Después del consejo de guerra llegó cierta normalidad. Inanimado fue puesto en libertad porque no pudieron probar ninguna conexión. Adalberto iniciaba la batalla legal que casi un año después le permitiría lograr su libertad, apoyándose en lo acordado: él estaba presionado y había facilitado su casa y su vehículo bajo amenazas. Para mí era el comienzo de largos años en prisión.
Habiendo estado ya encarcelado, sabía que la clave para mantenerse bien es organizar el tiempo en prisión, dejando espacios para trabajar, estudiar, hacer deportes y por supuesto, para la actividad política. Seguía siendo llamado por diversos tribunales para declarar en los procesos que se habían incoado en mi contra.
Un caso especial fue la magistrado Canales, que aceptó tomarme declaración respecto al castigo injusto al que me había sometido Gendarmería en los días previos al consejo de guerra, y que recibió de mi parte la información de la red de gendarmes y reos que estaba trabajando para la CNI.
Esto último se produjo casi de manera fortuita. Ahumada y Yáñez estaban a punto de salir del país expulsados cuando este último encontró un escondrijo lleno de papeles, copias de informes que alguien enviaba dando cuenta de la actividad de los presos políticos, de las visitas y de los abogados que nos atendían. Luego que mis compañeros fueran puestos en libertad, me dediqué a observar quién acudía al escondrijo. Finalmente logré identificarlo: se trataba de Mar-shall, un ex oficial de las FFAA, participante de un conato sedicioso contra Allende, convertido a la sazón en delincuente habitual. Él era el informante que había perdido sus papeles.
Se estableció la denuncia pública y la jueza Canales abrió un expediente que recogió una nueva denuncia de mi parte. No recuerdo exactamente cuándo fue, pero a mi visita concurrió una mujer joven, hermosa, que me cuenta que es hermana de un detenido desaparecido. Trae de regalo una torta. No le creo mucho su historia y, como la situación es evidentemente sospechosa, la torta va a parar a Codepu, institución que la manda a analizar con resultados ilógicos: se trata de una torta común cuya cobertura contiene insecticida. Quizá fue una forma de aviso de alguien, de lo que ocurriría días después.
Aproximadamente a inicios de noviembre llegaron a la galería dos hermanos detenidos por supuesta vinculación con el MIR: Ricardo y Elizardo Aguilera Morales, quienes se sumaron a la «carreta» que manteníamos con Adalberto.
Hacia el día 11 de noviembre me correspondió cocinar. Era un turno con mucho para comer: durante la mañana habíamos tenido visita y, además de las frutas, golosinas, ensaladas y frutas en conserva, recibimos los alimentos llevados por nuestras familias, en particular lo que llevaba mi madre. Ella había comprado un gran trozo de carne, del cual separó una porción para enviármela por el sistema de «biombo». Esto consistía en entregar por una ventana especial los alimentos a un gendarme, quien los revisaba y luego los entregaba al gendarme a cargo de cada calle y galerías, para que finalmente llegaran al destinatario.
Recibí la carne y cociné una cazuela, que acompañamos con las frutas cocidas que había preparado la madre de los hermanos Aguilera.
Durante la tarde, luego de terminar el turno de cocina y regalar la comida que no usaríamos a un reo común, fui a jugar fútbol a la cancha y a conversar con Patricio Reyes, mi enlace con los restantes presos políticos.
En el entretiempo me senté a un costado de la cancha para conversar con Patricio. Éste comenzó a poner caras raras y me pedía a cada momento que le repitiera lo que decía porque yo estaba hablando muy enredado. Seguimos conversando, encendí un cigarrillo y súbitamente comencé a darme cuenta que estaba viendo las cosas de manera distorsionada. Le pedí a Patricio que hiciéramos una pausa, me tendí unos momentos y, cuando me enderecé y traté de hablarle, me di cuenta que mi lengua estaba rara, que no podía articular bien. Patricio me acompañó de regreso a las celdas y encontramos a Adalberto vomitando y con agudos dolores. Reyes fue a ver a Elizardo y Ricardo, encontrándolos en similar estado. ¡Habían envenenado la comida! ¡Se hacía urgente lograr atención médica!
