Anselm Jappe / presentación de Rafael Agacino.
La contradicción central del período sigue en desarrollo mientras la coyuntura política marcada por la crisis del gobierno -desde CAVAL (feb. 2015) a la marcha de los camioneros y el fallo de La Haya (agosto y sept. 2015)- parece estar cerrándose. Bachelet ha semi-estabilizado su gobierno, ha sacado la voz precisando los términos de su capitulación programática y finalmente ha sido apañada por los jefes de la gran patronal criolla. Se abrirá entonces una nueva coyuntura que sin duda estará signada por las elecciones municipales de 2016.
En tiempos en que se echa de menos la audacia -sobre todo del pensamiento- el artículo «Política sin política» de Anselm Jappe, que sugiero leer (ver más abajo), es un buen antídoto contra quienes creen que la principal o única forma de «estar en política» es participar en elecciones con listas y candidatos; una buena crítica a quienes cuya concepción de la política se reduce al ritual electoral y se angustian cuando ese momento se acerca haciendo desesperados llamando a activarse, por lo demás, siempre en condiciones de debilidad táctica y sin orientación estratégica alguna. Pero ya sabemos las consecuencias de tales llamados en dichas condiciones: terminan fracturando las iniciativas emergentes de independencia popular, sea por estrepitosos fracasos como los de Claude y Miranda, o sea porque los diputados populares -gozando de inmunidad y buenos salarios- mutan transformándose por acción u omisión en aliados objetivos del modelo. Y en esto no hay «nada personal» como decía Cerati, pues, en ausencia de un movimiento popular robusto, el peso de la noche parlamentaria amaga las buenas intenciones y adocena hasta el verbo de «nuestros» representantes.
El artículo adjunto entra directamente al debate sobre la necesidad del «retorno a la política». Su autor lo critica distinguiendo entre la «política en general» y la política bajo las condiciones del «capitalismo de hoy». En la sociedad actual, afirma, esta política institucional es totalmente estéril para cualquier proyecto emancipador y un ejercicio absurdo para toda izquierda que entre en su juego reglado. Lo es porque la generalización de la producción de mercancías y la consecuente extensión de un orden fetichista, ha rebajado la política a un actuar severamente restringido y dependiente de las reglas mercantiles; a un actuar cuyo mayor alcance podría ser reajustes leves -sobre todo distributivos- pero nunca transformaciones profundas del sistema mismo. La conexión entre institucionalidad política y reglas mercantiles depende de las fases del capitalismo, y en el régimen del capital actual, la política institucional es un espacio secundario y subordinado a la producción de mercancías y su fetichismo.
Pero Jappe no renuncia ni clama por el fin de la política. Por el contrario: llama a desplazarla hacia lo que podemos denominar espacios vitales; llama a romper con esa concepción institucionalista y a instalar en la subjetividad la posibilidad de prácticas de intervención directa sobre la vida inmediata. Así, tanto como el fetichismo no es pura falsa conciencia sino el cúmulo de formas sociales en que se desenvuelve el ser real, tampoco esa nueva política - como teoría y programa- es puro subjetivismo sino parte de la acción política, de prácticas políticas que deben inventarse y que se están ya inventando.
Jappe nos lleva al límite posible del capitalismo como funciona aquí y ahora y nos pone frente a los desafíos sin concesión alguna. El «retorno a la política» de Jappe es la politización de lo social, el retorno a la genuina política.
Por cierto, esto no es extraño en un autor que junto a Robert Kurz, Roswitha Scholz, Jörg Ulrich y Claus-Peter Ortlieb, entre otros, ha venido desarrollando una visión que triza las categorías del marxismo tradicional - para usar la expresión de Postone- y que con ellos, nos propone en el campo de la teoría una «nueva crítica del valor».
Que disfruten su lectura y debate.
Rafael Agacino,
27-10-2015.
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Política sin política [1]
por Anselm Jappe.
