CUENTO| Nos entraron a regalar

Helios Murialdo / Trazas Negras

I

Mi nombre es Valentina, pero hasta hace unos años, todos me decían Vale. A mí no me gustaba que me dijeran Vale porque sonaba como que estuvieran consultando el precio de un objeto, así que transé en Valy; con y griega, porque me gusta más como se ve.

Les quiero contar los que nos pasó a mi familia este verano y entremedio les contaré más acerca de mí.

Al regreso de vacaciones de la playa, un día sábado a eso de las seis de la tarde, al entrar a nuestra casa encontramos el cadáver de un hombre dispuesto sobre la mesa del comedor. Sé que suena extraño. Imagínense como fue para nosotros. La primera en enterarse fue mi mamá. Portaba bolsas con algunos víveres que habían sobrado en la casa que arrendamos en el balneario y otros que habíamos comprado en el camino. Pretendía guardarlos en el refrigerador lo antes posible. Al entrar a la casa se encontró con el espectáculo. El grito de mi madre se debe haber escuchado hasta en las casas vecinas. No alcanzó a salir de la casa, se cayó, o se dejó caer, casi desmayada, en el sofá del living. La segunda que lo vio fui yo. Estaba prolijamente vestido con un traje azul, camisa blanca, corbata roja, zapatos negros relucientes y calcetines azul oscuro. Era de piel oscura y contextura atlética y se me figuró que debía ser alto porque los tobillos y los pies sobresalían más allá nuestra mesa. Tenía un orificio en la frente, rodeado de manchas negras, que supuse que eran de sangre coagulada. Sobre su pecho reposaba una caja amarilla en cuyo borde se leía 25 MONTECRISTO No. 3. Salí corriendo a contarle a mi papá, quien estaba descargando la parafernalia que trajimos de regreso del veraneo, mientras mi hermano se ocupaba de llenar con agua el bebedero del perro. El papá no me creyó.

―Déjate de lesear, Valy. Toma ―dijo, acercándome una bolsa con verduras ―llévaselas a tu mamá.

―No papi, es verdad ―repuse, sin aceptar la bolsa ―la mamá esta choqueada. Parece que se desmayó en el sofá del living.

El papá me observó inquisitivamente, y al ver la seriedad y desesperación aflorando en mi rostro, caminó esbeltamente hacia el interior de la casa.

―No toquen nada, en ninguna parte de la casa ―ordenó y extrayendo el teléfono de uno de sus bolsillos, marcó el 133.

La policía ―los carabineros― tampoco le creían y tuvo que repetir varias veces el fantasmagórico cuadro que tenía frente a sus ojos.

Advertí que los carabineros deben haber creído que mi papá estaba medio chiflado. Pero, en fin, pronto llegaron dos en un auto policial ―radio-patrulla―, circunspectos, listos para esposar a mi papá y llevárselo al manicomio.

La sorpresa se apoderó de los policías. Se demoraron minutos en reaccionar, mirándose entre ellos sin atinar a tomar decisiones. Por supuesto que tal reacción era entendible.

―¿Lo conocen? ―preguntó uno de ellos, supongo que el sargento. Nunca he aprendido a diferenciar el rango de los pacos por los galones y barras en el uniforme: sargento, cabo y paco raso. Supongo que el que viste el uniforme con más "V" y estrellas en los galones es el de más alto rango.

Mi papá se acercó un poco al cuerpo, que ya hedía un tanto, y estudió su rostro unos segundos. Luego, apretó los labios y negó con la cabeza. Mi hermano menor y yo dijimos que no. Mi mama, aún repantigada en el sillón, no dijo nada. Cubría sus ojos con una de sus manos y con la otra se apretaba el pecho.

El sargento regresó al auto policial y se comunicó con la comisaría.

―Abramos las ventanas ―propuso mi papá.

En cinco minutos apareció otro vehículo policial del cual se apearon dos carabineros.

―Soy el teniente Torrealba ―dijo el con más V en los galones de su uniforme.

―¿Nunca han visto a esta persona? ― preguntó. Yo me di cuenta que entre "lo conocen" y "nunca lo han visto" hay una diferencia substancial. Pero la respuesta a esta segunda interrogante, de todos los componentes de la familia, también fue negativa. Excepto, claro está, de mi mamá, porque ella no le había visto el rostro al cadáver. No tenía la menor intención de acercarse desde el otro lado del living hasta el comedor.