Patricio regresó al interior del penal dando la voz de alarma, mientras nosotros nos hacíamos lavados estomacales con lo que teníamos a mano: detergente y mucha agua. Los reos comunes comenzaron a golpear las puertas en señal de llamada a la guardia interna.
No llegó nadie durante la tarde ni la noche, a pesar de que todos los días la guardia interna pasaba la cuenta de la tarde y nos encerraba celda por celda. Los presos comunes gritaban, encendían fogatas y golpeaban las latas de las puertas, pero nadie aparecía.
Comenzó una noche siniestra: a poco de que oscureciera comenzaron a atacarme dolores y puntadas estomacales que me dejaban sin aliento, y tomé bidones de agua con detergente para provocar más vómitos y de cierta manera «lavar» los intestinos, operación que repetía con mis compañeros. Los dolores eran atroces. A pesar de todo, sentía que estaba un poco más entero que mis compañeros y podía caminar, pensar a ratos. Pero a medida que avanzaban las horas los desmayos y pérdidas de conocimiento se sucedían. El recuerdo de los hechos se hacía borroso, las secuencias también.
Siento que convulsiono, que mi estómago manda mi cuerpo y mi mente. Duermo uno o dos minutos y despierto sacudido por espasmos, por vómitos. El estómago se contrae con tal violencia que me deja sin respiración y caigo tendido, rendido tras cada convulsión, pero no puedo mantenerme despierto. Las dolorosas contracciones se repiten una y mil veces. Siento que los presos comunes siguen gritando, golpeando las latas, y que deambulan por una calle que tiene todas sus celdas abiertas. El último espasmo es descomunal y me hace caer del camarote, sacudido por arcadas y movimientos del cuerpo que no logro contener. Luego no sé si pierdo el sentido o me duermo.
Despierto. La luz del sol me hiere los ojos. Es mediodía y algunos reos me van arrastrando hacia la enfermería. A medio camino, frente a la entrada de las visitas, un hombre detiene la caravana: el doctor Almey-da, de Codepu, que nos revisa a la pasada y grita discutiendo con alguien, indignado. Me doy cuenta que el alcaide del penal está con él, pero no puedo saber más porque pierdo la conciencia nuevamente.
Ahora estoy en la enfermería del penal. Un auxiliar paramédico me desnuda y me pone una especie de bata o camisa del penal. Luego toma los signos vitales, me conecta un suero y se va. Al mirar las camas ocupadas recién caigo en cuenta que somos seis los envenenados, que hay dos reos comunes entre nosotros. Logro hablar con Ricardo Aguilera, quien, con voz jadeante y entrecortada, confirma: es claro, estamos envenenados y han pasado casi 20 horas y no hemos recibido ningún tratamiento específico. Estamos intentando hilar la conversación, entre dos personas que a duras penas se expresan, cuando, frente a nuestros ojos, uno de los reos comunes comienza a hacer contorsiones increíbles, abriendo los ojos de manera desmesurada, y finalmente desde su tórax se eleva un bulto, una pelota, y queda inmóvil, en silencio final.
Ricardo reitera que todo está muy claro: nos envenenaron, nos niegan la atención médica y vamos a morir.
Quizá por el mismo envenenamiento, por el cansancio, por la noche agotadora que hemos pasado entre vómitos, piruetas y contorsiones, reaccionamos a la muerte de nuestro compañero de prisión con calma y tranquilidad. No sé si lo dije o lo pensé en el momento, pero desde ese instante había que guardar el máximo de energía y calma para aguantar el auxilio esperado.
Cae la tarde y recién ingresan a la enfermería gendarmes y practicantes. Ahora ellos corren y gritan que llegó una ambulancia, que deben llevarse a Adalberto y al reo común. Trato de concentrarme y guardar las fuerzas, porque para mí es obvio que es un intento de asesinarme directamente. Está claro que envenenaron la carne que había traído mi madre, está claro que no quisieron prestarnos atención a tiempo, está claro que si el doctor Almeyda se ha hecho presente en el penal es porque ya la noticia se ha extendido por todo Chile y que de alguna manera, familiares y defensores de los derechos humanos están luchando para que se nos preste atención médica.