AL PRINCIPIO, EL «PRIMADO de la política» era una idea cara al jurista del führer, Carl Schmitt. Pero desde hace tiempo es la izquierda «radical» la que vincula su suerte a un «retorno de la cuestión política», en el que la política se supone que es por sí misma lo contrario del «mercado». ¿Habrá que convencerse, pues, de que la oposición al capitalismo, o a sus derivas contemporáneas, pasa por lo que habitualmente se llama política? Resulta evidente que nada habría cambiado si hubiese ganado las elecciones Royal en lugar de Sarkozy. E incluso si los trotskistas, que han tomado el relevo a los socialdemócratas transformados en liberales, participasen en el poder en Francia, el mundo no se vería sacudido. En Alemania, el «Partido del socialismo democrático» participa en gobiernos regionales; en Italia, Rifondazione Comunista tenía sus ministros; incluso los centri sociali italianos, a menudo considerados como la crème de la crème del antagonismo, pueden proveer de tenientes de alcalde a los ayuntamientos. Y en todas partes, estos representantes de la izquierda «radical» terminan por avalar las políticas neoliberales. ¿Es preciso, entonces, fundar partidos «verdaderamente» radicales, que no se hundirían jamás en semejantes fangos? ¿O las razones de estas «traiciones» son estructurales y cada participación en la política conduce inevitablemente a entregarse al mercado y sus leyes, independientemente de las intenciones subjetivas?
Conviene plantearse, pues, una cuestión preliminar: ¿qué se entiende por el término «política»? Hay aquí una confusión semejante a la que rodea al «trabajo» y su crítica. Criticar el trabajo no tendría ningún sentido si se lo identifica con la actividad productiva en cuanto tal, que sin duda es un dato presente en toda sociedad humana. Pero todo cambia si se entiende por trabajo lo que esta palabra efectivamente designa en la sociedad capitalista: el gasto autorreferencial de la simple fuerza de trabajo sin consideración de su contenido. Así concebido, el trabajo es un fenómeno histórico que pertenece tan solo a la sociedad capitalista y que puede ser criticado y eventualmente abolido. En efecto, el «trabajo» que todos los actores del campo político, a izquierda, derecha y centro, quieren salvar es el trabajo entendido en este sentido restringido. Del mismo modo, el concepto de «política» debe ser claramente definido. Si se identifica con el actuar colectivo, con la intervención consciente de los hombres en la sociedad, con un «amor al mundo» (Arendt), es evidente que nadie podría estar en contra y que una «crítica de la política» no podría concebirse más que como simple indiferencia con respecto al mundo. Pero los que habitualmente preconizan el «retorno a la política» tienen una idea mucho más específica de lo que la «política» es, y cuya supuesta desaparición causa graves crisis de abstinencia. La evocación ritual de la «política» como única vía posible para cambiar el mundo es el eje de la «izquierda» actual, de los sociólogos bourdieusianos a Multitudes, de ATTAC a la izquierda electoral «radical». A pesar de la intención explícita de hacer una política «completamente diferente», caen una y otra vez en el «realismo» y en el «mal menor», participan en las elecciones, se expresan respecto a los referéndums, disertan sobre la posible evolución del Partido Socialista, desean establecer alianzas, concluir cierto «compromiso histórico». Frente a este deseo de «participar en el juego» -y casi siempre como «representantes» de algún «interés»-, hay que rememorar los movimientos y momentos de oposición radical que han hecho «anti-política»: de los anarquistas históricos a las vanguardias artísticas, de ciertos movimientos en el sur del mundo, tales como Critica radical en Fortaleza (Brasil), a la huelga salvaje de mayo del 68 en Francia y la insubordinación permanente en las fábricas italianas durante los años 70. Esta «anti-política» está tan alejada de la renuncia a la intervención consciente como el «anti-arte», el rechazo del arte en el caso de los dadaístas, los surrealistas o los situacionistas, que no era un rechazo de los medios artísticos, sino que por el contrario se concebía como la única forma de mantenerse fieles a las intenciones originales del arte.
¿Pero puede alguien pensar que la política es la esfera social que permitiría imponer límites al mercado? ¿La política sería «democrática» por naturaleza y se opondría al mundo económico capitalista, donde reina la ley del más fuerte?
