CUENTO| Blackout

La semana pasada, poco antes de abandonar la clínica psiquiátrica, nos tomamos una foto grupal con algunos de mis compañeros de ahí, en la buena onda, para compartirla con mis contactos de Instagram. A mi izquierda tenía a un loco calcado al protagonista de Psicosis, afectado por un trastorno bipolar tipo dos. A mi derecha, abrazada a mi cintura, una atractiva drogadicta veinteañera que me consoló por esos días; sus tetas, exuberantes, deben haber ayudado a aumentar los likes de mi publicación. No recuerdo su nombre, pero eso da lo mismo. En total éramos nueve, contando a un enfermero que no se aguantó las ganas de aparecer etiquetado al lado de un famoso. Así fue como tomé consciencia de lo poderoso que puede llegar a ser mi liderazgo en ese tipo de recintos. El hecho de que me vean como alguien bello y popular, con independencia de mis trastornos, es algo que me otorga un magnetismo que pretendo pulir y desarrollar para mis futuros fines.

Gonzalo Hernández / Trazas Negras

La manera en que llegué a ese sanatorio no es relevante. Lo que importa, a la larga, es que todo el mundo supo que estaba internado ahí. Aclaro que el lugar era bien agradable, con espacios comunes cómodos, jardines cuidados, dormitorios individuales y una completa sala de juegos, con mesa de pool incluida. Como corresponde a alguien de mi nivel. ¡No iba a caer en un rasquerío como el hospital Horwitz! Y a pesar de que el millonario no soy yo por ahora, sino mi padre, para el caso es lo mismo, ya que soy el único que legará su inmensa fortuna cuando él pase a «mejor vida». Algo que me propongo acelerar… digamos que pronto.

Las repercusiones de mi internado fueron salvajes. Al día siguiente de mi salida fui portada en LUN, y de ahí en más no tuve tiempo para contestar a todos los saludos y notificaciones que me cayeron encima, deseándome «una pronta recuperación y mejoría«. Puros tarados, entre conocidos y familiares que se dicen preocupados de mi salud (aunque se cuidan de evitar la palabra mental, los muy hipócritas). Pero a pesar de lo cero aporte que son esos contactos, los conservo porque igual me sirven. Todo suma.

Lo segundo que hice al salir fue armar un asado con unos amigos y grabar un video en donde lancé al fuego un buen puñado de billetes de veinte lucas (algo así como un sueldo mínimo), entre las risas de los hueones que siempre me celebran las gracias. El tema fue ampliamente comentado. Con eso logré no solo reforzar la percepción del público sobre mi locura, sino además proyectar una imagen de desprendimiento material muy útil para mis fines. También recibí un montón de críticas y comentarios odiosos, como era de esperar, pero eso no puede importarme menos.

Estas anécdotas, entre otras, vienen a alimentar lo que los medios llaman «un historial de conductas erráticas, imprevisibles y potencialmente violentas». Debo aclarar, sin embargo, que salvo por el episodio en donde apliqué mis conocimientos de aikido para romperle la mandíbula a ese reportero de Contigo en la Mañana -el idiota me pegó en la nariz con su micrófono de mierda-, la verdad es que no suelo dejarme llevar por la violencia. Es lo mismo que opina mi psiquiatra (un juicio autorizado), quien me ve como un joven que tiende a caer en comportamientos excéntricos, movido por un ansia desmedida de figuración pública; algo que sería un rasgo común a toda mi generación, según él, pero que en mi caso se ha desarrollado de una manera a la que conviene «poner frenos«. Léase una batería de tranquilizantes y ansiolíticos que él jura que me tomo religiosamente, el muy ingenuo.

