No sé cómo sucedió, pero a la primera ojeada sobre el edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu.
"El hundimiento de la casa Usher", Edgar Allan Poe
Julia Guzmán Watine / Trazas Negras
I
― Pensé que no vendría― dijo Angélica, mientras abría el candado oxidado del portón de acceso. La cadena volvió a enroscarse y el candado nuevamente se cerró. ― Es más seguro así.
― La llamé para avisar que llegaría tarde, pero me derivaba a buzón de voz― dijo Ester Molina en tono de disculpa y algo intimidada por la señora que la recibía: de pequeña estatura, ágil, de más de sesenta años, mirada verde y nariz prominente― Es lejos San Alfonso, calculé mal y los viernes por la tarde se hace difícil el traslado.
― Aquí no hay señal.
La casa ocultaba el cielo; el follaje de los árboles producía un efecto sombrío, funesto. La sensación de abandono se instalaba también en su interior. El fuego de la chimenea ahumaba el ambiente iluminado por dos lámparas de mesa, que solo expandían un halo mezquino de luz. El mantel estaba sucio. Un par de sillas incómodas se repartían en el salón y un sofá desteñido se encontraba frente a un ventanal sin cortinas. Ya estaba cayendo la noche; el exterior desaparecía de a poco. No se distinguía ninguna luz cercana porque la ventana principal daba hacia el río Maipo, que se escuchaba estrepitosamente.
Angélica sirvió vino y dos empanadas. Ester bebió y encendió un cigarrillo.
―¿Usted es profesora?
― No, lo fui hace un tiempo, pero me enfermé. Era mucho trabajo. Me ofrecieron el puesto de bibliotecaria en el mismo colegio. Llevo casi cuarenta años; y siete de ellos en mi nueva función.
― Mucho tiempo...
― Estaba bien hasta que cambiaron a la dirección de mi colegio. Llegaron unas tipejas de familias grandilocuentes, en sendos autos de lujo, a desarmar todo lo que habíamos construido. Echaron a ex alumnos que trabajaban como docentes, sin tomar en cuenta que éramos una familia. Destruyeron el espíritu de nuestra escuela con discursos exitistas e incluso religiosos. Quieren que me vaya; ya podría retirarme, pero con mi jubilación no llegaría ni a la primera semana. Usted sabe.
― ¿Y por qué me llamó? ¿Qué puedo hacer por usted?
― Me acosan. Quieren que me vaya y me hacen la vida imposible. Al comienzo pensaba que era paranoia, pero después me di cuenta de que era una persecución sistemática.
― Deme ejemplos― Molina ya llevaba dos cigarrillos y dos copas. Se acordó de su empanada fría y con gusto la devoró mientras Angélica le respondía.
― Se me extravían objetos; un día, una rueda de mi chatarra estaba rajada, no pinchada: vandalismo puro; se pierde el libro de clases cuando tengo que hacer una hora de biblioteca. Podría seguir...
― Prosiga, por favor. No me imagino a una directora malogrando una rueda.
― No se deje llevar por las apariencias, joven― hizo una pausa para encender un cigarrillo― Me han mencionado mi atuendo, mi aspecto descuidado; me han gritoneado delante de los alumnos. Luego vinieron los requerimientos absurdos, como que le hiciera dos horas a la semana a todos los cursos del colegio. ¡Se imagina! ¡Me faltaban horas! Cuando se dieron cuenta de la incapacidad práctica, me bajaron a 45 minutos. Eso toma gran parte de mi tiempo en biblioteca. Me alargaron el horario con el mismo sueldo, aduciendo que era una necesidad dada mi poca disponibilidad por mis horas frente a curso. Llevo un par de meses con esa modalidad y de esa forma me están convenciendo de que deje el colegio. No sé si me dé el cuero para aguantar todo el año en esas condiciones.
― ¿Qué debo hacer yo?
― Quédese hasta el lunes conmigo y acompañarme al colegio, Ester. Inventé una actividad en la que llevaré a una detective privada de verdad. Cuente una anécdota o dos a los cursos que nos visiten a la biblioteca. Ellos tendrán que redactar después un cuento. Usted se fijará en el trato de mis jefas, en algún detalle que me sirva para realizar una denuncia en la Inspección del Trabajo.
― ¿Y su sindicato?― preguntó Molina, mientras Angélica le rellenaba su tercera o cuarta copa.
― No hay en el colegio. Al comienzo nos parecía que no era necesario. Cuando llegaron estas brujas, pensamos en formar uno, pero de a poco se deshicieron de los elementos díscolos más baratos, de escasos años de servicio. Entre ellos, ex alumnos estupendos como profesionales, ya se lo había mencionado.
― Me parece bien lo que plantea ― Molina hizo una pausa― pero no estaba planificado quedarme todo el fin de semana aquí. Tengo obligaciones en Santiago.
De pronto, se levantó un viento fuerte que estremeció la casa y comenzó a llover.
― Las precipitaciones tampoco estaban pronosticadas― respondió Angélica y luego cambió de tema como si siguiera espontáneamente el curso de sus pensamientos― A pesar de que la literatura es mi pasión, ya no leo novedades, me he quedado en los clásicos, sobre todo en poesía.
Ester Molina estaba mareada.
― Me da envidia leer bellas poesías de gente más joven que yo― continuó Angélica― me produce desazón que escriban poemas más hermosos que los míos―la profesora encendió otro cigarrillo― Cuando empiezas a envejecer, cuando te das cuenta de que te has equivocado gran parte de tu vida, te hace mal la poesía que te gusta; es insostenible, insoportable. Sobre todo si también escribes y no lo suficiente.
