Frente a los pueblos hispanos, de una economía y una política totalmente dependientes, el Brasil parece un gigante. Cuenta con 14 multinacionales de proyección global y motoriza inversiones externas en función de un plan estratégico (IIRSA) con financiación estatal (BNDES). Este papel tiene raíces en la historia del país que preservó dimensiones continentales. A diferencia de Hispanoamérica, su conformación nacional no estuvo acompañada de fracturas territoriales.
En la segunda mitad del siglo XX se convirtió en una economía mediana, con mercados internos más extendidos y cierta diversidad exportadora. Estas características tipifican un status semiperiférico. Su lugar en la división internacional del trabajo tiene más parecidos con España que con Nicaragua o Ecuador. Se ubica en un espacio intermedio entre las grandes potencias y la periferia relegada.
Sin embargo la gran pregunta es como poner esta economía al lado de los trabajadores. Eso es lo que se esperaba de Lula. Un obrero metalúrgico, sindicalista, de los que sacaron a punta de huelgas a la dictadura. Y sin embargo no fue así. Es cierto que con él Brasil creció. Su gobierno fue elogiado por el Financial Times. Pero a cambio de eso se ganó la enemistad de sus propios compañeros. Apenas unos meses después de ganado el gobierno el PT se dividió dando a luz al PSOL (Partido Socialismo y Libertad).
Las razones son varias: la colaboración en la invasión de Haití, la aplicación de los planes del FMI, una política laboral que destruye derechos laborales. Tanto Dilma Rousseff como Marina Silva son herederas del lulismo.
Es cierto que Marina aparece como más popular: Nació y se crió en la miseria, trabajó en las seringas (plantación de caucho) de la Amazonía, donde contrajo una enfermedad seria, militó contra los hacendados, decidió ser monja y luego desistió, aprendió a escribir a los 16 años y a los 25 obtuvo su título universitario. Pero el PSB tiene la S de adorno. Como a todos los partidos de la socialdemocracia (el PS chileno entre otros) el socialismo se le borró de la memoria y hoy por hoy es una formación de derecha.
Dilma también tiene un currículo que la pinta de izquierdista como ex guerrillera torturada por la dictadura. Cuenta también con el éxito de algunos de los programas sociales del gobierno en curso. Las re-elecciones siempre ayudan. Pero ya adelantó que su programa "no tiene nada de bolivariano".
Frente a esto a la izquierda le queda apoyar a Luciana Genro. Es cierto que juega a perdedora. Es el papel que nos toca en los últimos tiempos. Pero es una candidatura que tiene una tarea por cumplir: la articulación política de un movimiento social en alza. La huelga de los basureros en Río y de los profesores fluminenses; las movilizaciones por la gratuidad del transporte publico; la bronca en torno al mundial de fútbol; todo el clima social de los últimos dos años cobra un sentido político detrás de la candidatura de Luciana.
Como dicen Felipe Moda e Isadora Penna, ambos militantes del PSOL:
"la etapa actual, pasados los 30 años neoliberales y su victoria ideológica contra lo que fue llamado "socialismo real", es de profunda fragmentación de los socialistas y de lucha atroz por su reorganización, lo que significa disposición al diálogo y la búsqueda de recomposición por la vía de síntesis (...).La apertura para eso y las políticas de unidad de los revolucionarios de diferentes niveles posibles (que es mucho más que el frente único) está en el centro de nuestra concepción estratégica."