Creo que duró hasta la década los ochenta, fines. Era un loco extraño, que deambulaba por el centro de Santiago buscando donde hubiera un grupo de gente reunida para lanzar una perorata apasionada, a ratos violenta, en contra de los detectives. Les culpaba de todo lo malo que ocurría; pero sobre todo por el trato que, al parecer, le habían dado a él mismo en una ocasión no especificada. Tal vez algunos sabían su historia, pues apenas se le veía meterse al café Haití, en el paseo Ahumada, se juntaba gente a escucharlo.
Bartolomé Leal / Trazas Negras
Señores, rugía, los responsables de todo lo podrido y maligno que hay en este país son: ¡Los detectives! ¡Los deeetectiveees! Alargaba las sílabas en un grito ronco que arrancaba risas, aunque para algunos sonaba temible.
Él se refería a lo que hoy es el servicio de investigaciones, por esos tiempos de dictadura un organismo dudoso, al cual se acusaba de ser en el fondo una policía política camuflada; el camuflaje era simplemente no usar un uniforme que los identificara. En un tiempo su labor principal consistió en buscar comunistas, socialistas o miristas para darles lo más duro posible. Además, la creencia popular era que se trataba de una institución corrupta, coludida con las mafias criminales que en la capital se dedicaban al contrabando, la trata de blancas (todavía no llegaban las mulatas caribeñas), la pichicata o diosa blanca (apelativos de la cocaína), amén de otros menesteres delincuenciales.
¡Gloria al Pulento!
El contrincante de los detectives no era el único loco en el centro santiaguino. Al menos otros dos entretenían a los funcionarios públicos, jubilados y vagos que tomaban su cafecito a cualquier hora del día. Uno era el predicador saltarín. Un tío pelirrojo y crespo, de ojos azules, vidriosos y estáticos que, enarbolando una manoseada Biblia, amenazaba a los pecadores con sufrimientos apocalípticos si no se acercaban al Señor. Su grito de guerra, que profería mientras daba saltitos de gimnasta, era una serie de originales Gloria: ¡Gloria al Cuerpo! ¡Gloria al Magnífico! ¡Gloria al Pulento! Esta última era una expresión del argot de los malandros que luego se haría corriente.
Otro loco era el caballero que cambiaba dinero. Un señor de aspecto distinguido, traje negro ajado, aunque impecable, camisa blanca y corbata, que se paseaba con un carrito lleno de monedas y billetes. Se ofrecía a hacer los cambios que sus clientes necesitaran. ¿Clientes? No había lucro ni aprovechamiento de nadie. El viejo señor de aire patricio simplemente cambiaba circulante uno a uno, siempre con una sonrisa afable. Sin estridencias, se acercaba a los bebedores de café y les preguntaba si querían cambiar. Si no era así, partía con su carrito a otro lado. Se estacionaba a veces en las escalinatas del Banco de Chile, donde mismo se proveía de monedas y billetes para sus absurdas transacciones.
El café Haití, el mismo que actualmente funciona con el estilo de hace tres décadas, con sus atendedoras de minifalda y piernas enfundadas en medias de seda, era testigo de los devaneos desquiciados de estos raros seres. Personajes recurrentes se reunían allí para discutir de temas relevantes: caballos, crímenes, las vedettes, los vaivenes del dólar... Tal vez el más delirante, aunque menos conspicuo, era Boris Mokos, el pensador tartamudo. El tipo juraba que había estudiado filosofía, de modo que se las daba de enterado en lo que era el gran pensamiento. Había asumido la misión de descifrar los motivos insondables que yacían en la conducta de los locos del centro; y de otros que no eran tan llamativos, pero que no escapaban a la vista sagaz de un observador casi permanente como Mokos, que trabajaba en algún servicio público a jornada parcial y gozaba de mucho tiempo libre. Ese tiempo lo consumía en el Haití, junto a innumerables tazas de café acompañadas de los infaltables cigarrillos.
Boris Mokos en acción
Boris Mokos hablaba con todo el mundo. Por eso mucha gente escuchaba sus confusos argumentos y se tocaba la cabeza. Mokos se declaraba adepto de la ciencia frenológica y se dedicaba, subrepticiamente (él mismo lo reconocía), a estudiar los cráneos de los habitués del Haití. Acarreaba en su bolsón de cuero un enorme compás de brazos curvos, amén de una cinta métrica de costurera y un imán en forma de herradura. Unos papeles que no quería mostrar parecían mapas del cráneo.