A pesar de que este arranque de ira no fue en absoluto algo premeditado, bien podría llegar a ser un interesante precedente a mi favor. Pero no nos anticipemos; el hecho es que durante el tiempo que pasé internado -casi tres semanas-, mi padre no me fue a visitar ni una sola vez. Más tarde se excusó diciendo que fue porque tuvo que viajar a China, y luego porque debió atender a una huelga de trabajadores que estalló en el norte, en una de sus empresas mineras. No es que lo sienta en el alma. Pensando en mis planes futuros, sin embargo, me preocupé de expresar un intenso pesar en varios posteos en donde desaté mi «faceta emotiva», como la llaman mis fans. En especial con una foto que subí a Instagram en donde aparecemos abrazados en lo alto de una montaña, en el sur de México, para unas vacaciones de hace más de diez años; todo acompañado de hartos emoticones. La impresión fue perfecta. Estás lleno de soledad y dolor contenido, lo resumió uno de mis seguidores gays, para luego ofrecerme sus consuelos. El caso es que la publicación me será de tremenda ayuda, al igual que el documento que me extendió el loquero en donde explica que gran parte de mis trastornos de personalidad se deben a «profundas carencias afectivas». Motivadas, como es lógico, por la temprana muerte de mi madre, pero también por el trato distante y lejano de mi padre a causa de su ajetreada vida dedicada a los negocios.

Patrañas, por supuesto. Él piensa que su talento para producir dinero lo eleva a la altura de Dios, y además sigue pegado a una imagen infantil de mí, como si aún fuera un niño mamón y sobreprotegido. No es que su arrogancia me moleste, como tampoco su egoísmo (sé que he heredado muchas de sus características). Pero resulta que se ha vuelto tan esclavo de su trabajo, que ha perdido la perspectiva de su entorno. En el fondo, es una persona débil. Cualquier cosa que escape al manejo de sus empresas lo descoloca; por el contrario, yo me fortalezco día a día hacia el mundo. Cada comentario, cada reacción de la gente que orbita a mi alrededor, sea favorable o negativa, incrementa mi potencial. Y él no es capaz de ver eso. Ése es su gran error.

Recuerdo su respuesta una vez que, con gran emoción, le conté que había logrado en Facebook la marca de mil seguidores -¡una cagada!-, cuando ésa era la red que la llevaba. Se rió con ese desprecio que lo caracteriza y me preguntó si mi objetivo era convertirme en un famosillo, en vista de mis pobres resultados en el colegio. Lo dijo con un tono que me hirió en el alma. A partir de entonces me propuse sobresalir, descollar, ser el número uno, para así demostrarle que no debía menospreciar mi poder. ¡Y vaya si lo he conseguido! Primero como youtuber, después… bueno, para qué voy a enumerar acá todas las plataformas en las que he brillado. Pero no puedo dejar de mencionar que he sido invitado a programas de televisión estelares, marcando hitos de ranking, siendo seis veces portada de diarios… o sea, ¿quién puede decir algo así, estando a dos semanas de cumplir los diecisiete años? ¿Alguien tiene un historial parecido?

Pero él no puede entenderlo, ni mucho menos apreciarlo. No sabe lo que es ser influencer, marcar tendencias, ser conocido por miles de personas. Su único don es mandar, dar órdenes, portarse como un tirano. Jamás ha tenido ángel. Sus empleados le obedecen por miedo. Y a estas alturas, como buen perro viejo, ya no será capaz de adquirir un talento nuevo.

Como dije hace poco, en dos semanas más será mi cumpleaños. La ocasión perfecta para retomar mis arranques de violencia. Solo que entonces se me irá un poco la mano con el aikido, y me temo que el resultado será algo más grave y duradero que una simple fractura de mandíbula.

Mis «motivos» serán por todos conocidos. Al viejo, como de costumbre, le importará poco mi aniversario, limitándose a saludarme a la distancia -tengo entendido que proyecta un viaje a Houston para esa fecha-, descuidando a ese hijo suyo con sus serias «carencias afectivas». Yo pasaré algunos días recluido, encerrado y solo, posteando mi pena para que el mundo sepa de mi abandono emocional. Entonces sufriré un conveniente blackout y arremeteré en su contra con toda mi furia. Puede ser mediante una llave de cabeza, o bien con un golpe en su nuez de Adán. Aún no lo he decidido, pero sé que podré lograrlo sin problemas.