El teniente ―no sé si teniente segundo, tercero, o lo que fuere― se retiró hacia su auto policial. El sargento se dedicó a analizar la cerradura de la puerta de la casa y la de la verja del antejardín, y los otros dos uniformados se quedaron acompañándonos en silencio.

―No se ve nada forzado ―dijo el sargento desde la antesala, voy a revisar la parte posterior de la casa.

En ese momento regresó el teniente.

―Vienen en camino a retirar el cuerpo ―nos informó, restregándose la columela de la nariz con el nudillo de su dedo índice. ―Debe haber fallecido hace unos tres días ―agregó, alzando las cejas.

―Cortaron el cable de la cámara de vigilancia, destruyeron la cerradura de la puerta de la cocina. No forzaron la puerta de metal del jardín, pero es muy fácil abrirla con una tarjeta de plástico. Ya lo probé ―informó el sargento, de regreso de su exploración.

―Traiga guantes y una bolsa para guardar evidencias, Riquelme; tenemos que llevarnos la caja ―ordenó el teniente a su ayudante, indicando con el índice la caja de Montecristos.

A la media hora llegó una van con las iniciales SML en grandes letras azules. Son las iniciales del Servicio Médico Legal, que es como el nombre oficial de la morgue.

―Venimos a levantar al fallecido y trasladarlo ―informó el jefe de los dos individuos forrados en delantales blancos, dirigiéndose más a nosotros, que permanecíamos agrupados en los sillones del living, que a los carabineros.

En un par de minutos regresaron con la camilla y entre los dos, colocaron el rígido cadáver sobre ellas y desparecieron por la puerta de entrada de nuestro chalet.

El teniente tomó nuestros datos y anotó la dirección: calle Anaxímenes 475, 'uñoa. Nos dijo que muy probablemente tendríamos que comparecer a declarar lo sucedido. Que nos citarían al juzgado.

―Teniente, quiero pedirle un favor ―dijo mi papá, ―si esto se cuela a la prensa, por favor, no divulguen nuestros nombres ni la dirección de la casa.

―Entendido ―aceptó el teniente Torrealba―, no se preocupe.

Una vez solos, salimos todos a la calle para ver si los vecinos se habían enterado de lo ocurrido. No había un alma en la calle. Supuse que todos ellos seguían aún veraneando en la playa.

―Vamos a comer en la cocina ―dijo el papi. ―Mañana voy a desinfectar la mesa del comedor.

―Yo no quiero saber de nada ―dijo mi mamá, mientras subía la escalera al segundo piso, para desaparecer hasta el día siguiente.

El lunes vino un cerrajero y cambió las cerraduras de la verja del jardín y la de la cocina. Después vino un carpintero que reforzó la pilastra de la puerta con una pletina de fierro, y finalmente vino un técnico de la empresa de seguridad que reparó el cable de la cámara de seguridad. Además, analizó el video hasta el momento que cortaron el cable. Se pudo observar, en la oscuridad de la noche, a dos individuos encapuchados. Uno de ellos abrió la verja del jardín en un minuto. El otro extrajo una escala desde una camioneta estacionada frente a la casa y entre los dos la apoyaron en la muralla, al lado de la cámara. Se vio al que subía con la capucha y las manos enguantadas, tapándose el rostro. Y fin. La fecha: jueves a la 01:33. El cadáver reposó sobre nuestra mesa de comedor dos días y 17 horas. Claro que no sabemos cuándo lo mataron.

II

Durante unas semanas, las conversaciones en nuestro hogar revolotearon alrededor de la aparición del cadáver. Mi papá me explicó que los Montecristo son habanos cubanos de muy buena calidad. Aquí a los habanos les decimos puros. Luego elucubró de que el asesinato había sido por un ajuste de cuentas entre narcotraficantes o debido a una guerra territorial.

―¿Pero por qué lo dejaron en nuestra casa?

―No sé ―me respondió. ―Tal vez para confundir a la policía.

