«¿Y por qué no hablás, cura maricón?», preguntaron los torturadores de la DINA a un Antoni Llidó maltrecho. «¡Por mis principios!», respondió el cura valenciano mientras, entre violentas palizas, era conminado a delatar a dirigentes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) en octubre de 1974.
Así lo atestigua Edmundo Lebrecht, compañero de celda de Llidó en el centro de detención de la calle José Domingo Cañas de Santiago y cuyo testimonio fue filmado por Andreu Zurriaga, sobrino del sacerdote.
Sus últimos días estuvieron marcados por torturas terroríficas que incluían aplicación de electricidad durante horas. Todos los testigos coinciden: no delató a nadie.
La fortaleza de espíritu y de conciencia fue una constante en Llidó, que llegó a Chile en 1969 hastiado del franquismo y del conservadurismo de la Iglesia española. Fue destinado a la minúscula localidad de Quillota, en la diócesis de Valparaíso.
La llegada al Gobierno en 1970 del socialista Salvador Allende ayudó a Llidó a desarrollar una intensa actividad en defensa de los derechos humanos y en mejorar las condiciones de vida de campesinos y pobladores.
Su compromiso traspasó las fronteras de lo religioso y en 1971 ingresó en el grupo Cristianos por el Socialismo y en el MIR. Ese mismo año el obispo de Valparaíso, el ultraconservador Emilio Tagle, le suspendió de sus funciones sacerdotales.
El golpe de Estado de Augusto Pinochet en septiembre de 1973 condujo a Llidó a la clandestinidad. El historiador Mario Amorós concluye en su libro Antoni Llidó, un sacerdote revolucionario que el cura valenciano no fue un militante más, sino un destacado miembro de la organización del partido bajo la dictadura.
De ahí la brutalidad de las torturas que padeció tras su detención, el 1 de octubre de 1974. Diez días más tarde fue trasladado al centro de Cuatro Álamos, de donde fue sacado el 25 de octubre para convertirse en el único sacerdote en la lista de los 1.192 detenidos desaparecidos de la dictadura de Pinochet.