Al cumplirse 51 años del fatídico Golpe de Estado de septiembre de 1973, seguimos viendo y sufriendo los efectos de la cruenta asonada derechista sobre los destinos del país. El derrocamiento del gobierno popular de Allende y la feroz arremetida uniformada en contra del pueblo chileno fue solo el comienzo de una larga noche que asoló el territorio nacional y cuyas consecuencias han perdurado, por décadas, más allá de lo razonable.
A contrapelo de los valores libertarios, populares, independentistas, latinoamericanistas, que representaba el imaginario y el ejercicio del gobierno popular de Allende, el actual gobierno hace gala de una vergonzosa sumisión al imperio, de servilismo lacayo ante los poderosos, de subordinación a los intereses de las corporaciones transnacionales, asumiendo y repitiendo cual marioneta las poses y voces que los amos le dictan. A más de 34 años de postdictadura, o más bien del pedregoso trasiego de una democracia mal nacida, pareciera ser que las expresiones políticas de lo que antes fue izquierda y partidos populares, de lo que antes fue progresismo y democracia, hoy son una parodia absurda, confundidos entre la vorágine de corrupción, cooptación y descomposición conque la dictadura dejó impregnada a la clase política derechista y, por chorreo, a todas aquellas corrientes y vertientes que se sumaron a la farsa de la transición democrática, que nunca ha dejado de transitar hacia ninguna parte.
El modelo de dominación instaurado por la dictadura solo ha llegado a ser cuestionado por las movilizaciones populares desarrolladas por algún tiempo desde octubre de 2019, pero aquello no llegó a traducirse en el cambio de fondo que las necesidades de la población ponían de manifiesto. Por el contrario, las diversas corrientes de la descompuesta clase política y los poderosos grupos empresariales se empeñaron en bloquear las posibilidades de cualquier transformación y en potenciar a los sectores más retardatarios de la derecha y más conservadores del concertacionismo para defender sus posiciones de poder y privilegios.
La prolongación de los efectos de la dictadura y su modelo no solo se grafica en la carencia de un Estado preocupado y ocupado de velar por el bien común y defender los intereses de la población, sino que se refleja en el desinterés de los gobernantes de turno por revertir esta situación de vulnerabilidad y solo han servido de comparsa a los afanes y maniobras con que los grupos de poder imponen su voluntad. No solo eso, sino que el desmantelamiento del Estado, la enajenación de las riquezas naturales a manos y empresas privadas y/o extranjeras, la destrucción de la escaza industria nacional, continúa produciéndose con el beneplácito y la complacencia de aquellos que se suponía debían ocuparse de lo contrario.
La descomposición moral de la clase política, de la mano de la corrupción, del cohecho, la prevaricación y otras prácticas, son una herencia delictiva iniciada por el tirano y si cohorte de lacayos, pero que se ha ramificado de manera espantosa por el aparato administrativo e institucional del país. Si se agarra una hebra de investigación de una arista de corrupción en alguna parte, esa hebra conduce a hilachas, hilos y trenzas por otros tantos lugares y estructuras. Uniformados, civiles, empresarios, políticos, funcionarios, profesionales, leguleyos, en la misma charca, todos revolcados, amparados por la impunidad con que pueden actuar en un país con una legislación hecha por los mismos actores delictivos. La impunidad, estructural, legal y cultural, es una de las peores lacras que arrastra nuestra sociedad y su mal llamada democracia; ningún gobierno de la post dictadura ha tenido la voluntad de terminar con esta plaga.
El gobierno actual, no ha sido la excepción. Ni siquiera con el motivo de conmemorar los 50 años de ocurrencia del flagelo golpista, este gobierno tuvo la voluntad política de abrir espacios para una efectiva política de derechos humanos, de memoria, de reparación, de término de la impunidad como doctrina estatal. Y la búsqueda de verdad y justicia sigue siendo una necesidad para plantearse el futuro con la tranquilidad y dignidad necesaria.
Al flagelo del terror implantado por la dictadura, de la represión permanente, de la tortura y el horror, de los crímenes a mansalva, de las desapariciones forzadas, de los asesinatos selectivos, de los falsos enfrentamientos, del oprobio que debimos padecer durante los oscuros 17 años en que dominó el tirano y sus sirvientes civiles y uniformados, hemos debido agregar el flagelo de la impunidad con que se han beneficiado los principales responsables y cabecillas de la barbarie. Uniformados y civiles impulsores y conductores de la barbarie se han beneficiado de la más asquerosa impunidad; los procesos judiciales iniciados en la postdictadura se han concentrado en juzgar a eventuales ejecutores materiales de los delitos, manteniendo en las sombras el actuar de los autores ideológicos, instigadores y promotores civiles de los mismos.
La escasa, lenta, escurridiza y mojigata justicia ha estado impregnada por los afanes cómplices y complacientes con las atrocidades uniformadas y civiles que mostraron ministros y jueces - con honrosas excepciones- durante el imperio de la dictadura. Los relamidos ejercicios de autocrítica que esbozaron los mandamases de tribunales hace unos años, no han pasado de ser vanos intentos por encubrir la continuidad de ese comportamiento cómplice -con las consabidas excepciones- expresadas en juicios injustificadamente extensos en causas por delitos de lesa humanidad, en comportamientos complacientes con el abuso de las garantías legales en que incurren abogados de los individuos procesados, en fallos pusilánimes y permisivos que reducen el ejercicio de la justicia a condenas simbólicas y carentes del sentido de justicia.
La desidia de tribunales se refleja, además, en la facilidad con que se les otorga libertades provisionales a criminales consumados que se benefician de la lenta y larga tramitación de los juicios y luego, cuando se llegan a adoptar resoluciones definitivas, una buena parte de ellos han fallecido -con lo que se impone la impunidad biológica-, otros tantos se declaran dementes -incluido el propio tirano Pinochet cuando se intentó someterlo a proceso-, otros se declaran prófugos y se niegan a acatar los dictámenes judiciales, no falta el que se suicida para evitar someterse al veredicto de la justicia, y algunos más entran a cumplir condenas.
Esta parsimonia judicial, desde luego, ha estado amparada en la negligencia y permisividad de las autoridades políticas de los diversos gobiernos postdictadura, desde el gobierno de Aylwin en adelante, y su nefasto pronunciamiento de aspirar solo a una justicia "en la medida de lo posible", que no han tenido la voluntad de generar las condiciones institucionales para buscar un efectivo ejercicio de la verdad y justicia.
Como puede verse, las organizaciones sociales de familiares de las víctimas de la dictadura y de entidades defensoras y promotoras de los derechos humanos son las únicas llamadas a seguir bregando por un país sin impunidad y donde pueda establecerse la verdad y la justicia para construir un futuro.