Molina de pronto se sintió incómoda. Angélica no le agradaba. No había bebido ni una pisca de su vino y rellenaba compulsivamente la de su visita. Había humo en el ambiente, mucho humo, probablemente por una obstrucción en la chimenea. Cesó el viento, la lluvia. El silencio le parecía extraño. El caudal se imponía cuando llegó y antes del breve chaparrón. De pronto, el Río Maipo no se escuchó más.
II
― Despierte, holgazana. Durmió toda la mañana.
Ester estaba acostada en una habitación de la planta baja. No se explicaba cómo había llegado a ese lugar si lo último que recordaba era su incomodidad en el comedor.
― Tengo pan amasado, queso fresco y café con leche― dijo Angélica― está todo servido.
― Gracias.
― Todavía no sé si va a aceptar mi encargo.
Molina no había decidido nada aún. Le parecía deshonesto y descabellado seguir el juego de su posible clienta; se sentía mal por pegar en la pera a Angélica. Sin embargo, no realizar esta extraña pesquisa le parecía un desaire; significaba unirse a la mentalidad perversa de las nuevas generaciones que ella también detestaba. Pero también persistía su desconfianza porque a Molina le parecía que Angélica tenía algo entre manos; algún plan macabro, algo andaba mal en esa casa y en esa cabeza, no le cabía duda. De modo que, mejor sería irse y arreglárselas para llegar al colegio de Angélica en San José de Maipo, el lunes por la mañana.
Molina comenzó a explicarle los planes a Angélica y ella la interrumpió.
― Pero si ya se está asando la carne.
Le señaló un lugar en el jardín donde la parrilla a gas hacía lo suyo.
― Imposible negarse ― dijo Molina dividida entre la promesa de una buena carne y su necesidad de decidirse de una vez por todas y partir.
Salieron al patio y, sobre las gigantescas secuoyas, el sol estaba de adorno. La detective bebió la primera copa, la segunda; al parecer se quedaría. La carne deliciosa y Molina se sentía de mejor humor que a la víspera. Ya sin sospechas, le dijo a Angélica que recitara algunos de sus poemas y la anfitriona no se hizo de rogar. A medida que se sucedían los versos, Ester se preguntaba si eran conmovedores o grotescos. En las pausas se servían más carne; Molina, más vino y cigarrillos en abundancia. Para Ester ya era imposible concentrarse en el sentido de las imágenes, todo parecía un sueño extraño.
― Si no la quieren en su colegio, ¿por qué no la despiden?
― Llevo casi 40 años, soy muy cara. El colegio se iría a la quiebra. Espero que me saquen en un cajón.
― ¿Usted tiene familia por aquí?
― Estoy completamente sola, porque mi familia es de Villa Alegre. Tengo unos pocos amigos repartidos por el Cajón del Maipo.
De nuevo se instaló el silencio. Sentía simpatía por Angélica, por su trabajo, por lo mal que lo estaba pasando y las humillaciones que probablemente tenía que vivir a diario. Sin embargo, cuando le ofreció un pedazo de pastel de manzana y no entendió una negativa, le dio rabia. Sentía que iba a explotar de tanto comer y pensó que no porque fuera víctima de una sociedad despreciable, la señora tendría que ser buena profesora o bibliotecaria. La maldad de la directora y sus secuaces, no convertían a Angélica en buena persona. Luego venía a su mente su situación en desventaja en un mundo competitivo y cruel. De suerte que mientras comía sin ganas un enorme pedazo de kuchen de manzana, Molina hacía debatir sus consideraciones sobre Angélica.
La mansión estaba fría cuando entraron. La dueña de casa encendió la chimenea. Fumaron unos cigarrillos y luego Angélica le ofreció a Ester pan amasado con queso.
"Esta vieja me está engordando, me quiere comer" se dijo Ester.
III
Mientras Molina vomitaba, tuvo la impresión que el río se había callado. O, tal vez, eran sus arcadas las que apagaban el caudal del Maipo.
De pronto escuchó un disparo.
La detective subió la gran escalera y se dirigió al único dormitorio con luz. La encontró con la cabeza perforada certeramente. Angélica dejó una nota que exculpaba a Ester, señalando que la retuvo el fin de semana para que la encontrara y diera aviso antes de que se descompusiera. Así de despiadada era la soledad. También explicaba su situación laboral. Era un obstáculo para otras vidas, otros modelos de enseñanza, nuevas lecturas complementarias. Era un escollo para el maldito progreso y eso sí que se lo hacían sentir. Nunca le había gustado enseñar en una sala de clases o la biblioteca, solo intentaba ser profesional y ya ni eso estaba en sus posibilidades. No quería más vejaciones delante de aquellos hijos o nietos de los que fueron sus primeros alumnos. Describía a sus jefas y narraba el maltrato que padecía. No dejó a títere con cabeza. Era imposible rebobinar, hacer marcha atrás. Era inviable la existencia en su presente o la vida en miseria, si es que se retiraba.
Molina llamó a su amigo de Investigaciones desde el teléfono fijo. Con el suicidio de Angélica se expresaba la derrota en su máxima expresión, con ansias de justicia póstuma. La necesidad de inmolarse para ser escuchada era el reflejo de un desmoronamiento irrevocable. Ni Molina, le había creído; en algún momento pensó que podía ser delirio de persecución o paranoia.
Pero Angélica se traía algo entre manos para tener a sus acosadoras con insomnio un par de meses. Había maquinado una venganza incriminatoria que se filtraría en sus vidas hasta que la típica apatía y ensimismamiento ganaran nuevamente la partida; hasta que se impusiera la crueldad perenne, esa que pone el pie encima y aplasta mientras se pueda.
Este cuento ha sido publicado en el cuarto número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl
Imagen de contexto: Pintura de Mercedes Rubio Barrios