La tramitación del segundo retiro del 10% de los fondos previsionales desde las AFP se ha convertido en una maquinación del Gobierno y el empresariado tendiente a condicionar el uso de los dineros por parte de los cotizantes, aplicándoles impuestos e imponiendo absurdas medidas de devolución. Esta disputa política se ha transformado en una contienda legal, pues el presidente ha optado por recurrir al Tribunal Constitucional en su afán por imponer sus condiciones. A tal extremo llega el despojo que el empresariado y la derecha gobernante consideran como propios los fondos previsionales de los trabajadores y trabajadoras, por ello actúan con tal desfachatez y arrogancia.
Al mismo tiempo que desde La Moneda instruyen perdonazos y beneficios tributarios a consorcios y grupos empresariales, el gobierno de Piñera se empeña en aplicar impuestos a los retiros de fondos previsionales de los cotizantes. Mano larga y manga ancha para los super ricos y castigo para la gente trabajadora que necesita hacer uso de sus ahorros para sobrellevar la crítica situación económica que ha generado la colusión gobierno-empresariado. Esta alianza del poder agrede sin límites y en todos los terrenos posibles a la población desprotegida.
Junto con apropiarse de los dineros de la clase trabajadora, la alianza del poder - con la cooperación y complicidad de la corrupta clase política - niega la posibilidad de que el Estado asuma un rol de protección social de los ciudadanos. A raíz de la pandemia del Corona virus quedó en evidencia la carencia absoluta de garantías sociales para proteger las condiciones de vida de los trabajadores y trabajadoras, de los vulnerados, de los sectores más desprotegidos de la sociedad, de los enfermos, de la población en su conjunto. Lo que ya había sido denunciado por el Estallido Social, se vio dramáticamente agravado por la realidad con el arribo de la pandemia sanitaria. La causa no se origina en la enfermedad ni la provoca el virus por sí mismo, sino que radica en las características del modelo de dominación imperante, en las erradas decisiones gobernantes para enfrentar la crisis sanitaria, en la implacable protección del gran empresariado en que está empeñado el gobierno.
La indefensión social en que el Estado deja a la población, el abandono en que el pueblo enfrenta la emergencia, lleva a los ciudadanos a tener que asumir riesgos sanitarios para buscar formas de sobrevivencia. El gobierno nunca quiso poner topes o fijar las tarifas de los servicios básicos (agua, luz, gas, telefonía, internet, transporte público, bencina, parafina), ni congelar temporalmente el cobro de estos servicios, ni fijar límites de precios a los artículos de primera necesidad de una canasta básica de alimentación, ni condonar las deudas de créditos CAE, ni congelar ciertos créditos habitacionales, reforzando la condición de esclavitud de la clase trabajadora, forzándola al endeudamiento, sometiéndola a las disposiciones de un mercado despiadado cuya única finalidad es acrecentar las ganancias de los grandes empresarios. Menos aún se ha avenido esta administración a establecer un salario básico universal que permitiría a la gran mayoría de la población enfrentar de mejor manera los perjuicios económicos y sociales de la pandemia y, sobre todo, aplicar efectivas medidas de confinamiento para evitar verse afectados por la enfermedad del Covid-19.
No solo la clase trabajadora asalariada bajo condiciones de contrato es la que ha sido dañada por este abandono del Estado, sino también la masa trabajadora precarizada, temporera y ambulante que han visto deterioradas sus condiciones laborales y, por ende, su condiciones y calidad de vida sin tener a cambio ninguna ayuda permanente del gobierno. La carencia de una renta básica universal se hace evidente cuando se observa la realidad de este sector laboral; por la misma razón, en diversas comunas y localidades, los trabajadores ambulantes, el comercio minorista, los artesanos, los comerciantes ocasionales, se han visto obligados a salir a las calles a realizar acciones de protesta e intentando generar formas de ingresos económicos para sobrevivir, exponiéndose a los riesgos de contagio y sus consecuencias.
El empecinamiento de no otorgar ayudas permanentes ha significado una profundización de las condiciones de abandono en que ha quedado la población. Las consecuencias de la cesantía, de la inestabilidad laboral, del abuso patronal, no le permiten a la ciudadanía enfrentar la situación de epidemia con los necesarios resguardos y las suficientes medidas de prevención. Al gobierno no le importa pues esta realidad se produce en el país real y no en el espacio físico y social donde habita la burbuja de los poderosos; los muertos, sean por el Covid-19 o por el actuar represivo del Estado, los sigue sufriendo el pueblo.
