A comienzos de septiembre de 2001 viajé hasta Washington DC para participar en el XXIII International Congress of the Latin American Association (LASA), que se realizó en dicha ciudad entre los días 6 y 8 de septiembre. Una vez concluida la reunión me desplacé hasta Nueva York, hospedándome en un hotel de la zona del Midtown de Manhattan. El 11 de septiembre de ese año pretendía elaborar un cartel alusivo a la participación norteamericana en el golpe de Estado de Chile del 11 de septiembre de 1973 y plantarme con él frente al edificio de las Naciones Unidas ubicado sobre la Primera Avenida. Nada de ese gesto se pudo ejecutar.
Igor Goicovic Donoso / resumen.cl
Sobre las 08.46 los noticiarios de la televisión comenzaron a informar sobre el choque de una aeronave contra la torre norte del World Trade Center. La información era imprecisa, se hablaba de una avioneta, de un helicóptero, e incluso de un objeto no identificado. Mientras observaba las imágenes, y al igual que millones de personas en el mundo, pude observar (sobre las 09.03), como una segunda aeronave se estrellaba, en esta oportunidad, contra la torre sur del complejo financiero y comercial. En ese punto, y pese a mis dificultades con el inglés, se me hizo evidente que no se trataba de un accidente.
Salí a la calle y caminé por la Quinta Avenida en dirección al Bajo Manhattan. Los servicios del metro de Nueva York habían sido suspendidos, al igual que todo el transporte público, de manera que miles de personas caminaban junto conmigo en la misma dirección. Me acerque a aquellos que hablaban en castellano a objeto de entender mejor lo que estaba ocurriendo. La información que circulaba era confusa y se observaba mucho miedo en la mayoría de los rostros. Mientras avanzábamos comenzó a circular el rumor que una de las torres había colapsado. De eso no logré distinguir nada.
Alcanzamos a llegar hasta la calle 16. En ese punto la policía había establecido un perímetro de seguridad y ya no se podía seguir avanzando. La información ya era más precisa. Aviones de las compañías aéreas American Airlines y United Airlines, habían sido secuestrados y estrellados contra las torres del World Trade Center y contra el Pentágono en Washington DC. Ya se presumía, además, que los responsables del ataque eran "terroristas musulmanes". En el punto de control nos tocó presenciar la evacuación de las personas que escapaban del Bajo Manhattan y el repliegue de los bomberos y personal sanitario que había prestado los primeros auxilios a las personas que se habían visto afectadas. Aún retengo la imagen de un bombero que pasó al lado del grupo en el cual me encontraba; venía con la cara ennegrecida por el humo, arrojó su casco al suelo y se sentó en el suelo llorando desconsoladamente. Ya eran cerca de las 10.30 de la mañana y en ese momento se produjo el derrumbe de la torre norte. Una densa masa de polvo y restos se desplazó a lo largo de todo el Bajo Manhattan. Los policías entraron en un estado de frenesí y nos comenzaron a empujar hacia el norte. Había que evacuar totalmente el área. El pánico se apoderó de la gente. Muchos corrían en diferentes direcciones, miraban con angustia hacia el cielo me imagino suponiendo la intempestiva arremetida de un kamikaze musulmán, la mayoría lloraba y uno que otro rezaba. Las imprecaciones y gritos de los policías no solo no ayudaban, sino que por el contrario acentuaban la histeria colectiva.
En ese momento, de gran descontrol e incertidumbre, se me vinieron a la mente muchas cosas. Primero, que era un hecho inédito, de incalculables repercusiones mundiales, como efectivamente ocurrió. Segundo, que Estados Unidos, pese a su retórica militarista y a sus fuertes inversiones en tecnologías bélicas, era un país vulnerable. Tercero, que la sociedad norteamericana, adocenada por años de intoxicación ideológica, se demostraba débil, temerosa y desconcertada frente a una agresión en su propia tierra. Parafraseando a Mao, los yihadistas habían demostrado que el Imperio era un gigante con pies de barro.
Lo que no dimensionaron los yihadistas, o quizá no les preocupó mayormente, fue que a la hora en que se iniciaron los ataques contra el World Trade Center solo se encontraban en sus dependencias trabajadores comunes y corrientes. No estaban los grandes ejecutivos y gerentes de las corporaciones. Se trataba, predominantemente, de trabajadoras y trabajadores administrativos de las distintas empresas que operaban desde ambas torres, de personal de aseo y limpieza, de reponedores de alimentos y bebidas, de personal de conserjería, a los que se deben sumar, los pasajeros de las naves siniestradas, el personal de bomberos que concurrió a atender la emergencia y policías. En suma, trabajadoras y trabajadores. Ello lo pude constatar la tarde del 12 de septiembre, cuando al caminar por Bella Abzug Park, pude ver las fotos que los familiares de los desparecidos en el ataque a las Torres Gemelas habían colgado en las rejas del recinto. Las fotos y las descripciones de las personas desparecidas indicaban que se trataba de gente sencilla, que vivía de un salario, muchas de ellas inmigrantes de origen latinoamericano.