La sociedad capitalista moderna fundada sobre la mercancía y la competencia universal, necesita de una instancia que se encargue de aquellas estructuras públicas sin las que no podría existir. Dicha instancia es el Estado, y la política, en el sentido moderno (y restringido) del término, es la lucha por hacerse con su control. Pero esta esfera de la política no es exterior ni alternativa a la esfera de la economía mercantil. Al contrario, depende estructuralmente de ella. En la arena política, lo que está en disputa es la distribución de los frutos del sistema mercantil -el movimiento obrero ha desempeñado esencialmente este papel-, pero no su existencia misma. La prueba visible: nada es posible en política si no ha sido previamente «financiado» por la producción mercantil, y allí donde esta última va a la deriva, la política vuelve a transformarse en un choque entre bandas armadas. Esta forma de «política» es un mecanismo de regulación secundaria en el interior del sistema fetichista y no-consciente de la mercancía. No representa una instancia «neutra» ni una conquista que los movimientos de oposición le habrían arrancado a la burguesía capitalista. Pues en efecto, ésta no es necesariamente hostil al Estado o la esfera pública; todo depende de la fase histórica.
Los partidarios contemporáneos de la «política» traicionan la intención original del «actuar» porque lo reducen a los reajustes de una máquina que se acepta como tal. Hoy el «actuar» debe hacer frente a situaciones que son demasiado graves para ser afrontadas con los viejos medios de la política. En lo sucesivo, nos movemos en el marco de una verdadera mutación antropológica, que es el resultado de más de doscientos años de capitalismo y, al mismo tiempo, de su autodestrucción programada, que se ha hecho visible desde hace algunas décadas. Esta regresión llega hasta la barbarización. Ante la multiplicación de casos como el de esos adolescentes que, entre risas, graban con el móvil a una compañera de clase que acaba de ser aplastada por un autobús para después subir las imágenes a Youtube, resulta un tanto insuficiente evocar el paro, la precariedad o el fracaso escolar. Se diría más bien que asistimos a una «regresión antropológica» generalizada (lo que no quiere decir uniforme), que parece ser fruto de un profundo desorden psíquico colectivo, de una psicosis narcisista, consecuencia del fetichismo de la mercancía y de la relación que instituye entre el individuo y el mundo. Frente a esta crisis de civilización nadie puede proponer honesta mente remedios eficaces a corto plazo. Pero precisamente porque la situación es tan grave, uno refuerza el mal al decir: actuemos rápido y sin importar cómo, no tenemos tiempo de discutir, la praxis vale más que la teoría. En la época del capitalismo financiero y molecular, uno no puede conformarse con formas de oposición de la época fordista.
Una primera condición para restablecer la perspectiva del actuar es romper definitiva y claramente con toda «política» en el sentido institucional. Hoy la única «política» posible es la separación radical del mundo de la política y sus instituciones, de la representación y la delegación, para inventar en su lugar nuevas formas de intervención directa. En este contexto, resulta de lo más inútil discutir con gente que todavía quiere votar. Quienes, casi ciento cuarenta años después de la introducción del sufragio universal, todavía se precipitan hacia las urnas, solo merecen las palabras que ya pronunciara Octave Mirbeau en 1888:
