La primera vez que lo vio fue cuando regaba las plantas en su balcón. De la esquina apareció de pronto un hombrecito que, sujetándose de las paredes, avanzaba con mucha dificultad. Tras andar algunos pasos tropezó y por milagro alcanzó a afirmarse de un grifo. Olivia siguió regando sus plantas, aunque no le sacó los ojos de encima al extraño personaje, que avanzó tambaleante hasta perderse en la siguiente esquina.
Fue un domingo, cuando se preparaba para ir a misa, cuando se lo encontró nuevamente. Al igual que en la ocasión anterior, el hombrecito -impecablemente vestido, preciso es decirlo- caminó dando tumbos antes de derrumbarse algunas casas más allá. Olivia partió rumbo a la parroquia y no supo más de él, hasta cuando regresó y se encontró con que ya no estaba donde había caído.
Para la siguiente vez Olivia ya estaba preparada. En cuanto lo vio venir agarrándose de lo que pudiera para no caer, sirvió un vaso de vino y lo dejó junto al grifo. Al llegar, el hombrecito hizo una pausa, miró para todos lados, y se empinó el vaso de tinto hasta dejarlo seco. Acto seguido, continuó su camino sin mayor baile, recompuesto, podría decirse.
El asunto se repitió un par de veces. Él aparecía y Olivia corría a dejarle el vaso de vino en el grifo. El hombrecito se lo bebía y se iba. Luego, Olivia decidió colocarlo en la reja de su casa. La primera vez que lo intentó no funcionó: el hombrecito llegó al grifo a duras penas, y tras constatar que no había nada para él, se desplomó. Sin embargo, en la segunda oportunidad el hombrecito juntó fuerzas para desplazarse hasta la puerta de la reja y beberse la pituca que angélicas manos habían depositado allí para saciar su sed. Antes de marcharse, miró hacia el interior de la casa y vagamente le pareció divisar una silueta femenina detrás de los visillos. Esbozó una sonrisa y siguió su camino.
La sonrisa del hombrecito le dio todo el valor que necesitaba a Olivia para llevar a cabo la última y mejor parte de su plan. La siguiente mañana que lo vio venir, abrió la puerta de la reja y colocó el tinto en la puerta de su casa, dejándola semiabierta. El hombrecito, que no parecía tan tambaleante como las otras veces, al principio meditó si cruzar o no el antejardín que lo separaba de su recompensa. Tras algunos segundos de duda, se acercó a la puerta y antes de empinarse el vaso la abrió suavemente. Al contemplar a Olivia, que lo esperaba cómodamente instalada en su sofá, por fin se atrevió a hablar a su benefactora:
– Bueno, supongo que esta copa podemos beberla juntos...
La puerta se cerró y es posible que nunca podamos saber verdaderamente lo que pasó allí dentro. Después de ese día, al hombrecito no se le volvió a ver por el barrio, pero en los tugurios de Coronel centro no hay borrachín que no sueñe con encontrarse de pronto con esa esquina, con ese grifo, con ese vaso, y con Olivia.
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