Si como mi papá dice, el asesinato se debió a un ajuste de cuentas, sería lógico que el cadáver debería haber sido depositado en la mesa del comedor de la casa de los rivales. Vale decir, los habitantes de esa casa deberían ser traficantes. Pensé en todas las familias que conocía en el vecindario y ninguna me pareció que eran traficantes de drogas. Pero no soy tan ingenua como para pensar que, si alguna lo fuera, lo revelaría a diestra y siniestra.

No confío en la habilidad investigadora de los carabineros, por lo que me propuse investigar el caso yo misma.

El lunes, inmediatamente después del sábado del narco-hallazgo ―así lo nombré yo y la perífrasis se popularizo entre los miembros de la familia― la noticia apareció en la prensa. Afortunadamente era escueta y discreta. "En una casa de 'uñoa se encontró el cuerpo sin vida de una persona desconocida. La policía investiga el suceso. El desconocido fue víctima de cuatro disparos a corto rango con una pistola calibre nueve milímetros, uno le perforó la frente y los otros tres impactaron su tórax. Se sospecha de un asesinato perpetrado por miembros de una banda de narcotraficantes, aunque esta apreciación es meramente una inferencia". Tres días después la noticia tuvo un seguimiento. Por medio del análisis de las huellas digitales, la policía determinó la identidad del occiso y constató que había cumplido condena de cárcel por un período de cinco años por robo con intimidación con arma de fuego. El asalto lo había efectuado sin cómplices. Había recuperado su libertad hacía tres años, después de lo cual, se le había perdido la pista. Esta fue la última noticia que apareció en la prensa y el caso se lo tragó el olvido.

III

Pronto, en realidad en siete meses más, voy a cumplir quince años. Desde chica me gustó leer libros, la mayoría de la biblioteca de mi abuelo. A los ocho años leí un libro que me hizo reír y llorar: Corazón de Edmundo De Amicis. Después leí de todo, La Isla del Tesoro, Veinte mil leguas de viaje submarino, Martín Rivas, El Socio, El niño que enloqueció de amor, El conde de Montecristo (como el nombre de los puros), por supuesto algunos de los de Harry Potter y muchos otros más, entre ellos El perfume de Patrick Süskind. Nombro esta novela por algo especial; ya verán.

Yo no soy como las demás niñas del curso, o del colegio en general. Yo no le digo a mis compañeras que estoy todo el día leyendo en vez de pegada al celular. Si les digo, me harían burlas. ¿Te crees una intelectual? ¿Un genio?

Yo no fumo marihuana. Cuando tenía doce años y medio la probé. Mejor dicho, traté de probarla para sentir su efecto, pero no me resultó porque no pude inhalar el humo por falta de costumbre, porque tampoco he fumado cigarrillos.

Resalté la lectura de El perfume por una razón. Para aquellos que no lo han leído, se trata de un muchacho que tiene un sentido del olfato súper agudo, incluso mejor que el de un perro, por lo que es capaz de percibir quien se acerca a la casa donde vive cuando la persona está aún a media cuadra de distancia, sin haberla visto.

Yo he notado que las mujeres tenemos mejor sentido del olfato que los hombres. Mi mamá me ha dicho que cuando yo era más chica, tenía olor a té, un cierto tipo de té ―té con aroma a limón, a rosas, a manzana; no sé―. Que mi hermano tenía, y todavía tiene, según ella, olor a leche. En algunas novelas escritas por mujeres, hay personajes femeninos que después de haber perdido al amante en una guerra o por abandono― dicen "todavía me acuerdo y huelo su olor". No estoy hablando ni de fragancia ni hedor, simplemente de olores particulares. Las mujeres no son sólo capaces de identificar a sus hijos puramente por sus olores, ―como una perra o una gata sus cachorros―, pero, además, aseguran que pueden diferenciar entre sus amantes por el olor de su piel.

Unos meses antes de cumplir catorce años tuve una experiencia amorosa que duró dos meses. La primera y única hasta el momento. Y efectivamente me acuerdo muchas cosas de ese muchacho y una de ellas es como olía.

