Por Alejandro Baeza
Estamos a días de vivir la que probablemente sea la jornada electoral menos atractiva y con menos interés por parte de la población desde el retorno a la democracia, y a su vez, la que en teoría debería ser de las más importantes, pues este 7 de mayo se elegirán a las 50 personas que integrarán el Consejo Constitucional, el organismo que tendrá la tarea conjuntamente con la Comisión Experta redactar una propuesta de nueva Constitución, en un episodio de democracia tutelada.
Y es que así fue el acuerdo de toda la clase política para plantear un nuevo proceso de redacción de una carta magna tras el triunfo del Rechazo en septiembre pasado: Sin participación alguna de la población y cerrada exclusivamente a los partidos políticos, siendo un calco de la elección senatorial, más los «senadores designados» llamados expertos.
Es tal la apatía a este proceso, que muchas personas que fueron partícipes entusiastas del proceso anterior y que votaron con convicción por el Apruebo a la propuesta emanada por la Convención Constitucional, no encuentran respuesta a la interrogante de qué hacer.
Pero para saber qué hacer es necesario preguntarse qué implica participar de este proceso y qué tipo de resultados dará. Aun cuando no es posible aún saber exactamente qué tipo de texto resultará, pues todavía no sabemos cómo estará conformado el organismo, sí se puede proyectar en base a la conformación de la Comisión Experta y el estado en que se encuentra el debate público dominado hábilmente por la derecha, sin la participación de independientes y, sobre todo, sin el contexto de movilización social enorme que existía con el Estallido Social y que precedió el proceso anterior, que es muy probable que en las elecciones se impongan las visiones más conservadoras.
De esta forma, es casi una certeza a estas alturas que la propuesta de nueva Constitución mantendrá el modelo chileno intacto, el neoliberalismo que ha provocado la desprotección social, los niveles de desigualdad actuales, el abuso de elite económica y de la política, la precarización de la salud y educación pública, la miseria en materia de pensiones, la corrupción en la política, en la fuerzas armadas y las policías, la depredación del medioambiente y el largo etcétera que provocaron el hartazgo del pueblo chileno.
¿Cualquier Constitución es mejor que la de Pinochet? No necesariamente. Si bien la actual que está vigente desde 1980 ha sido la consagración en piedra del modelo de la dictadura, tiene una gran ventaja, pues no tiene legitimidad, un asunto base para cualquier carta magna del mundo.
Las constituciones no suelen cambiarse muy seguido por diversos motivos, principalmente la dificultad para generar un acuerdo y inestabilidad política (y económica) del cambio constante de las «certezas jurídicas». Por ello es que los cambios constitucionales en la mayoría de los países se realizan luego de décadas y en momentos en que es necesario un nuevo acuerdo nacional, generalmente en momentos de postguerras, crisis social, inestabilidad, revoluciones o imposiciones autoritarias como ocurrió con la actual que nos rige. En el caso chileno, nuestras tres últimas cartas magnas han tenido periodos de larga vigencia: 92 años la de 1833, 55 años la de 1925 (aunque con una suspensión de facto luego del golpe de Estado de 1973) y 43 años -hasta ahora- la de 1980. Una Constitución hecha con la correlación de fuerzas actuales, garantizará la consolidación del modelo, asegurará su legitimidad y complicará estos cambios necesarios por periodo de tiempo importante.
Por eso es relevante que este proceso cuente con la menor validación democrática posible y dejar en claro que se trata de un espacio de elite política sin interés popular, ya sea no yendo a votar (con el riesgo de una eventual multa) o votando nulo.
No aceptamos ni la Constitución de Pinochet ni la de clase política, ahora en proceso de elaboración.
Dado el actual escenario concreto, es la hora de anular.