura del sistema político, la subsunción de las voces locales de los espacio urbanos y de las comunidades bajo los capitales que los capturan, constituye la clausura de la vida política local e inmediata, fenómeno que en los territorios y ciudades se vivencia en la ruina y caída del espacio público y en el despojo de la vida cotidiana, local y hogareña del pueblo trabajador, fenómeno simultáneo al despojo de su producción, su salud, su educación y sus derechos políticos, a través del traspaso forzado de recursos hacia los grandes capitales vía AFP, ISAPRES etc. y por medio de la clausura de sus canales de participación y representación. Silenciosamente, la coimplicación del espacio y el poder bajo el neoliberalismo, ha puesto en marcha una verdadera máquina abstracta que, a través de una especie de panóptico mercantil, crea una relación impotente de los habitantes con sus espacios, experimentándolos bajo una expropiación, extrañamiento y un sentido de total falta de control y permanente no pertenencia, más que la que concede el poder de compra y endeudamiento del mercado, que en definitiva marca su supremacía sobre el espacio, dejando la huella material del pacto entre el poder económico y el político.

Los muertos del tsunami del 2010 en las poblaciones de Talcahuano y alrededores, los desaparecidos del aluvión del norte o los expropiados o erradicados del walmapu y los sectores periféricos de las ciudades y pueblos, son la cara de una legalidad impuesta violentamente a sus habitantes, que sin potestad ni capacidad financiera ni canales políticos de respuesta, son recluidos y hacinados en barrios enfilados en desagües de quebradas, en zonas costeras de inundación o en poblados de alto riesgo de combustión por la invasión forestal, es decir, organizados como población fungible, siendo estas muertes y las que vendrán, el «hacer morir» de la brutalidad neoliberal, los efectos de la verdadera guerra que desata contra los desposeídos, aquellos que evidencian esta crisis como los más absolutamente ignorados, olvidados y abusados, lo otro prescindible y despreciable de la máquina neoliberal, que tal como señaló bajo otros términos una «autoridad política» en Valparaíso, al dirigirse a un poblador afectado que clamaba ayuda luego del gran incendio del 2014, los culpables de su propia condición de víctimas son las mismas víctimas, los «ciudadanos» convertidos en despotenciados consumidores, culpables por su limitada capacidad de deuda, por vivir donde viven, por ser pobres, por no tener voz política, por no tener la capacidad de pactar con los poderes económicos, en definitiva, simplemente por vivir.

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