«Una cosa que me asombra prodigiosamente -me atrevería a decir que estoy estupefacto es que en el momento científico en que estoy escribiendo, tras las innumerables experiencias y los escándalos periodísticos, pueda todavía existir en nuestra querida Francia […] un votante, un solo votante, ese animal irracional, inorgánico, alucinante, que consiente abandonar sus negocios, sus ilusiones o sus placeres, para votar a favor de alguien o de algo. Si se piensa un solo momento, ¿no está ese sorprendente fenómeno hecho para despistar a los filósofos más sutiles y confundir la razón? ¿Dónde está ese Balzac que nos ofrezca la psicología del votante moderno? ¿Y el Charcot que nos explique la anatomía y mentalidades de ese demente incurable? […] Ha votado ayer y votará mañana y siempre. Los corderos van al matadero. No se dicen nada ni esperan nada. Pero al menos no votan por el matarife que los sacrificará ni por el burgués que se los comerá. Más bestia que las bestias, más borreguil que los borregos el votante designa a su matarife y elige a su burgués. Ha hecho revoluciones para conquistar ese derecho. […] Así que, vuelve a tu casa, buen hombre, y ponte en huelga contra el sufragio universal». (Publicado en Le Fígaro del 28 de noviembre de 1888, reeditado en O. Mirbeau, La Grève des e1ecteurs, Montreuil-sous-Bois, L’ Insomniaque, 2007) [2]
Ciento veinte años después de este llamamiento a la «huelga de los electores», todavía es posible, y necesario, repetir los mismos argumentos. Salvo por algunos nombres, se podría imprimir el texto del que están extraídas estas líneas y distribuirlo como una octavilla; nadie se apercibiría de qué no está escrito hoy, sino en los comienzos de la Tercera República. Visiblemente, en el transcurso de más de un siglo, los votantes no han aprendido nada. Este hecho, cierto es, no resulta nada alentador. [Algo similar sucede si leemos a] Albert Libertad en 1906 [3]:
«El criminal es el votante. […] Eres el elector, el votante, el que acepta lo que hay; aquel que, mediante la papeleta de voto, sanciona todas sus miserias; aquel que, al votar, consagra todas sus servidumbres. […] Eres un peligro para todos nosotros, hombres libres, anarquistas. Eres un peligro igual que los tiranos, que los amos a los que te entregas, que eliges, a los que apoyas, a los que alimentas, que proteges con tus bayonetas, que defiendes con la fuerza bruta, que exaltas con tu ignorancia, que legalizas con tus papeletas de voto y que nos impones por tu imbecilidad. […] Si candidatos hambrientos de mandatos y ahítos de simplezas, te cepillan el espinazo y la grupa de tu autocracia de papel; si te embriagas con el incienso y las promesas que vierten sobre ti los que siempre te han traicionado, te engañan y te venderán mañana; es que tú mismo te pareces a ellos. […] ¡Vamos, vota! Ten confianza en tus mandatarios, cree en tus elegidos. Pero deja de quejarte. Los yugos que soportas, eres tú quien te los impones. Los crímenes por los que sufres, eres tú quien los cometes. Tú eres el amo, tú el criminal e, ironía, eres tú también el esclavo y la víctima». Ver A. Libertad, Le Culte de la charogne. Anarchisme, un état de révolution permanente (1897-1908), Marsella, Agone, 2006. [Texto incluido en Albert Libertad, Contra los pastores, contra los rebaños, de inminente aparición en Pepitas de calabaza. Traducción de Diego L. Sanromán] [4].
La conquista del sufragio universal fue uno de los grandes combates de la izquierda histórica. El votante de derechas, sin embargo, no es tan tonto: en ocasiones obtiene lo poco que espera de sus candidatos, incluso al margen de todo programa electoral (por ejemplo, la tolerancia con respecto a la evasión fiscal y las violaciones del derecho del trabajo). Sus representantes no le traicionan demasiado; y el votante que vota únicamente por el candidato que va a contratar a su hijo u obtener grandes subvenciones para los campesinos de su cantón es, finalmente, el votante más racional. Mucho más imbécil es el votante de izquierdas: aunque jamás ha obtenido aquello por lo que vota, persiste. No obtiene ni el gran cambio ni las sobras. Se deja arrullar por simples promesas. Por eso, los votantes de Berlusconi en Italia no tienen nada de bobos; no están simplemente seducidos por sus cadenas de televisión, como quieren hacer pensar sus adversarios. Han logrado ventajas limitadas pero reales de su gobierno (y sobre todo de su laissez faire). Pero votar todavía a la izquierda cuando ya ha estado en el gobierno -aquí no podemos más que darle la razón a Mirbeau- entra dentro de lo patológico.
