Por Alfons Pérez / Periódico Diagonal
El actual modelo energético basado en combustibles no renovables requiere de costosas infraestructuras para la extracción, producción, transporte y consumo. Si observamos nuestra instalación doméstica de gas o electricidad su función parece evidente: tras el contador, permite que circulen los kWh o los m3/h para iluminación, calefacción, cocina, etcétera. En cambio, si nos topamos con una línea de muy alta tensión o un megagasoducto, la cosa es bien distinta. Son una parte necesaria para disponer de energía en nuestros hogares pero cuando aumenta el tamaño de las infraestructuras, aumenta su volumen de negocio en la construcción y operación, su valor geopolítico, su contribución a un modelo u otro, y los intereses asociados son mucho mayores.
En el panorama global de la energía, se percibe un hecho relevante y emergente que merece atención: el boom de la construcción de infraestructuras gasísticas fuertemente impulsadas por la explotación del gas de esquisto o gas de fracking. Por poner algunas, en la actualidad hay 33 plantas de licuefacción (conversión de gas de estado gaseoso a líquido) funcionando en el mundo pero se están construyendo 15 nuevas (seis en Australia y cuatro en EE UU), hay planificadas 19 (5 en EE UU y 4 en Australia) y otras 28 están en estudio (10 en EE UU). Los costes de este tipo de plantas son muy elevados. Por ejemplo, el proyecto Chevron's Gorgon LNG, en Australia, tiene un coste de 54.000 millones de dólares y el Wheatstone LNG, de la misma compañía, 29.700 millones. En Estados Unidos, el Golden Pass Terminal LNG costará más de 10.000 millones y el Sabine Pass LNG, 5.000. La mayoría de estos proyectos están promovidos por las grandes energéticas: Chevron, ExxonMobil, BGGroup, British Petroleum, ConocoPhillips, etcétera, y tienen inversores tan poderosos como como Blackstone Group, HSBC, J.P. Morgan Securities LLC y Morgan Stanley, entre otros.
Si a estas cifras le sumamos los precios de los barcos metaneros (200-300 millones de dólares por unidad) y las 15 plantas de regasificación en construcción y las 19 planificadas (en torno a los 2.000 millones por unidad) el resultado son centenares de millones de dólares invertidos en este tipo de infraestructuras, muchas de ellas justificadas por el boom del fracking.
Pero la justificación de todo esto se mueve en la cuerda floja. En primer lugar, las estimaciones sobre las reservas de gas son deliberadamente infladas por el efecto que ello produce en los mercados, a saber, el valor de las acciones de las empresas energéticas aumenta porque las reservas son el seguro de un negocio futuro. Además, la caída en la productividad de los pozos de gas obliga a la prospección constante de nuevos pozos. Por último, la puesta en servicio de todas las infraestructuras proyectadas provocaría un exceso de oferta de gas natural licuado (GNL) y una paulatina bajada del precio del gas y, por consiguiente, la caída de la rentabilidad de todo el proceso. A todo esto hay que sumar que el afán por la exportación también está estimulado por el contexto post-Fukushima, con Japón a la cabeza de la importación mundial de GNL. Sin embargo, el pasado 10 de agosto se reabrió la central nuclear de Sendai, en lo que parece el inicio de la progresiva reapertura de las centrales nucleares en el país y de la disminución de las costosas importaciones. Nos encontramos entonces ante una gran burbuja de la construcción de infraestructuras que parecen tener los días contados.
Hay muchos intereses relacionados con la acumulación de dólares y euros en las mismas prospecciones y en la propia construcción. Además, quien gane la carrera y opere primero en el mercado global del GNL podrá extraer grandes beneficios a corto plazo. Pero las infraestructuras tienen una importante valor geopolítico y abrir el tránsito de GNL, por ejemplo, debilita la posición de Rusia como potencia global del gas. Es decir, los gaseoductos rusos que se extienden como tentáculos de poder hacia Europa, Europa-Asia y Asia Central, podrían perder su estatus si se inyecta gas a través de plantas de regasificación.
Puede que todo ello sea deficitario. Puede que el negocio no se pueda sostener. Aunque, ¿cómo se valora la consecución de un territorio enemigo? ¿Qué precio tiene debilitarlo? Las grandes infraestructuras ejercen de verdaderos elementos de guerra de baja intensidad que se posicionan en la geografía mundial para propósitos que van mucho más allá de su uso.
