Pensó que se trataba de otro engaño. Bien sabía de eso: dos esposas, algunos hijos, terapias terminadas en fracaso, pastillas para dormir que nunca hicieron su trabajo, una oficina sin ventanas donde pasaba la mayor parte de su vida, y cuentas, un montón de cuentas. Pensó que se trataba de una de esas cosas que se dicen entre copas, y que la propia resaca se encarga de eliminar de la memoria. Pensó que debió reírse cuando ella le dijo que confiaría en un extraño como él. Pero cuando despertó en la que parecía la mejor habitación de un motelucho llamado Bella Luna, con una maleta llena de dinero y libros, no supo qué diablos pensar.
Corrió hacia el baño con el estómago revuelto y un dolor de cabeza insoportable. Aquel era el problema de ser un borracho, pensó: "siempre se tarda tanto en caer liquidado, cuando debería resolverse en unas cuantas copas. Y entremedio es cuando uno mete la pata, se pone desagradable y habla de más. Deberían haber licores de 70 grados".
Se dio cuenta de que ella aún dormía, y decidió echarle un vistazo a los libros de la maleta, no sin antes esconder un fajo de billetes en su abrigo. Eran libros viejos, y el más destartalado de ellos le llamó la atención. Se trataba de una primera edición de Los túneles morados, de Daniel Belmar. Había otros, unos cuantos, a los que les faltaban páginas e incluso la portada. Empezó a hojearlos, y a medida que lo hacía se dio cuenta de que algunas páginas parecían más gruesas que otras. Además, un extraño polvillo se impregnó en sus manos. No era ningún idiota. El asunto se reducía a una maleta, mucho dinero, libros con droga y una mujer que comenzaba a despertarse:
– Buen día, ¿todavía estás aquí?- le preguntó ella mientras se desperezaba.
– No tenía dónde más ir. Además, necesitas a alguien que te eche una mano con esta maletita...
– No te creas tan listo.
De un salto se hizo de la maleta y tras escarbar un doble fondo, extrajo un revólver con el que lo apuntó, jugando.
– No te asustes. No está cargado, todavía.
Honestamente, ninguno de los dos recordaba demasiado de la noche anterior, ni si se habían revolcado. Los médicos llaman a eso ausencia negra, y suelen hablar de lo irreversible del daño neuronal que provoca. Pero lo que no saben es lo útil que puede llegar a ser para la honra de un ser humano no recordar lo que se hace estando completamente alcoholizado.
Los últimos flashes que tenían se reducían a estar riendo histéricamente, sentados en la barra del bar La Cola del Zorro. Él le habría invitado un trago, pero al parecer fue ella quien pagó todos los siguientes. Una pequeña discusión que se salió de control, los dos devolviéndose a toda prisa por calle Heras a buscar la maleta, un taxi que se pierde en la oscuridad. Y el melodramático fundido en negro.
– Me daré una ducha, si no te importa- dijo ella.
– Te espero.
-Preferiría que fueras a comprar algo para beber. Esta resaca me está matando. Saca algo de dinero de la maleta.
Entonces fue cuando él pensó en traicionarla. Era demasiada confianza la que depositaba en un extraño. Se lo merecía, por ser una sucia traficante y andar por la vida emborrachándose con una maleta como aquella bajo el brazo. Pero también era guapa, simpática y tenía dinero. Además, había dejado el revólver sobre el velador. Lo más probable es que no hubiese balas. No era ninguna criminal. Un problema complejo para una resaca tan endemoniada. Decidió inhalar algo de ese polvillo de los libros, fuera lo que fuera. Al hacerlo, sintió relampagueos en la cabeza y una pequeña convulsión. Mejor, mucho mejor. Tomó algunos billetes y salió a la botillería más cercana a por el desayuno.
+ de Oscar Sanzana Silva