Vi un aviso que convocaba a un concurso de relatos cuyo tema era los viajes en el tiempo. Se llamaba: "Relatos desde otro tiempo: ayer y hoy", y aunque el nombre lo encontré horrible me sedujo el premio. Consistía en dos millones de pesos más la publicación de los cuentos ganadores en edición bilingüe. El concurso lo organizaba un centro de estudios que se llamaba "Lem". Jamás había escuchado sobre el mentado Centro de Estudios, pero hay tantas cosas que uno desconoce. Santiago es una ciudad muy grande y hay de todo lo que uno quiera encontrar. Yo nunca había escrito algo similar, pero necesitaba dinero. En ese tiempo lo único que estaba haciendo era manejar mi auto como Uber y las cosas no iban bien, por el contrario todo parecía marchar al despeñadero. Lo único que tenía eran decepciones y deudas. Buscar un trabajo estable era imposible, nadie me contrataba, de solo ver mis canas, la gente ponía cara de "pobre de ti" o de "menos mal que no estoy en tu pellejo".
Juan Ignacio Colil / Trazas Negras
Si bien es cierto había escrito algunas obras que autoedité y vendí; más bien regalé entre amigos y conocidos; estaba muy lejos de ser un escritor de verdad, lo que era un punto a mi favor porque el concurso era para autores sin obra publicada por editoriales establecidas. A mi edad llego tarde a todas partes, a todas las citas y a todas las invitaciones. No sirve de nada explicar mi vasta y variada experiencia laboral. La gente ya no se conmueve con historias de vida.
Tenía dos meses para cumplir la meta, que era escribir un cuento de cinco carillas. Siempre he sido bueno para actuar bajo presión. Desde chico que soy así, en la escuela no me importaba que me gritaran y cuando estuve con los milicos no me costó adaptarme a sus normas y cumplir con lo que tenía que hacer, a la hora que fuera. Si tenía que estar de guardia, lo hacía sin alegar. Noche tras noche en ese lugar. No importaba ni el frío ni la lluvia, ni lo que veíamos. Otros como yo llegaban a llorar, yo me mantenía aferrado al fusil. Sabía que tenía que cumplir, no por ellos, sino por mí. Con lo del cuento era igual. Tenía que avanzar y cumplir.
Leí las obras que encontré sobre el tema, algunas sólo las alcancé a mirar por encima porque eran muy extensas, y también vi algunas series y películas. Básicamente se repetía el mismo modelo. Un sujeto que pasaba por alguna parte: un túnel, un bosque, una pieza oscura, un mal sueño y aparecía sin explicaciones décadas después o décadas antes y en ambos casos debía resolver problemas, desfacer entuertos y restablecer el orden o la paz. La variante estaba en que a veces en vez de atravesar un bosque o lo que fuera utilizaba una máquina especialmente diseñada o que involuntariamente provocaba el desplazamiento. Otra diferencia estaba en la ocupación del protagonista, y si viajaba al pasado o al presente. Entendí que debía escribir algo que rompiera con esa mecánica, que aunque funciona siempre, a la larga aburre porque es previsible.
El cuento que escribí no era muy largo y lo llamé desde un inicio "El deseo de Yu Yeong Ju", porque había quedado muy impresionado con unas series coreanas sobre el tema. Consideré que mi cuento era bastante simple y efectivo. Una chica descendiente de coreanos que vive en el barrio Patronato es raptada por una banda de maleantes, quienes la confundieron en la calle con otra joven. Ella volvía desde sus clases de cartografía hacia la casa de su abuela. Los sujetos la llevan a una cabaña en un bosque cordillerano y se comunican con la familia de quien creen haber raptado y exigen un rescate. Quienes reciben el llamado piensan que es una pitanza porque su hija está con ellos. No se les ocurre pensar que se trata de una confusión. Mientras la joven en la cabaña despierta y encuentra bajo la cama un mapa dibujado en las tablas del suelo. Gracias a sus conocimientos cartográficos logra darse cuenta de lo que se trata. Ella espera la noche y se fuga, siguiendo las indicaciones del mapa. En ese punto no puede evitar ni la noche oscura ni el bosque misterioso, es así como ella agotada se duerme protegida por los árboles, pero ya lejos de sus captores. Cuando despierta está amaneciendo. Ella descubre los boldos, los peumos, el rocío de la mañana y avanza por el desconocido paisaje. De pronto escucha ruidos de personas, niños corriendo, voces que dan órdenes y entiende que definitivamente ha perdido a sus secuestradores, pero lo que no sabe ella es que ha caído del sartén a las brasas, porque ha llegado a fines de la década de los setenta a la misma zona donde se sitúa la cabaña, un lugar donde existía una pequeña central nuclear que experimentaba con niños bajo total secreto. El cuento después continuaba cómo ella se daba cuenta de su viaje en el tiempo, cómo lograba escapar con una pareja de niños, y finalmente, cómo llegaba a la misma cabaña de la que se había escapado. Entraban a la cabaña y ella dibujaba el mapa en el suelo, el mismo mapa que ella vería décadas más tarde. Ahí terminaba el cuento.
