De presos a cooperativistas

Quien sale en Argentina de la cárcel está solo y sola. El Estado condena pero poco ayuda a la resocialización. Una iniciativa de liberados busca autoayudarse y se convierte en un modelo de resocialización en todo el país.

Por Malte Seiwerth

En el ambiente hay chispas, humo y mucho ruido de máquinas. En una antigua bodega de la calle Atuel de Buenos Aires están construyendo una pequeña torre de agua de acero. Hombres con tatuajes y cicatrices en la cara cortan y soldan las barras de metal. El almacén es viejo, un poco destartalado, el suelo negro por la suciedad, pero en la pared del fondo de la sala brilla un mural de una cadena de hierro rota, junto a la cual figura el nombre: Organización de Rama de los Liberados y sus Familias, parte del Movimiento de Trabajadores Excluidos (MTE).

Justo al lado, una de las pocas mujeres. A pesar de su pequeña figura, Nora Calandra parece imponente, su aspecto es seguro. Cuando llega al taller, la saludan con alegría; se conocen y se estiman.

Los hombres y algunas mujeres están unidos por una condena de prisión establecida, algunos sólo unos años, otros más de una década. Son historias de pobreza, de penurias y drogadicción, pero también de adrenalina que les han llevado a la cárcel. La salida para todos ellos es organizarse juntos, aquí encuentran un trabajo, redes sociales, amistades y ayuda mutua.

Hace más de cuatro años, este sencillo taller fue un punto de partida del movimiento cooperativo de liberados que querían salir juntos del círculo de la violencia. Crearon una nueva realidad, primero para ellos y luego para los demás. Hoy en día, planean dar forma a la política de resocialización del Estado.

 

 

Sobre ladrones y bandidos

Todo comenzó hace unos cuatro años con José Ruiz. El hombre de 36 años estuvo detenido por más de diez años en la cárcel. ¿Por qué? Por robo y otras causas, pero prefiere no decir más sobre ésto, demasiadas veces su pasado le vuelve un tronco. Lo que importa, es el hoy, hoy es una de las personas más importantes detrás del proyecto cooperativo de liberados.

Ruiz está sentado detrás de la mesa de su oficia ubicada en una sencilla casa de un barrio popular en el municipio de Pilar, Buenos Aires. Es propiedad de su familia, pero con el tiempo se ha convertido en la oficina central y el lugar de reunión de los liberados, que se organizan en varias cooperativas dentro de la comuna.

La gente entra y sale, saluda a Ruiz, le susurra al oído y sigue adelante. Vienen voces fuertes de la puerta de al lado, el precio de la harina sería demasiado alto, dice una persona, cómo se puede seguir ganando dinero así, pregunta otra. Ruiz mira hacia la puerta y dice con una sonrisa: «eso también forma parte de la autogestión".

Alrededor de 300 personas trabajan en el barrio de Pilar. Hay talleres de soldadura, carpintería, panaderías y de reciclaje, todos ellos gestionados como cooperativas por liberados. Trabajan juntos y se reparten los beneficios al final de la semana. También hay apoyo social, pero más adelante hablaremos de ello.

«Se trata de la impotencia que tienes cuando sales de la cárcel», dice Ruiz. Porque los que salen de la cárcel en Argentina están solos. Es difícil encontrar trabajo, vivienda, o mantener contactos sociales. La mayoría de los liberados vuelven a una familia rota. A menudo se quiebran bajo la carga de acompañar a una persona en prisión, porque debido a los directores corruptos de las cárceles, suelen ser las familias las que tienen que hacerse cargo de la alimentación del preso, dice Ruiz.

El que alimentaba a la familia se convierte en el mantenido durante el tiempo en prisión. Uno se convierte en una carga y lo siente cuando vuelve. Para muchos, volver a la delincuencia es la salida más fácil. Apenas hay apoyo estatal para la reinserción. Como nadie sale del ciclo de la violencia, la población encarcelada crece constantemente. A finales del año 2019-2020, las cifras oficiales hablaban de 100.634 personas en prisión, un 75% más que sólo diez años antes. Así, en la actualidad hay 243 presos por cada 100.000 personas en Argentina; una cifra muy similar a la de Chile.

