CUENTO| Letrina

Julián Avaria-Eyzaguirre / Trazas Negras

Matancilla es un caserío con doscientos habitantes, todos parientes entre sí. Hablar mal de alguien a cualquier individuo del pueblo, es ofender a un cuñado, una prima o un suegro. Después de instalarme, al cabo de unas semanas, todo el mundo de aquel pequeño infierno empieza a reconocerme:

El joven de la moto.

Sí, el casero de los chinos.

Nadie sabe el origen del nombre Matancilla, pero ya se han registrado algunos homicidios y actos de violencia que le dan sentido al nombre. Hugo Gutiérrez, antiguo cuidador del terreno vecino, lo encontraron degollado en su propio lecho. Nunca nadie supo del homicida, pero se sospecha de un santiaguino que rondó esos días para cobrar venganza por asunto de mujeres. Dieron con el cuerpo perdido de Heriberto Salinas gracias a los hilillos de sangre que corrían por una acequia que suministraba agua a la familia Vargas. Arrojaron el cadáver al canal, contaminando las aguas. La sangre fue la pista que los llevó al cuerpo magullado, azotado y agonizantemente muerto. Nada se supo de los asesinos. El mismo Palomino Retamales, quien cuidara mi motocicleta en mi ausencia, sufría de parálisis en todo el costado derecho de su cuerpo, producto de cuatro balazos de su mejor amigo, hasta entonces. Todo por una discusión por el pago de unas cervezas que acabó con Palomino inválido y su amigo prófugo. No obstante, Palomino se jactaba por haber sobrevivido a cuatro balazos. Cada balazo, un orgullo.

Yo trabajaba cuidándole el terreno a un amigo. Era mi quinto mes cuando ocurrió lo que voy a relatar. Han pasado cerca de veinte años y aún nadie sabe qué fue del Rimberto.

Estaba en la huerta, descascarando la tierra, armando bancales profundos. Descansé unos minutos sobre una roca. Estaba inmóvil, practicando inconscientemente el arte de la contemplación, fundido con los sonidos de mi entorno. De pronto me distrajo un sonido distinto que no reconocía. Ya podía distinguir el chistoso llamado de la turca, que al principio me hizo pensar era víctima de la burla de algún nativo de la zona escondido detrás de las matas. Reconocía la chancaca de las codornices, el cara e peo de los tordos, el pitío del carpintero, el grito de terror del tiuque, el croar triste y nocturno del zorro chilla. Mi percepción acústica podía percibir por el zumbido de las alas si se trataba de un tábano, un avispón, una abeja o un abejorro.

No obstante, aquel sonido entrecortado y gangoso que provenía del sendero era desconocido. Seguí inmóvil. Observé dos siluetas que se acercaban en fila india. Era una pareja de quiques que caminaban directo hacia mí, asemejando al mítico culebrón. El primero de ellos, que abría el camino, al verme no entendió si acaso yo era una presa o un depredador. Me miraba perplejo. Mantuve mi quietud. Sabía que estos mustélidos poseen sendos colmillos para desgarrar la carne de una gallina o un conejo. A pesar de este antecedente, permanecí allí, observándolos con compasión y ternura. Finalmente, luego de debatir entre ellos, la pareja de quiques siguió su camino desapareciendo bajo la zarzamora.

Quedé maravillado con la experiencia. Estos animales no son frecuentes. Además de ser endémicos de Chile, su estado de conservación es considerado vulnerable a nivel nacional. Estaba absorto, embobado por la emoción. De súbito me trajo al presente un disparo atronador a mis espaldas. Un lugareño me apuntaba con una escopeta de doble cañón, balbuceó nerviosamente algo incomprensible para luego gruñir:

¡Pasa las llaves de la moto si no querís que te pegue un tiro!

Están arriba, escondidas. Vamos a buscarlas le contesté con una tranquilidad inaudita que me sorprendió. Sin embargo, las llaves estaban en mi bolsillo.

Subimos la ladera en silencio. El cañón rozaba mi espalda. Mi intelecto rumoreaba y rebuscaba alguna solución coherente del problema.

El hombre apuró, interrumpiendo mi parloteo mental, apuntalándome con su arma mi riñón derecho. Sentí un desagradable cosquilleo, un molesto escalofrío que recorrió mi columna desde la zona lumbar hasta el occipucio.

Al hombre nunca lo había visto. Le calculé unos cincuenta años. Su cabello sucio no tenía canas, no obstante, su barba rala de dos semanas mostraba signos de albicie. Sus ojos levemente rasgados, de cejas prominentes que se juntaban en el entrecejo, eran de una negrura tal que casi no se distinguían las pupilas. Éstos contrastaban con su tez rojiza y ajada. La nariz era repolluda y grasosa, con marcas del acné de su juventud adolescente. Su voz era carrasposa, deslenguada y pastosa, delatando signos de ebriedad.

Yo callaba y subía sumisamente a trancos largos, para cansarlo. Al llegar a mi rancho los dos jadeábamos profusamente. Le dije que la moto no andaba, que tenía problemas de batería.

¡No me jodái huevón, si te vi ayer andando! me contestó golpeando bruscamente con su cañón mis vértebras lumbares. Aquello me irritó. Me contuve. Cogí una botella de agua, bebí un largo sorbo y estreché mi brazo en actitud de ofrenda. Con la escopeta me arrebató la botella de las manos haciéndola caer al suelo. ¡Ya, ya, ya... pasando las llaves mal nacido!