Me pareció que el cuento a ratos era borgeano, tenía por momentos aires kafkianos, algunos destellos cortazareános y concluía con guiños bolañísticos. Eso me lo decía a mí mismo, porque no hablé con nadie al respecto. La gente que me rodea no sabe ni le gusta la literatura.
Envié el cuento al concurso y lo firmé con un seudónimo de mujer, pensé que así tendría mayores opciones. Además me puse un apellido extranjero porque siempre quedan sonando y un apellido mapuche porque también en estos tiempos da cierta categoría. Necesitaba llamar la atención del jurado. Me autodenominé Millaray Deblanche Melinao. Me recordó a las heroínas de Manuel Puig. Solo debía esperar tres meses para conocer el veredicto. Al comienzo estaba muy expectante y si hubiese tenido un calendario hubiese ido marcando los días que iban pasando y me acercaban al inexorable fin de la espera. A veces pensaba en lo que iba a hacer con el dinero o también las entrevistas que iba a dar y seguramente después vendrían novelas que se publicarían y yo recordaría el cuento con romanticismo y modestia como hacen los verdaderos escritores y hablaría de mis primeros escritos que hice después de haber cumplido con el Servicio Militar y como aquella experiencia gatilló mi obra fecunda, aunque desconocida a la fecha.
Cuando llevaba dos semanas de espera se vino el famoso estallido social y lo que pintaba para comedia terminó en tragedia. Mis deudas aumentaron, mis escasas ganancias descendieron, la situación se puso color de hormiga para un simple chofer y me olvidé del cuento, del concurso y de los viajes en el tiempo.
Entre medio de esos meses fui a algunas marchas, vendí poleras, chapitas conmemorativas y mi bolsillo se compuso un poco, aunque nunca dejé de hacer de Uber en mi auto. Por esos días, en medio del gentío que gritaba y agitaba banderas, me encontré con Carlos Segundo Pérez con quien coincidimos en el Servicio Militar aquel lejano año setenta y nueve. Estuvimos juntos destinados a hacer la guardia en el Centro de Estudios Nucleares de La Reina. Ambos veníamos del Regimiento Buin. Pasamos dos meses en ese lugar. Vimos más cosas de las que debíamos y de las que nunca conversamos. Carlos Segundo se veía flaco y cansado. Nos fuimos a comer unos completos y a tomar unas cervezas en El Cantábrico. Hablamos de lo que habíamos hechos en tantos años sin vernos, recordamos a los amigos que nunca más vimos, me habló de la muerte de algunos de ellos producto de enfermedades raras. No le dije nada de mis aficiones literarias, la gente no lo entiende. Antes de despedirnos la mencionó.
¿Te acuerdas de la china?¿Qué habrá pasado con ella? Fue extraña esa situación. Nunca me he olvidado de su rostro lleno de confusión.
¿Cuál china? - le pregunté, pero yo sabía de lo que hablaba. No volvió a preguntar. Era mejor así.
Nos despedimos con un abrazo. Lo vi alejarse caminando por la calle Portugal hacia el sur. Recuerdo que después escribí algunos cuentos que nada tenían que ver con "El deseo de Yun Yeong Ju".
Este artículo ha sido publicado en el segundo número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl
Imagen de contexto: Fragmento de pintura de Ernest Descals