Serena y contemplativa, casi indiferente al diario acontecer, la plaza 21 de Mayo fue en un momento el centro de reunión del viejo Coronel, del viejo Coronel minero y navegante perdido ya en la bruma de un tiempo que se fue. Y ahí está, fiel testigo de lo que pasa y recordando, con nostalgia, lo que ya pasó. Porque cuando la actual plaza de armas para algunos o Almirante Latorre para otros era casi un sitio eriazo, ya la 21 de Mayo era reina de festivales y bailes, murgas y comparsas, amén de guardadora celosa de enamoradas promesas o de furtivas miradas de lánguidos amantes. A no pensar mal. No sólo el pololeo se daba cita en la plaza. A fin de año, cuando un buen examen eran la única salvación, o cuando se quería subir una nota, se concentraban allí, y recién aclarando, los estudiantes del liceo a repasar sus materias. Paseando de esquina a esquina, o dando vueltas, o sentados en bancos o gradas de la torre, se les veía, con la mirada iluminada por la juventud.
Nuestra plaza se encuentra encerrada por tres calles y por la línea férrea. Las calles son Los Carrera, Remigio Castro y Cousiño. Hasta hace algunos años una tupida corrida de hermosos arbustos, separada de la línea un muro de ladrillos de por medio, ofrecía cómplice y romántica privacidad a las parejas que querían separarse del mundo para vivir más plenamente sus sueños y disfrutar más sus caricias. Los arbustos ya no existen; fueron arrancados por un supuesto progreso puesto al servicio de intereses más productivos que el amor. Hoy se encuentra en su lugar una calle-estacionamiento. Pero no sólo los arbustos desaparecieron. Antes lo había hecho el odeón situado a un costado de la torre. Este odeón era el centro de atracción cuando se presentaban las bellas que postulaban a ser reinas primaverales o cuando alguna banda u orfeón ofrecía una retreta en algún atardecer de otoño o en algún domingo asoleado. Nadie sabe como y menos el porqué se derribó una estructura que era parte integrante de la plaza, pero un día cualquiera quisimos verlo y ya no estaba, taciturno como siempre, esperando a los niños que con sus juegos y risas endulzaban su imagen adusta.
Pero sin duda la atracción y la esencia, el alma de la plaza es su torre, regalada a Coronel por el gobierno inglés en 1881 como un homenaje al Ejército y a la Armada vencedores en la Guerra del Pacífico, monumento que por supuesto no todas las ciudades de Chile pueden exhibir. Estaba dotada de un reloj con carillón que marcaban el paso de las horas, ambos fuera de funcionamiento desde hace años, y pasó a ser el referente emblemático de la ciudad, hito urbano, lugar de encuentro de viejos y jóvenes de ayer y de hoy. Quizá por esto ha sido respetada hasta ahora: Por ser obsequio de un gobierno amigo y por ser el emblema de la ciudad. Ni los terremotos del 39 ni el del 60 hicieron mella a la torre centenaria, pero sí el de febrero del 2010 resintió su estructura derribando su techo y agrietando sus muros. Y allí está, a un año del terremoto, herida pero de pié, esperando ser restaurada por una autoridad civil o militar que se sienta responsable o por la comunidad conciente de su valor patrimonial. Y ahí debe seguir, señalando a los coronelinos una senda de dignidad y progreso, marcada por la identidad ciudadana de un pueblo libre.