Ese mismo día el presidente de Estados Unidos, el empresario George Walker Bush, se dirigía a los televidentes proclamando su propia yihad, esta vez contra los pueblos del mundo. En su arenga a un aturdido y temeroso pueblo estadounidense enfatizaba que era el "estilo de vida norteamericano" el que había sido atacado para concluir muy compungido que lo embargaba "una tristeza terrible y una ira callada". Días más tarde (20 de septiembre), en un nuevo discurso, esta vez ante el Congreso de los Estados Unidos, Bush le declaró la guerra al terrorismo y exigió a los Estados del mundo, alinearse detrás de la política exterior norteamericana. Su encendido discurso concluyó con una frase amenazante: "Quien no está con nosotros, está contra nosotros". Más claro, imposible.
En Nueva York, los días posteriores al 11 de septiembre de 2001, continuaron marcados por el desconcierto y el temor. Las amenazas de bombas provocaban episodios de histeria colectiva y las medidas de seguridad adoptadas por la policía acentuaban la percepción de amenaza. En el principal aeropuerto de Nueva York (John F. Keneddy), el personal de seguridad fiscalizaba reiteradamente a los pasajeros y adoptaba actitudes particularmente discriminatorias contra aquellos que respondían al perfil de "musulmanes". A partir del 13 de septiembre los vuelos al exterior se reanudaron, pero solo en dirección a países "aliados", como el Reino Unido e Israel. Los demás destinos, que no formaban parte del círculo de aliados inmediatos del gobierno norteamericano, debían esperar. En mi caso, el viaje de regreso a Chile estaba programado para el 13 de septiembre, pero solo pude abandonar territorio norteamericano el 17 de ese mes.
Con posteridad a esa fecha, Estados Unidos inició una violenta campaña de persecución en contra de todos aquellos Estados y movimientos a los cuales consideraba como una amenaza. En diciembre de 2001 invadió Afganistán y, más tarde, en marzo de 2003, invadió Irak. Pero desde sus bases en Arabia Saudita desplegó campañas punitivas en toda la región, desde Turquía por el norte, hasta Yemen por el sur, desde Marruecos en el oeste, hasta Pakistán en el este. Y para ello dispuso de la amplia colaboración de los gobiernos de la región y de sus países aliados en la OTAN, pero también contó con la obsecuencia, e incluso la complicidad, de la ONU.
La CIA, a su vez, redobló sus campañas conspirativas contra aquellos líderes o gobiernos a los cuales se consideraba como enemigos de Estados Unidos (como Muamar Gadafi, derrocado y asesinado en 2011), a la vez que el ejército norteamericano creaba en 2002 un centro de detención permanente en su base militar de Guantánamo (Cuba). En este centro han permanecido recluidos más de 780 militantes yihadistas, todos ellos capturados en el extranjero y encarcelados sin orden judicial y sin derecho a defensa. A esta prisión se deben sumar los centros clandestinos de detención o "lugares negros", que opera la CIA en diferentes países del mundo y en los cuales se mantiene recluidos a decenas de personas a los cuales se les sindica como terroristas. Sus detenciones no solo son arbitrarias, tampoco son reconocidas por los norteamericanos, y quienes experimentan este tipo de prisión están sujetos a torturas y abusos permanentes por parte de sus captores.
Veinte años después del ataque yihadista al World Trade Center el Imperio continúa ejerciendo un fuerte control sobre las principales rutas de comunicación de Oriente Medio y Asia Occidental. El retiro de sus tropas desde Afganistán constituye, sin lugar a dudas, una derrota táctica importante frente a su principal contendor en la región: China. Pero el triunfo de los talibanes, a diferencia de lo ocurrido en Vietnam en 1975, no supone un avance de los movimientos de liberación nacional. Ni el movimiento Talibán, ni el Califato Islámico (ISIS), ni Boko Haram, ni otras agrupaciones de similares características, aportan contenidos emancipatorios a los pueblos en lucha. Todos ellos forman parte de la reacción conservadora que se ha venido incubando en la región tras siglos de colonialismo directo o indirecto. Algunos, como los actuales, reivindican lecturas ultraconservadoras del Corán y convierten a la Sharia (ley islámica), en la base del ordenamiento de los Estados. Mirado desde esa perspectiva, los movimientos yihadistas se asemejan mucho más a los movimientos nacionalistas de la década de 1930 y 1940, como el Azad Ind Fauj, de Shubas Chandra Bose, en India o el KALIBAPI, de José Laurel, en Filipinas, que colaboraron con el militarismo japonés durante la Segunda Guerra Mundial, a objeto de desalojar de sus territorios a los colonialistas británicos y norteamericanos, respectivamente. No había en ellos un proyecto efectivo de emancipación popular. Su objetivo era expulsar a los poderes coloniales para constituir en los nuevos Estados regímenes reaccionarios al servicio del proyecto imperial japonés de una "esfera de coprosperidad de las gran Asia oriental".
Ni el imperialismo, ni la reacción yihadista, constituyen alternativas de emancipación para los pueblos en lucha; ni en Asia, ni en África, ni en América Latina. Solo los pueblos pobres y explotados del mundo y las organizaciones revolucionarias que han construido, pueden definir las trayectorias emancipatorias que hoy día resultan más urgentes.
Quilpué, 11 de septiembre de 2021.