El rechazo de la «política» así concebida no es producto de un gusto estetizante por el extremismo. Frente a la regresión antropológica que nos amenaza, apelar al Parlamento se asemeja a la tentativa de calmar un huracán con una procesión. Las únicas propuestas «realistas» -en el sentido de que podrían desviar de forma efectiva el curso de las cosas- son del tipo: abolición inmediata, a partir de mañana, de toda la televisión. ¿Pero acaso existe un partido en el mundo que osaría hacer suyo semejante programa? ¿Qué medidas se han adoptado en las últimas décadas para obstaculizar verdaderamente el avance de la barbarie? Se responderá que unos pequeños pasos valen más que nada. ¿Pero dónde se han dado tales pasos? Hace treinta años, los más valientes proponían instaurar una jornada sin televisión por semana. Hoy hay accesibles centenares de cadenas. Si no ha podido hacerse nada para impedir un deterioro continuo, significa que los objetivos y los métodos eran erróneos y que hay que volver a pensar todo de nuevo. Y cae por su propio peso que esto no podrá hacerse tratando al público con contemplaciones, ni poniéndolo por la televisión.
Existen algunos ejemplos de un actuar anti-político: los «segadores voluntarios» anti-OGM [5], sobre todo los que actúan de noche, restableciendo así los vínculos con la tradición del sabotaje, en lugar de atender al efecto mediático, o bien las acciones que tienen como objetivo impedir que los aparatos de vigilancia y de control biométrico causen perjuicios a nadie. Podríamos igualmente citar a los habitantes del Val di Susa, en los Alpes italianos, que han bloqueado en varias ocasiones la construcción de una línea de AVE [6] en sus montañas. Este predominio de las luchas «defensivas» no significa necesariamente la ausencia de una perspectiva universal. Al contrario, estas luchas contra los peores «efectos nocivos» ayudan a mantener abierta dicha perspectiva. Es preciso salvaguardar al menos la posibilidad de una emancipación futura frente a la deshumanización llevada a cabo por la mercancía, que nos expone al riesgo de impedir para siempre cualquier alternativa. Aquí podrán constituirse nuevos frentes y nuevas alianzas. Hay cuestiones, como la expropiación de los individuos de su propia reproducción biológica, publicitada bajo el nombre de «técnicas de fecundación artificial», en las que las posturas de la izquierda modernista están en sintonía tan completa con los delirios de la omnipotencia tecnológica del capitalismo contemporáneo que, a su lado, hasta las posiciones del Papa parecen adquirir cierto aire de racionalidad. Lo contrario de la barbarie es la humanización, un concepto bien real, pero difícil de delimitar. Una «política» posible hoy en día consistiría en la defensa de los pequeños progresos realizados históricamente en el camino de la humanización y en la oposición a su abolición. El capitalismo contemporáneo no es solamente esa injusticia económica que se encuentra siempre en el centro de los debates, y cuya lista de fechorías ni siquiera queda cerrada con las catástrofes ecológicas que provoca. Es igualmente un desmontaje -una «deconstrucción»- de las bases simbólicas y psíquicas de la cultura humana, visible sobre todo en la desrealización llevada a cabo por los medios de comunicación electrónicos. En relación con esta dimensión del problema, carece de importancia que sean Sarkozy o Royal, Besancenot o Le Pen los que ocupen la pequeña pantalla.
La práctica está por reinventar, sin ceder al mandato de «hacer algo y de prisa», que siempre acarrea la reedición de formas ya vistas y ya abortadas. El verdadero problema es el encierro general -que es sobre todo mental- en las formas fetichistas de existencia, tanto en el caso de los partidarios como de los supuestos adversarios del sistema de la mercancía [7]. Luchar para romper con estas formas ancladas en todas las cabezas, arrancar su aire de inocencia y evidencia al dinero y a la mercancía, a la competencia y al trabajo, al Estado y al «desarrollo», al progreso y a1 crecimiento, depende de esas «luchas teóricas» que se sitúan más allá de la oposición fijada entre «teoría» y «praxis». ¿Por qué el análisis de la lógica de la mercancía o del patriarcado habría de ser «solo» teoría, en tanto la primera huelga de asalariados o la primera manifestación de estudiantes que protestan porque la universidad no los prepara suficientemente bien para el mercado de trabajo serian consideradas, por su parte, como «praxis» o como «política»?