IV

Casi todos los días, a la hora del crepúsculo, saco a pasear a Curzio, que así bautizó mi papá a nuestro fox terrier. Es blanco con algunas manchas negras disparejas. Se supone que esta raza no es de las más inteligentes, pero este perro desafía esa categorización; es de una inteligencia privilegiada. Entiende y obedece a lo menos veinte o más comandos ―varios de ellos en inglés, escogidos por mi papá porque son más cortos que en castellano, y por eso son más fáciles para el perro―, tales como «sit» (siéntese), «daun» (échese), «hola» (salude con la mano), «aut» (salga de la casa), «vamos», etcétera. Por los movimientos del amo o por las etapas del día anticipa las acciones por venir. Basta que me acerque a él en el patio, al atardecer, para que se aproxime al lugar donde cuelga su traílla. Sabe que es hora de ir a pasear. Aunque lo más importante para mí es su actitud de avisar cuando algo inusual sucede. Se acerca a mí con la vista fija en mis ojos, arañando suavemente el empeine de mis zapatos, emitiendo un quejido. Basta que yo diga «ya», para que gire sobre sí mismo y me guíe hacia el lugar donde ocurre algo extraño. Lo hace cuando advierte un perro nuevo en el antejardín de una casa del vecindario, o cuando hubo una mudanza y olores nuevos aparecen en la verja de entrada de una casa, o cuando se encuentra una paloma muerta, o un gato arranca ante la amenaza canina (aunque Curzio nunca persigue a los gatos). Es lo que sucedió una noche, unos dos meses antes de que nos entraran a regalar el cadáver.

Gracias a su buena educación, y a que a esa hora del atardecer casi nadie circula por las aceras de vecindario, dejo a Curzio libre de la traílla. Yo lo sigo a paso rápido y él corretea, se detiene a oler rincones, pasto y pie de árboles, usualmente husmeando con la nariz a ras del suelo. Cuando se da cuenta que yo me he quedado rezagada, regresa corriendo y hopeando su cola me echa un vistazo para que yo apruebe su conducta con un "bien". Esa tarde caminábamos por la calle Anaximandro, que es una calle paralela a la nuestra, cuando Curzio se detuvo frente a la verja de una casa, con la cabeza apuntando hacia arriba, olfateando el aire. Al llegar junto a él encontré la razón de su obvio comportamiento. Un aroma desconocido flotaba en el aire, proveniente de las hojas de los arbustos. Inhalé con ahínco para tratar de descubrir el origen de ese olor. Fue en vano. Curzio y yo sabemos que cada planta tiene su olor característico. ¿Planta nueva?, me pregunté.

―Vamos ―dije, y proseguimos la marcha.

Al llegar a la esquina doblamos hacia el poniente por calle Sócrates y luego hacia el norte, para caminar por otra calle paralela a la nuestra que se llama Platón. Al llegar a la esquina doblamos hacia el oriente para comenzar el retorno a casa, en la calle Anaxímenes.

V

Durante un mes hice de mis sesos un ovillo, pensando en cómo dilucidar el asesinato. Tres hechos estaban claros: La intención de "el" o "los" homicidas era amedrentar a los habitantes de una casa. El homicidio fue por venganza, para ajustar cuentas o para evitar competencia. El occiso fumaba, contrabandeaba, distribuía o vendía puros.

Mi papá es ingeniero calculista y trabaja para una empresa minera canadiense, en sus oficinas aquí en Santiago. Mi mamá también trabaja, pero su actividad no es pertinente; no en relación a esta historia. Estaba yo en mi cuarto, en el segundo piso de nuestra casa, cuando escuché llegar a mi papá. Cierra la verja del jardín sin acompañarla sino empujándola, provocando un ruido metálico característico. En ese preciso instante, extrañamente, Curzio comenzó a ladrar y gemir. De inmediato capté que quería comunicarme algo. «Algo huele mal en Anaxímenes», me dije. Dejé el libro de Agatha Christie tirado en la cama, sin preocuparme de marcar la página que leía y bajé saltando los peldaños de tres en tres. Me lo encontré frente a la puerta de entrada a la casa. Curzio no tiene permiso para entrar a la casa y no lo hace aun cuando la puerta se encuentre entornada. Esta vez, sin embargo, buscó mis ojos y entró corriendo hasta el living, donde mi papá, aún sin haberse quitado su parca, revisaba la correspondencia. Se detuvo frente a mi padre sin dejar de gemir y alternaba su mirada entre los ojos de mi papá, y volteando la cabeza, los míos.

―¿Qué le pasa a este perro? ―preguntó.

―Lo que pasa es que hiedes, papá.

―¿Todavía se huele?

Yo no sabía que en otros países, cuando nace un bebé ―bueno, una guagua―, el padre regala a sus amigos un puro. Es una costumbre que se cree empezó en Estado Unidos, copiando a los indios norteamericanos que la practicaban desde tiempos ancestrales. Luego se propagó a otros países. La costumbre ha ido desapareciendo porque ya no se puede fumar en ninguna parte, menos puros.

El papá me contó que Dennis, un geólogo canadiense que trabaja en la empresa, había recorrido las oficinas regalando puros y anunciando que su esposa había dado a luz un varón. Al término de la jornada, un grupo se había juntado en un minúsculo patio junto al edificio, el que alberga las oficinas de la empresa. Ahí, se habían sentado a fumar sus puros, quedando todos con sus ropas impregnadas con el humo.

―No se inhala ―me aclaró al término de su relato, y extrayendo un tubo de metal del bolsillo, desatornilló la tapa y me mostró el puro, la mitad que no alcanzó a fumar. ―Ven ―agregó, y salimos al patio. Lo prendió, aspiró sin inhalar y exhaló el áspero humo hacia el cielo.

―Es fuerte ―le dije, regresando a la casa. No tenía intención de oler a puro. El olor queda retenido en el pelo.

Finalmente supe como huele el humo de un puro. Esa noche, después de la cena, salimos a caminar con Curzio, esta vez con un objetivo específico. Nos dirigimos a la calle Anaximandro, directamente a la casa en cuya entrada, hace cuatro meses atrás, detectamos, Curzio y yo, el aroma punzante, acre, envolvente, con reminiscencia de humo de incienso y aroma a café tostado de un buen puro cubano, como por ejemplo un Montecristo Nº3. El número de esta casa, en la calle Anaximandro, era 475, idéntico al de nuestra casa, en la calle Anaxímenes.

VI

No fuimos a la comisaría. Fuimos a la policía de investigaciones, sin Curzio, y mi papá pidió hablar con un comisario. No fue fácil convencer al comisario de que el cadáver que apareció en nuestra casa, en calle Anaxímenes 475 estaba destinado a aparecer en la mesa del comedor de la casa de la calle Anaximandro 475, y que antes de su deceso, el fulano fumaba habanos cubanos y que había estado en esa casa dos meses antes que lo mataran.

Epílogo: Los habitantes de la casa de la calle Anaximandro resultaron ser una familia común y corriente de clase media de 'uñoa. Pero la policía de investigaciones no quedó satisfecha con las apariencias. Hurgando en cuentas bancarias, en el teléfono celular y en documentos, encontraron que el dueño de casa, fuera de su negocio de exportaciones de productos de artesanía chilena, se dedicaba al lavado de dinero de procedencia ilícita y era el encargado de trasladar las suculentas sumas de dinero que, desde otros barrios menos "acomodados", llegaban hasta su casa de buena familia en 'uñoa y trasladarlos a bancos extranjeros, para después reingresarlos como ganancias lícitas al país.

¿Quién era el occiso y quiénes fueron los asesinos? Nos enteramos por la prensa que el fumador de puros trabajaba para el dueño de casa y era el encargado de trasladar el dinero en efectivo que le entregaban los narcos al hogar en Anaximandro 475. Aparentemente el sujeto recortaba parte del dinero para su propio acervo, más de lo que los narcos estaban dispuestos a compartir, por lo que decidieron eliminarlo.

―¿Por qué los narcos deseaban dejar el cadáver en la casa del exportador de artesanías? ―Le pregunté al papá.

―Seguramente los narcos querían advertirle al dueño de casa que él tampoco debería recortar más de lo acordado, caso contrario, el próximo en aparecer sobre una mesa sería él, con una figurita de Quinchimalí sobre el pecho ―dijo mi papá,

Acotación: Fue injusto que mi papá, en vez de Curzio, el sabueso, el Hércules Poirot de esta historia, no pudiera contar sus pesquisas, las que a la postre dilucidaron el caso. Estoy convencida que el humano habría sido incapaz de interpretar sus gemidos.

Este cuento ha sido publicado en el décimo segundo número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl

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