Antonio llegó a tener decenas de relojes en casa y ninguno de ellos marcaba la hora correcta. Es más, a él le gustaba que mientras más disparatadas fueran las horas de cada reloj, tanto mejor. Antonio dedicó treinta y dos años a la relojería, y al jubilarse -con una pensión miserable que lógicamente lo obligó a seguir trabajando-, sus colegas se espantaron cuando en su discurso de despedida renegó de su otrora tan querido oficio:
– Compañeros ingenieros de la medición del tiempo, temo decirles que nuestra tarea se ha vuelto aciaga con el paso de los años. El ser humano se ha vuelto esclavo de las horas que nosotros le ayudamos a contar; ha hipotecado su felicidad en función de seguirle el tranco a los minuteros, y se dirige irremediablemente hacia su ruina, caminando en la misma dirección hacia la que apuntan las agujas de sus relojes. Estos endemoniados artefactos, queridos colegas, nos han arrebatado la libertad, y junto con ella, la vida misma.
Indignados, algunos de los presentes intentaron subirse al podio para agredirlo. Sin embargo, fueron detenidos por los encargados de seguridad del Sindicato. Esto lo aprovechó el viejo Antonio para seguir disparando contra su propia labor:
– Esclavos, sí, es eso lo que somos. Hoy he tomado la decisión de no volver a respetar horario alguno. Interpretaré la información de los relojes con la misma abstracción que cuando se contempla una obra surrealista. Para salvar nuestras vidas del orden maldito de la numeración, habremos de bogar por una interpretación libre de los relojes, y por la subordinación de este despreciable invento al control humano. Nosotros, ¡sí, nosotros!, gobernaremos nuestro tiempo, y con ello estaremos recuperando lentamente nuestra razón de vivir.
La cena de despedida fue cancelada, pero Antonio volvió a casa con una fuerte determinación: se exorcizaría del paso del tiempo. Compró provisiones suficientes para resistir varios días con sus respectivas noches, atrasó algunos de sus relojes y adelantó otros; resolvió olvidar los conceptos de segundo, minuto y hora, y con suerte se dejó conducir a través del día a día por la posición del sol o siguiendo las fases de la luna. Solo al cabo de algunas semanas se atrevió a volver a poner los pies en la calle. Lucía más barbón, a ratos también un poco errático, pero hubo unanimidad entre sus colegas que nuevamente lo acogieron, en que el viejo Antonio parecía tener su alma diez años más joven que cuando se fue.
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