Antes de actuar, los hombres piensan y sienten, y el modo en que actúan deriva de lo que piensan y sienten. Cambiar la manera de pensar y de sentir de los hombres ya es una forma de actuar, una forma de praxis. Una vez se da una clara conciencia, al menos en una minoría, de los fines del actuar, su realización puede llegar muy rápido. Basta con pensar en mayo del 68, en apariencia una sorpresa, pero en realidad preparado silenciosamente por minorías clarividentes. En cambio, se ha visto a menudo -y más que nunca en la Revolución rusa- a dónde nos conducen incluso las mayores ocasiones de actuar cuando falta una verdadera clarificación teórica preliminar. Una clarificación que no se despliega necesariamente en libros y coloquios, sino que debe estar presente en las cabezas. En lugar de identificar la política con las instituciones públicas de la sociedad mercantil, se la puede identificar con la praxis en general. Pero no hay que oponer abstractamente esta praxis a la teoría. La teoría de la que se habla aquí no es la sierva de la praxis, ni su preparación, sino una parte integrante de ella. El fetichismo no es un conjunto de falsas representaciones; es el conjunto de formas -tales como el dinero- en las que la vida se desenvuelve realmente dentro de una sociedad capitalista. Cada progreso en la comprensión teórica, así como su difusión, es pues en sí mismo un acto práctico.
Desde luego, no podría bastar con esto. Las futuras formas de praxis estarán seguramente muy diversificadas y comprenderán igualmente luchas defensivas a nivel de la reproducción material (como las luchas contra la precarización del trabajo y contra la destrucción del Estado asistencial). Si bien es preciso romper con las «políticas» que se proponen solamente defender en el marco del mercado los intereses de las categorías sociales constituidas por la lógica fetichista misma, del tipo del «poder adquisitivo», con todo sigue siendo necesario impedir que el desarrollo capitalista arrase las bases de la supervivencia de grandes estratos de la población y genere nuevas formas de miseria, que a menudo son más el resultado de la exclusión que de la explotación. Pues en efecto, ser explotado se convierte casi en un privilegio en comparación con la masa de quienes han sido declarados «superfluos» por «no ser rentables» (es decir, no utilizables de una manera rentable en la producción mercantil). Las reacciones de los «Superfluos», sin embargo, son muy diversas y pueden tender por sí mismas a la barbarie. Ser una víctima no da ninguna garantía de integridad moral. Hoy más que nunca se impone, pues, una verdad: el comportamiento de los individuos ante las vicisitudes de la vida capitalista no es el resultado mecánico de su «Situación social», de sus «intereses» o de su proveniencia geográfica, étnica o religiosa, ni de su género o sus orientaciones sexuales. Frente a la caída del capitalismo en la barbarie, es imposible predecir la reacción de nadie. Esto no es producto de la supuesta «individualización» generalizada ante la cual los sociólogos no dejan de deshacerse en elogios para no tener que hablar de la creciente estandarización que se esconde detrás. Pero las líneas divisorias ya no son las creadas por el desarrollo capitalista. Del mismo modo que la barbarie puede surgir en cualquier parte, en los institutos finlandeses y en las barriadas de chabolas africanas, entre los bo-bos y entre los barriobajeros, entre los soldados high-tech y entre los insurrectos de manos desnudas, también la resistencia a la barbarie y el impulso hacia la emancipación social pueden nacer en cualquier lado (¡aunque con cuánta más dificultad!), incluso allí donde no se los esperaba. Si bien ninguna categoría social ha respondido a las proyecciones de quienes buscaban al portador de la emancipación social, en cambio la oposición a las condiciones inhumanas de vida bajo el capitalismo siempre surge de nuevo. Este paisaje lleno de falsos amigos y de apoyos inesperados constituye el terreno, forzosamente poco legible por el momento, en el que debe situarse ahora toda «recomposición política».
Notas: