EDITORIAL | La campaña del Rechazo y la hoja en blanco

Dentro de dos meses, el 25 de octubre próximo, debe efectuarse el plebiscito aplazado a causa de la pandemia del coronavirus. Esta postergación, desde la fecha inicial del 26 de abril pasado, no ha estado exenta de adversidades no precisamente originadas por la situación sanitaria sino por un mal peor: la obsesiva fijación de la derecha de bloquear la voluntad popular que forzó este plebiscito en brazos de la más contundente y masiva movilización social que recuerde la historia reciente de este país. En la medida que se acerca el plazo, se acrecienta la ofensiva de la derecha gobernante por imponer la opción del "Rechazo" e intentando poner ribetes, marcos y flecos a la hoja en blanco sobre la que debe escribirse una nueva constitución.

Este proceso que debiera iniciarse con el plebiscito de octubre, es la consecuencia más inmediata y certera del Estallido Social iniciado el 18 de octubre del año pasado. La exigencia de terminar con la constitución heredada de la dictadura y dar paso a una nueva Carta Fundamental por medio de una asamblea constituyente fue el corolario preciso para representar el sentir y la voluntad ciudadana expresada en las calles. Las demandas sociales surgidas al clamor de la movilización de masas iniciada en aquel día, sumada a las exigencias que fueron surgiendo desde sectores que hasta entonces habían estado apabullados por el andamiaje del sistema de dominación, constataron rápidamente que la solución real y definitiva tendría que venir de la mano de un cambio radical del escenario de desarrollo de la vida nacional, tanto en lo económico y social, como en lo político y administrativo. Esta amalgama de intereses y objetivos populares es la que redunda en la exigencia de un proceso constituyente.

La línea demarcatoria -y punto de partida de este proceso constituyente- es terminar de sepultar y deshacerse de la constitución dictatorial. Ése es el papel que cumple el plebiscito de octubre: manifestar la rotunda voluntad y decisión de terminar con la constitución aún vigente. Ello trae aparejado dar inicio a un nuevo espacio donde se desarrolle este proceso propiamente tal bajo la forma y condiciones de una asamblea constituyente, a partir de la hoja en blanco y con plena soberanía popular.

Frente a este escenario que augura el comienzo del fin para el actual sistema de dominación y del actual modelo de explotación económica, es que la derecha política está desplegando un arsenal de artimañas y falacias con las que intentan impedir que este proceso constituyente pueda seguir adelante. Primero, han intentado y siguen intentando la no realización del plebiscito para de ese modo impedir cualquier posibilidad de cambio; en cierto sentido, ya la llegada de la pandemia y la postergación decretada en abril, la festinó como un gran triunfo de sus intereses. Segundo, si no pueden impedir el plebiscito, han intentado y seguirán intentando imponer la opción de "Rechazo" a una nueva constitución y lograr así preservar el legado pinochetista que tantos beneficios le ha reportado a los poderosos y sus sirvientes administradores. Y en función de esto intentan movilizar a sus agitadores y provocadores que recurren a agresiones y amenazas para tratar de imponer su opción por la vía del temor. Tercero, si no pueden impedir el triunfo del "Apruebo" (por una nueva constitución), han intentado y seguirán intentando introducir tal cantidad de trabas, cortapisas, obstáculos y letra chica, en la realización del proceso constituyente con la finalidad de que la nueva constitución no altere en absoluto el orden divino y celestial que para los poderosos representa el actual estado de cosas.

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Respetar la voluntad popular, más aún cuando esa voluntad pretende ser y manifestarse de modo soberano y democrático, es algo que a la derecha gobernante le resulta molesto, difícil de aceptar. Y cuando no puede impedir que ésta se manifieste, recurre a nefastas campañas de manipulación y violencia que incluyen el uso de uniformados para ejecutar golpes militares, como bien lo sabe nuestra historia nacional. Por la misma razón, no se resignan a aceptar que la nueva constitución se elabore a partir de la hoja en blanco y con poderes soberanos y constituyentes.

En su peor escenario postplebiscito, intentarán que la nueva Carta Magna se elabore según los contenidos que tolere la constitución del 80; que las atribuciones constituyentes se limiten a las que permita la actual constitución; que los resultados del proceso constituyente no alteren en nada los fundamentos institucionales, administrativos, y de todo orden que actualmente nos rigen. Buscarán que el proceso constituyente no pase de ser, poco más o menos, un cambio de tapa del librito y un trámite de enjuague gatopardista para que nada cambie. Es decir, no se resignan a respetar lo que la población decida; pretenden que se conserve tal cual el podrido ordenamiento actual, no quieren reconocer que el pueblo chileno ya decidió arrojarlo a la basura. El plebiscito no es más que el acto simbólico necesario para legalizar esa voluntad ciudadana.

Bloquear, obstaculizar, boicotear, es el afán que mueve a la derecha ante el escenario del plebiscito de octubre y sus previsibles consecuencias. Las diversas manipulaciones obstruccionistas le resultan muy fáciles de instalar puesto que se encuentran en el Gobierno y no vacilan en hacer un uso descarado de las posiciones administrativas para imponer sus oscuras maniobras. Tras ese propósito introdujeron las últimas modificaciones en el equipo de gobierno de Piñera e instalaron el «gabinete del Rechazo». Desde sus ventajosas posiciones ministeriales, representantes de la derecha pinochetista y conservadora no vacilan en agitar sus opciones ideológicas y políticas, sino que lo hacen fomentando el odio, entre otras lacras que son propias de esta oligarquía patronal.