Agrava la desfachatez gubernamental el hecho de que estas carencias, limitaciones y restricciones se instauran en simultáneo con maniobras destinadas a la protección de los poderosos y al aumento del enriquecimiento de los más ricos, incluido el propio presidente Piñera. Al tiempo que el gobierno se empeña en cuestionar o impedir el retiro de los fondos previsionales, los negociados en las AFP siguen incrementando las ganancias del mandatario; tal como ha sido denunciado públicamente en días recientes, el señor Piñera no ha tenido empacho en dar curso libre a sus negocios y triangulaciones destinadas a incrementar su billetera personal a partir de los dineros de los cotizantes en las AFP, en particular en aquella en la que tiene radicados sus intereses, una buena parte de sus inversiones manejadas bajo la figura ficticia del "fideicomiso ciego", que de ciego no tiene nada. Eso puede explicar la tozudez gobernante para negarse a los retiros.
En un país decente, este escándalo significaría la renuncia a cualquier cargo público de la persona involucrada, con mayor razón si ese cargo es de la importancia de una jefatura de Estado. Al menos significaría la petición de renuncia por parte de la clase política; o acarrearía la solicitud de inhabilidad por parte de las instituciones del Estado destinadas a la administración política. Pero eso ocurre en cualquier país decente, con sentido de la democracia, de la transparencia y del servicio público. No sucede en Chile, el país en donde reina la cultura de la impunidad, el poder de los corruptos, la protección mafiosa de los infames. En nuestra realidad los políticos se encubren entre ellos, se tapan y exculpan los delitos unos a otros, se lavan las manos y se limpian de culpas, sucesiva y reiteradamente, estableciendo el dominio de la impunidad y el salvataje.
En ese escenario de impunidad, Piñera y los de su especie, se sienten y actúan a sus anchas sabedores de que nada ni nadie de la clase política podrá cuestionar sus acciones. En un terreno minado por la corrupción, el cohecho, los fraudes, las malas prácticas, se producen demasiados favores por pagar, obligaciones pecuniarias que responder, devueltas de mano que tributar. La prevaricación administrativa es un detalle sin importancia cuando se trata de la influencia del dinero y de medir las actuaciones por el alcance del negocio.
La conducta dominada por esta cultura de la impunidad se aprecia también en el doble estándar con que la autoridad política y judicial pondera el actuar legal de las personas. Dependiendo del origen social y del respaldo económico que tengan los eventuales infractores, será como juzguen las conductas y actuaciones de los individuos. Un mismo hecho será calificado como delito terrorista si es protagonizado por gente del pueblo y como acciones pacíficas si los autores son personas cercanas a la burbuja del poder, bandas de ultraderecha o individuos de la élite; un mismo objeto será catalogado como armamento peligroso o arma de guerra si es encontrado en manos del pueblo, y como "utensilios sin importancia" si los portan los amigos y activistas de la burbuja del poder.
En un país decente, un funcionario que establezca tal nivel de segregación en la forma en que califica hechos, situaciones u objetos similares sería separado de sus funciones en breve plazo, debería renunciar si tuviese un mínimo de decencia, cuestión que no ocurre con el Subsecretario del Interior Juan Galli. Y si alguien tuviese la osadía de acusarlo, estarán prestos los integrantes de la alianza política gobernante para salir en su rescate, con la colaboración servil de ciertos nefastos parlamentarios concertacionistas, como ha ocurrido en actuaciones recientes respecto de Víctor Pérez y el propio Piñera.
De modo que este circo de la impunidad institucionalizada le brinda protección no solo a individuos como Galli sino a los grupos terroristas de ultraderecha que ya fueron puestos en libertad. El doble estándar es grotesco y desfachatado si constatamos que, al mismo tiempo, los luchadores sociales del estallido que han sido aprendidos por las perniciosas fuerzas policiales y sometidos a proceso, llevan meses y meses en prisión preventiva, castigados con esta figura penal aplicada por prevaricadores y segregacionistas tribunales judiciales.
El ciudadano común no se explica cómo un gobierno tan nepotista y autocomplaciente como éste encabezado por Piñera y una clase política tan descompuesta como la que adorna el Congreso, los salones de la institucionalidad y los pasillos del lobby, pueda pretender perpetuar este modelo anacrónico y perpetuarse a sí mismos y sus privilegios. Luego dirán que no lo vieron venir.
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