Un tiempo al delirante de Mokos le dio con una abogada lesbiana, que usaba zapatones tanque y traje sastre, siempre de negro, casi la única mujer que entraba a ese café. Por cierto, la vieja se relamía con las curvas de las chicas y les conversaba, con la misma pose seductora que los carcamales pelados que las trataban por su nombre y no necesitaban decir que querían servirse; ellas lo sabían. Aunque algunos que le conocíamos, sospechábamos que Boris Mokos andaba en vena más bien seductora que científica con la comadre. Se moría por las damas estrambóticas.
Hay una cumbre de los locos, me dijo Mokos en susurros en una ocasión memorable. Se demoró, a causa de la tartamudez. Acompáñame, expresó, quiero escuchar lo que hablan y medirles la cabeza, alguna re-regla de oro hay por allí. Pero me da co-cosa ir solo, agregó, pu-pueden exaltarse. ¿Dónde se juntan?, le pregunté. En un rincón donde se mea po-por acá cerca, en la calle Nueva York. Pues partí tras él, sin muchas ganas lo confieso. Allí estaban los tres que mencioné antes, cabeza contra cabeza, en singular conciliábulo. Escuché claramente, aunque en tono velado, la frase ¡Los detectives! El hombre estaba explicando a sus pares la odisea en las mazmorras detectivescas. El predicador permanecía callado, aunque los movimientos de sus piernas mostraban que deseaba continuar pronto con sus saltitos, para mayor gloria del Señor. El caballero de los cambios, a quien llamaban "el loco Marín", escuchaba con la misma atención que un doctor a un paciente hipocondríaco, mientras barajaba nervioso sus monedas y billetes. Parecía ansioso por volver a lo suyo. También le gustaban las marchas políticas de otrora, siempre participaba sin preguntar contra qué se protestaba. Los pacos nunca lo mojaban, merecía respeto.
Trifulca en el Haití
Los miramos desde unos veinte metros, luego diez y cinco, hasta finalmente quedar a un par de metros del trío. Entonces el supuesto torturado por la policía civil nos vio, cortó en seco su filípica y, con los ojos salidos de las órbitas, señaló a Boris Mokos con el dedo. Le gritó simplemente: ¡Tú! ¡Tú! ¡Tú! Lo hizo tres veces, en cada ocasión con crecientes decibeles y a una distancia más corta. Los otros dos confabulados no hablaron, pero se aproximaron a la siga de su socio, como solidarizando. La actitud y sobre todo la proximidad de esos orates nos dieron tanto susto, que partimos de vuelta al Haití sin querer escuchar más. Pero el trío corrió tras nosotros.
Alguna gente debe recordar la trifulca que se armó en aquella ocasión. Tanto así, que el dueño del Haití, el cual presidía las ventas de café en su trono, la caja, sentado sobre una silla alta para sorprender a los eternos pedigüeños que pedían cafés y cortados gratis a las niñas, se vio obligado a llamar a los pacos. El enemigo de los detectives aullaba diciendo que había un infiltrado, mientras buscaba a Boris Mokos, quien se había camuflado entre un grupo de comerciantes de origen paisano que discutían sobre los malos resultados del club Palestino. Desde la puerta, el predicador saltarín había retornado a sus jaculatorias, mientras el elegante cambista había partido en busca de un lugar más propicio. Llegó un pelotón de verdes de la cercana comisaría de calle Santo Domingo, que agarró al mártir de los detectives y lo sacó a rastras del local, mientras el personaje bramaba de furia. Boris Mokos, loco como era y sigue siendo, intentó salir en ayuda del afectado, pero recibió un lumazo en el codo que le dejó el brazo semiparalizado, boqueando para sacar una frase, que su tartamudez, exacerbada, le impidió proferir.
Así termino esta farsa, protagonizada por unos lunáticos de antaño en la capital santiaguina.
Este artículo ha sido publicado en el décimo segundo número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl
Foto principal, extraída de nozw.weebly.com