El ministro del Interior, Víctor Pérez, llegó a fomentar el odio y el racismo incentivando a las bandas anti-mapuches y de protección patronal en la Araucanía, buscando así amplificar un clima de violencia social interna que gatille la fiebre golpista de los empresarios y afiebrados de siempre, para cerrar así la posibilidad de plebiscito. Andrés Allamand, por su parte, forzó su inclusión en el gabinete político y desde allí se ha convertido en agitador del Rechazo y promotor del odio; la formalidad dice que su función es ser ministro de Relaciones Exteriores, pero de lo menos que se ocupa este ministro es de los asuntos de la Cancillería. Este gobierno y sus aliados insisten en su lógica bélica y de razonamiento básico, primario; sembrar una sensación de violencia y de caos, son parte de su discurso destructivo. Para ellos el Estallido Social y las movilizaciones posteriores no pasan de ser acciones de izquierdistas, de extremistas, de terroristas, que deben ser -según ellos- aplastados con todo el rigor del poder. Estos sectores no quieren entender que la población se rebela contra la injusticia social y los flagelos que este sistema ha instalado y perpetuado, que se moviliza por necesidades y no por ideologías añejas. Pero esta oligarquía conservadora chilena sigue pensando y actuando en este país cual si viviéramos aún en la época de la Guerra Fría de la segunda mitad del siglo XX, aunque en algunos de ellos pareciera que aún viven en la época de las cavernas; no quieren entender -porque no es útil a sus intereses- que el país no se divide entre este y oeste, entre izquierda y derecha, entre blanco y negro, de modo que sería saludable que estos sectores dejen de propagar sus ya gastadas falacias.

Como es su costumbre, la derecha se ha ensimismado en promover y agitar el abstencionismo, la no concurrencia de la población a manifestar su voluntad. Con técnicas publicitarias repiten y repasan que la gente tiene miedo de ir a votar por temor a contagiarse, que la participación será muy baja, que no hay condiciones sanitarias suficientes, etc. En esa agitación sin control, algunos de estos desbocados voceros derechistas han llegado a sostener que debiera ponerse un piso de porcentaje mínimo de votantes para validar el plebiscito y sus resultados. Han dicho y hecho de todo, desde poner obstáculos arguyendo las limitaciones que provoca la pandemia sanitaria, hasta obstruir detalles legales que permitan que el Servel realice de manera efectiva la labor que está llamado a cubrir, pasando por poner condicionamientos presupuestarios hasta sutilezas mediáticas. "El plebiscito más seguro es el que no se hace", ha sostenido uno de estos vociferantes, con lo que grafica su urgente necesidad de negarse a lo evidente.

Exageran las dificultades mínimas que supone el realizar este proceso en la situación de pandemia e inventan dificultades donde no las hay; cualquier cosa les parece válida y necesaria para obstruir el proceso iniciado en octubre pasado. Desconocen y no quieren mirar la experiencia de otros países (en Asia y Europa) que han desarrollado procesos electorales en estas condiciones y a pesar del virus; cuando este Gobierno ha forzado la activación de la población para que concurra a trabajar en las empresas o a consumir en el comercio, allí no ha habido la "preocupación" que ahora manifiestan ad portas de un proceso democrático que les significará una bofetada de proporciones. La verdad es que cansan con su perorata obstruccionista pero, por lo mismo, no hay que relajarse.

"No lo vimos venir", era su gran defensa en octubre. Siguen sin ver y no han aprendido nada porque lo único que les interesa es imponer sus arbitrios. Siguen actuando con la prepotencia y arrogancia propia de las dictaduras porque consideran a las Fuerzas Armadas y policiales como los aparatos de protección de los patrones y dueños y este modelo de dominación. Es la soberbia de disponer a su servicio y a su antojo con el poder de las armas, de las instituciones armadas, lo que sostiene este sistema explotador y corrupto. Basta revisar el comportamiento de las fuerzas represivas ante el pueblo movilizado desde octubre en adelante para comprobar que estas instituciones actúan cual si se fuesen entidades paramilitares de la derecha.

Pretenden ignorar y burlar el Estallido Social como si se tratase de un petardo, que surge, suena y desaparece. Pues no, lo cierto es que las causas profundas que generaron el estallido siguen presentes, y más aún, la pandemia y crisis humanitaria que ella ha provocado, no han hecho sino ahondar, aumentar y profundizar los daños y perjuicios que este sistema ha producido en la sociedad y en la población chilena. Eso sostiene la movilización social. Ignorar la fuerza movilizadora de la sociedad que, precisamente, el 25 de octubre de 2019 protagonizó la manifestación social más multitudinaria que se haya producido en el país, es querer negar la importancia y el significado de los pueblos. Esa misma fuerza movilizada es la que debe reiterarse este próximo 25 de octubre de 2020, no sólo como una contundente celebración de un año de movilizaciones populares sino -y sobre todo- como una contundente expresión de que ninguna artimaña politiquera podrá obstruir el camino que la ciudadanía decida para trazar y construir un futuro mejor, más justo, libre y solidario.

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