Entré al rancho a buscar las llaves que estaban en mi bolsillo. Pensé en tomar el machete y enfrentarlo, pero no me atreví. Me observaba desde el umbral de la puerta vigilando aquella posibilidad.

Mis zapatos no están aquí. Están al lado de la carpa. Adentro están las llaves le dije con toda naturalidad, para retrasar mi condena.

El hombre ansioso se acercó a la carpa. Se agachó para escoger un zapato. Aquel par no los utilizaba hacía varios días. Providencialmente, dentro del calamorro se había alojado una araña pollito. Ésta salió de su refugio con talante de tarántula amazónica, mientras el hombre zamarreaba frenéticamente mi calzado. Al ver que el inmenso arácnido cubría con sus velludas patas su calloso puño, el hombre desvió el cañón de su destino original que era mi cuerpo. Observé cómo la falangeta de su índice derecho se relajaba soltando el gatillo. Precipitadamente pateé su antebrazo que sostenía la escopeta como si pateara un penal con todas mis fuerzas y las de mis colegas de equipo. El cabrón reaccionó con retraso, tal vez, con retardo. La bala se disparó hacia el cielo sin hallar un blanco, perdiéndose con estruendo en el aire. Aún se escuchaba el sonido de la bala en la atmósfera, cuando tomé la piedra que sujetaba el viento de la carpa con mi diestra encestándola en su cabeza entre la coronilla y la nuca, hundiéndola en su cráneo. Fue como el craquelar de una torta de hojaldre. Se perdió el eco del balazo y el hombre quedó postrado en el suelo. Su mejilla derecha en contacto con la polvareda. Ojos retorcidos, boca entreabierta y babeando. Brazos y piernas en contorsión post mortem.

La sangre en su cabello no se veía. Parecía estar mojado con aceite. Ésta se delataba por el hilillo que caía de su sien siniestra, deslizándose por la mejilla, bordeando la comisura de sus labios y perdiéndose bajo el mentón. Al cabo de unos minutos, se formó una mancha oleosa de sangre en la tierra que amenazaba ensuciar mi carpa. Me apresuré en sacar las estacas y retiré la tienda al momento en que el óleo sanguinolento manchaba la maleza aplastada.

Contrariamente a lo que pueda pensar quien lee, no tuve pánico, no sentí miedo. Ningún sentimiento de angustia me embargó. Estaba impávidamente tranquilo. Yacía ahí un cuerpo sin vida. Una carne. Aquel hombre bruto, levemente ebrio, vagamente violento ya no estaba. Sólo había un bulto con olor a muerte. No lo pensé dos veces. Tomé una bolsa plástica. Me cercioré que no estuviera rota. Cubrí su cabeza con ésta, para que no chorreara sus fluidos. Coloqué el cuerpo sobre la carretilla y entre sus piernas la escopeta con el tibio cañón. Pensé que el cuerpo sería más pesado, pero al parecer, la muerte era más liviana que la vida. Llevé estos kilos de carne a la letrina que acababa de terminar. Lancé la escopeta al fondo de la fosa. Antes de depositar el cuerpo revisé sus bolsillos. Descubrí una billetera deshilachada llena de piñén con un carné de identidad desvencijado, un calendario antiguo con una mujer grotescamente pechugona y un billete casi nuevo de dos mil pesos con la imagen de la iglesia los Dominicos donde se casaron mis taitas. Me guardé el billete y el resto lo dejé junto a la escopeta, en el fondo del pozo. Al arrojar el cuerpo, su cara se raspó con la pared pedregosa, desgarrando la bolsa y su párpado superior derecho. La deformidad y la sangre me provocaron un malestar visceral, aumentaron los movimientos peristálticos de mi intestino grueso haciendo avanzar el bolo excrementicio hacia mi colon descendente.

Por primera y última vez usé la letrina obrando sobre el cadáver. Eché cal, tapé al muerto, la escopeta y la mierda con tierra. Apisoné bien el suelo. Espolvoreé sobre éste hojas secas de litres y boldos para borrar todo indicio de la letrina.

Volví al rancho. Mojé con abundante agua y lavalozas la mancha oleosa de sangre, la cual poco a poco se fue drenando hasta que desapareció todo rastro de materia aceitosa y junto con la mancha, desaparecería para siempre Rimberto Aceval Acevedo.

Este cuento ha sido publicado en el décimo número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl

Julián Avaria-Eyzaguirre. Nacido en Berlín, reside en Oaxaca, México, y también lo ha hecho en Argentina (Córdoba) y Brasil. Cuentista por escrito y oral, ha publicado volúmenes de relatos, novelas, ensayos literarios, compilaciones y una serie con un detective diferente a casi todos los que conocemos, «El Dedo en la Llaga». El año 2009 publicó el libro de cuentos Letrina (Editorial Mosquito) y bajo este mismo sello, las novelas Muyuna (2012) y El caso Capablanca (2017). Su novela El caso Shima fue publicada en la colección «La Otra Oscuridad» (Rhinoceros-Espora Ediciones) de novela negra. La próxima será El caso Jungla con su detective sin nombre, pero con apodo.

letrina .

Estas leyendo

CUENTO| Letrina