José Ruiz vivió todo esto de primera mano. Buscó ayuda en el gobierno local, pero no pudieron darle más que paquetes de comida, tuvo un buen trabajo por poco tiempo, hasta que le pidieron entregar sus antecedentes penales, «lo miraron, me preguntaron por qué había mentido y me echaron», relata Ruiz. Empezó a robar de nuevo y fue enviado a prisión otra vez.

Durante su segundo encarcelamiento, empezó a imprimir camisetas con amigos y a venderlas a empresas: con un teléfono móvil, se encargó de las ventas desde su celda, y sus compañeros ya liberados se encargaron de la producción. Mientras estaba en prisión, ganaba dinero y podía comprar regularmente un asado a sus compañeros. Cuando por fin lo liberaron, se incorporó directamente a la rutina laboral y ya tenía ingresos. Hoy en día, esta experiencia sirve como ejemplo.

Al cabo de un tiempo, el MTE ofreció a Ruiz ocuparse de los antiguos presos dentro de la organización de base. El MTE se formó originalmente por recolectores de cartón que se unieron contra la persecución estatal y para mejorar las condiciones de trabajo. Hoy en día es un movimiento cooperativo y gremial en el que los trabajadores precarizados se unen y producen sus productos juntos: Ya sea en la tierra, el reciclaje, la costura o la carpintería.

Ruiz sonríe y dice luego de haber conversado mucho se decidió de crear una organización aparte, separada de las demás cooperativas. Su argumento: «Los presos liberados tienen sus propias necesidades, uno sale de la cárcel totalmente destrozado psicológicamente y definitivamente necesita un acompañamiento especial». Fundaron su propia rama de liberados.

En su recorrido, son acompañados de cerca por trabajadores sociales, psicólogos y científicos sociales, al igual que la cooperativa de panadería de la habitación de al lado. Hortensia Fleitas, trabajadora social, se sienta junto a los miembros en disputa. Después de la reunión, dice que está allí para ayudar a la comunidad a resolver problemas, pero también para ocuparse de cuestiones cotidianas, como la solicitud de un carnet de identidad.

Ruiz aprecia mucho este trabajo. También porque muchos presos salen de la cárcel muy individualistas «en la cárcel te ocupas de ti mismo, la comunidad no tiene sentido». Cree que los «académicos deben acompañar, ayudar y apoyar, pero nosotros lideramos, sabemos mejor lo que necesitamos». A diferencia de muchos otros proyectos sociales, los afectados deben decidir por sí mismos y no por otros lo que es mejor para ellos.

 

Ser mujer y encarcelada

La vida cotidiana en la cárcel y las historias que se cuentan están dominadas por los hombres. Pero el número de mujeres y personas trans en las cárceles argentinas también está creciendo constantemente. En 2021, la Oficina Argentina de Protección de los Derechos Humanos de los Detenidos, habló de 4526 «mujeres, trans y travesti» encarceladas en las prisiones argentinas. El doble que 20 años antes. Más de un tercio cumple condena por posesión y tráfico de drogas, y otra cuarta parte por robo.

Muchas mujeres sufren violencia sexual, dentro o fuera de la cárcel. Los expertos coinciden en que las mujeres presas sufren una exclusión social aún mayor que los hombres.

Nora Calandra era una de ellas. La mujer de unos cuarenta años se sienta en el patio del taller de Atuel y cuenta su vida. Es su historia, dice, para así no hablar de intimidades y problemas de los demás. A muchas personas les resulta difícil hablar de sus experiencias, y menos aún quieren que se cuenten.

Como madre soltera, Calandra intentaba sacar adelante a sus hijos por de delitos menores. En 2010, fue capturada y enviada a prisión. Un evento impactante. Calandra dice: «en la entrada de una cárcel de hombres, las mujeres hacen cola para visitarla, en la entrada de una cárcel de mujeres también hay sólo mujeres, pero mucho menos. Los hombres están ausentes en ambos casos». Calandra no quería que sus hijos y su madre la visitaran en la cárcel. Deben recordar a su madre desde fuera, sin rejas ni registros degradantes.