Cuento a mi favor con el factor sorpresa, y además estoy muy bien entrenado; alguien en su pobre condición física, con su lamentable obesidad, no me opondrá dificultades.

Después vendrán, por supuesto, las consecuencias judiciales de mi arrebato. No dudo que éste me hará perder un buen número de seguidores, minando mi base de fanáticos, pero eso será lo de menos. Habrá también quienes me apoyen, comprendan y justifiquen. Las redes van a estar a mi favor, de una u otra manera. No necesito coartadas: tengo la empatía del público.

La condena por parricidio es dura, según entiendo, pero mis atenuantes serán bastante sólidos, partiendo por la declaración de inconsciencia. El respaldo psiquiátrico me ayudará mucho en ese punto, como también la imagen de desprendimiento que me he preocupado de proyectar. El juez entenderá que mi crimen no fue motivado por el dinero, desechando así cualquier sospecha de premeditación. Pretendo, además, contratar a los mejores abogados, quienes de seguro se pelearán por representar a alguien tan connotado, pudiendo negociar un descuento en sus honorarios. Finalmente, cuento con mi apellido, importante y de renombre. Algo que siempre tiene un gran peso a todo nivel.

La sentencia no podrá postergarse mucho tiempo, teniendo en cuenta el revuelo que van a armar los medios. No me asusta estar encerrado un par de años en algún centro para menores. Sé que el Sename tiene una reputación horrible, pero soy bien capaz de defenderme, llegado un caso extremo, y además siempre puedo transformar el rechazo en amor, la agresión en idolatría… como cuando Jesús convertía el agua en vino. Yo poseo una magia similar… un regalo… ya lo comprobé en mi paso por el sanatorio: tengo el don de multitudes… las convoco… capaz que hasta podría reclutar a unos cuantos seguidores para una causa futura… una legión de apóstoles, ¿por qué no? Si provienen de entornos flaites… sin muchos estudios… mejor aún. Más manipulables.

Con mi talento, ayudado por una causa mística… una promesa de sentido… podría liderar una comunidad «alternativa»… una especie de secta. ¡Me gusta, me gusta! Puedo verme en alguna parcela alejada… en medio de mi harem… jóvenes virginales… perdidas en la vida… necesitadas de guía… podría confesarlas… conocer sus puntos débiles… volverlas mis esclavas sexuales… de uso exclusivo. ¡Sí! Además podríamos hacer rituales… celebrar los ciclos de la luna, del sol… cualquier estupidez… todos locos en ayahuasca… orgías eróticas y mágicas. ¡Y yo en medio del círculo de fuego! Más que un influencer, terminaría siendo… un padre espiritual… un profeta… dejaría un legado más profundo en mi público… una marca imborrable en la memoria de la gente… algo religioso, trascendental… ¡inmortal! ¡Puedo verlo! Es… lo que me tiene reservado el destino… ¡ser un mesías!

Gonzalo Hernández Suárez (Santiago, 1978). Es licenciado en filosofía y profesor universitario. Ha sido cajero, junior, periodista, jornalero en una pesquera, entre otras actividades. Ha impartido talleres literarios en la ex Penitenciaría de Santiago, en la cárcel de Colina y en diversos centros del Servicio Nacional de Menores. Bajo el sello editorial Tajamar Editores, ha publicado las novelas Colonia de perros (2010), El mal de Hugo (2012), y Entre lutos y desiertos (2016). Esta última transcurre en Copiapó, en el desierto de Atacama. Relatos suyos figuran en las Antologías 10 cuentos negros de autores chilenos (Editorial Nuevo Milenio, Cochabamba, Bolivia) y Santiago Canalla (Ediciones Espora, 2019).

Este cuento ha sido publicado en el sexto número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl

Imagen extraída de ethic.es

Estas leyendo

CUENTO| Blackout