Nueva irrupción del grupo corriendo y gritando. Ahora se llevan a los hermanos Aguilera y quedo solo en la enfermería, mirando el cadáver del muchacho que había recibido la olla de comida.
Cae la tarde cuando vienen por mí. Rechazo la camilla y salgo caminando hasta el patio de carga. Detrás de mí, gendarmes portan el cadáver del fallecido y al llegar a la ambulancia me engrillan atándome al muerto. Voy tranquilo. No reclamo por lo que han hecho. Me imagino que luego declararán que se murió en el camino, salvando la responsabilidad del alcaide que claramente está coludido en la operación. ¿Cómo se explica sino que hayan envenenado la carne? ¿Cómo se explica que no nos pasaran la cuenta y no nos encerraran en la noche anterior?
Pensaba que me llevarían a un centro médico. Craso error. La ambulancia entra a la Penitenciaría de Santiago, quizás en un nuevo intento por retrasar la atención médica.
Me conducen al segundo piso de una construcción que recién identifico como el hospital penal y un doctor sale a mi encuentro. De corbata, muy bien vestido y formal, huele a colonia. Tiene entre 50 y 60 años, usa gafas, se ve seriamente preocupado. Me toma los signos vitales y sin vacilar me pregunta si yo soy el jefe mirista recientemente condenado por el consejo de guerra. Respondo que sí y para mi sorpresa se presenta formalmente diciendo que es el doctor Meric, que ha sido acusado injustamente de ser colaborador de la DINA, que ésta es su ocasión de demostrar que no es así y que él cree que hemos sido envenenados con botulina. ¿Qué es la botulina? ¿Vamos a morir?, pregunto sin tomar en cuenta su relato.
Explica en detalle que la botulina es una bacteria que se produce en ambientes sin oxígeno; que en el pasado era común ver estos casos, cuando no existían los procesos industriales para la conservación de alimentos, pero que hace diez años no hay casos similares en Chile. Luego explica que requerimos un antídoto y tratamiento en centros asistenciales que tengan UTI o UCI, porque la toxina ataca al sistema nervioso y vamos a quedar paralizados, sin capacidad de respirar y posiblemente con ataques al corazón.
Con dificultades, porque ahora me hierve la sangre de indignación, articulo las preguntas: ¿Y ustedes tienen ese antídoto? ¿Ustedes tienen una UCI o una UTI?
Responde que no, que están haciendo lo posible para que seamos trasladados a diversas postas porque necesitamos respiradores y no se sabe de la existencia de stock del antídoto. Está claro que siguen ganando tiempo, que se escudan en las formalidades de la institución.
Camino hacia la sala donde están el resto de mis compañeros. Adalberto está inmóvil y no responde a estímulos, aunque respira bien. Ricardo y Elizardo están calmados, tendidos en sus camas, despiertos. No veo al preso común. ¿Por esto es que no me condenaron a muerte? ¿No querían asumir de manera pública y explícita el fusilamiento de un resistente y recurrieron a este método asesinando de paso a cinco personas más?
El año 2004, veintitrés años después de estos acontecimientos, en la oficina del juez Alejandro Madrid quien investiga la muerte del ex presidente Eduardo Frei Montalva encuentro respuestas.
Existió una Brigada del Ejército especializada en la guerra bacteriológica. El juez ha logrado individualizar a quien compró las cepas de la toxina botulínica en Estados Unidos, ha logrado identificar quien transportó este producto en avión comercial, violando todas las reglas internacionales de tráfico aéreo, y ha logrado identificar quien recibió el producto.
Quedan, a esta fecha, identificar claramente los objetivos, aun cuando la hipótesis más probable es que trataron de «matar dos pájaros de un tiro»: probar la efectividad de la bacteria botulínica a los compradores de la sustancia que a su vez estaban vendiéndola a los ejércitos de Irán o Irak que preparaban en ese tiempo sus arsenales, y a los que ya habían acordado vender aviones y bombas de racimo, negocio turbio que terminó con varios oficiales chilenos muertos , y por otro lado, golpear a la Resistencia Popular, matándome de esa forma, ahorrando el precio político del costo de haberlo hecho en el consejo de guerra.
Foto: G. Rodriguez en su celda en la Carcel Pública de Santiago.