Sólo su pareja de entonces venía a visitarla de vez en cuando. Durante su encarcelamiento, Calandra se quedó embarazada y dio a luz a su tercer hijo en 2012, encadenada a la cama. Según la ley argentina, las madres encarceladas pueden tener a sus hijos con ellas durante los primeros cuatro años. «Decidí tener a mi hijo conmigo durante dos años, tras los cuales viviría en libertad». La maternidad volvió a cambiar su visión de su propio futuro, quería luchar por una vida mejor para ella y sus semejantes a partir de ahora, dice Calandra.

En 2016, salió de la cárcel. Todo había cambiado en los seis años de prisión: «Mis hijas ya no eran niñas» Hubieron nuevos problemas. Y para ella era una libertad sin herramientas para vivir. Ella y muchas otras no sabían cómo ganar dinero, dónde vivir o cómo comunicarse con los demás. A partir de ese momento se involucró en los derechos de las mujeres encarceladas, en 2018 conoció a Ruiz, y desde entonces comenzaron a trabajar juntos.

Para Calandra, hay una diferencia con el trabajo de Ruiz, «los hombres siempre dicen: el trabajo correcto proporcionaría una vida digna. Pero no es tan sencillo». Para las mujeres, el trabajo asalariado no lo es todo. A menudo hay violencia intrafamiliar o problemas para cuidar a los niños. ¿Cómo se puede conciliar todo?

En realidad, el Estado debería intervenir aquí, pero no lo hace. Calandra afirma que existe un problema básico: «Cuando el Estado está ausente, las bandas de narcotraficantes intervienen y el círculo de la delincuencia se cierra». El Estado sólo es punitivo cuando se trata de las pobres, «la mujer de los barrios populares aparece a los ojos del Estado en cuanto comete un delito, no antes», dice Calandra.

 

Multiplicando esfuerzos

Tanto Ruiz como Calandra cuentan lo importante que fue que tuvieran acceso a la educación durante su estancia en prisión. Fueron estudiantes y profesores comprometidos quienes empezaron a trabajar con ellos. Allí se enteraron de sus derechos y de que su castigo era la privación de libertad, mientras que la violencia, la falta de alimentos y otras vejaciones violaban sus derechos básicos.

Hoy en día, hay iniciativas en todo el país que copian su experiencia; Ruiz y Calandra se han convertido en coordinadores de esta enorme organización. Crece casi a diario, se abren nuevos talleres y se amplían otros.

Desde hace tiempo, también colaboran con las autoridades estatales. Las municipalidades aportan terrenos y almacenes o compran la producción y así se aseguran el financiamiento.

Jose Ruiz cuenta que también están trabajando con las prisiones y fundando las primeras cooperativas en ellas.  «Hay una gran demanda, los presos quieren aprender algo y trabajar». En estos casos, el dinero generado va directamente a las familias de los presos.

Esta iniciativa cierra una brecha, diceRuiz , «sacamos a los presos directamente de la cárcel, les enseñamos un trabajo allí y en el momento de la liberación se hace cargo de ellos una cooperativa fuera de la cárcel». De este modo, habría menos peligro de que se repitan los viejos patrones cuando recuperen la libertad.

El objetivo de la organización es contar con una ley que formalice la resocialización aplicada por los cooperativistas y apoye su aplicación a nivel nacional. Aunque las cooperativas y la organización nacieron por necesidad, los activistas coinciden en que lo hacen mejor de lo que podría hacerlo el Estado, por lo que éste no debe seguir asumiendo las tareas, sino fomentando las cooperativas.

Esto, según Calandra, sería un ejemplo para toda América Latina. Recientemente estuvo en Colombia y presentó su trabajo allí. Dice que «los compañeros estaban fascinados porque allí no hay nada parecido».

 

Artículo originalmente publicado en Daslamm

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