La Unión Europea no escapa de esta lógica. Uno de sus principales objetivos es reducir la dependencia de las importaciones de Rusia y reforzar su mercado interno de la energía con las infraestructuras necesarias, principalmente proyectos gasísticos y eléctricos de interconexión. Estos objetivos quedan recogidos en la propuesta de la Unión Energética, una suerte de estrategia común para los estados miembros que pretende aumentar la seguridad de suministro y reducir la dependencia exterior, materializándose en un listado ampliable de 248 proyectos de interés común (PIC). Para atraer inversión, los PIC pueden recibir dinero público a través del fondo Connecting Europe Facilities (CEF), dotado con 5.800 millones de euros. Además, el Banco Europeo de Inversiones (BEI) puede emitir bonos de proyecto a través del Project Bond Initiative 2020, como se hiciera para el Proyecto Castor.
La UE ha considerado PIC el megagasoducto Europa-Caspio o Corredor de Gas del Sur, que pretende traer gas desde Azerbayán hasta Italia. El coste total del proyecto se estima en unos 45.000 millones de dólares y conllevará un intercambio de gas por euros con el régimen azerí de la familia Aliyev, que gobierna el país con mano de hierro desde el 1991. Ilham Aliyev, actual presidente, fue considerado corrupto de año 2012 por transparencia internacional. Compró nueve mansiones en Dubai valoradas en más de 40 millones de euros con un sueldo de presidente de 200.000 anuales. Aunque la peor parte se la llevan los críticos con el régimen, que son sistemáticamente encarcelados con cargos fabricados.
También son PIC la polémica línea de muy alta tensión que cruza Girona hasta la frontera francesa, recientemente inaugurada; un futuro proyecto de cable submarino por el golfo de Bizkaia, desde el País Vasco hasta Gascuña, en la Aquitania francesa, y el MIDCAT, un megagasoducto que conectará Catalunya con Francia.
La Unión Europea recomendó en 2001 que todos los Estados Miembros deberían alcanzar en 2020 un mínimo de un 10 % de ratio de interconexión eléctrica. El cálculo para este indicador es bien sencillo: la capacidad de importación dividido entre la capacidad de generación o potencia instalada. El valor de esta simple división en el Estado español da como resultado un 3% y, según la UE, tendría un claro déficit de interconexión que habría que subsanar con urgencia. De ahí que, además de los PIC antes mencionados, se han proyectado dos nuevas conexiones transpirenaicas: una línea que partiría de Navarra o el País Vasco para conectar en Cantegrit en el sur de Francia y una segunda que saldría de Aragón, pasando por Sabiñánigo, llegando a Marsillon. Pero la realidad del sistema eléctrico español merece una especial atención con respecto al indicador de interconexión. La liberalización del sector eléctrico en el año 1997 y la falta de planificación han hecho que la potencia instalada haya aumentado hasta los 107.000 MW en 2013, cuando el pico máximo de consumo fue registrado en el año 2007 con 45.450 MW. Es decir, el sistema de generación del Estado está muy sobredimensionado, padece de sobrecapacidad y, por tanto, falsea el resultado de la interconexión, que podría situarse entre el 6 o el 7%.
Pero esta realidad no fue tomada en consideración en la declaración de Madrid sobre interconexiones, el pasado 5 de marzo de 2015, un encuentro entre Rajoy, los presidente de la repúblicas francesa y portuguesa, François Hollande y Pedro Passos Coelho, respectivamente; el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker; el comisario de Acción Climática y Energía, Miguel Arias Cañete, y el presidente del Banco Europeo de Inversiones (BEI), Werner Hoyer. En la declaración, todas estas infraestructuras de interconexión fueron debatidas y catalogadas como estratégicas.
Quizás lo más grave de todo lo planteado anteriormente es la cantidad de dinero público que se movilizará para la construcción de esas grandes infraestructuras energéticas en un momento de una proclamada escasez de recursos. Se promete empleo, mayor seguridad, mejora ambiental y bajadas de precio. Pero si las cosas no van bien, si las previsiones no son las esperadas, si los presupuestos de los proyectos se incrementan, si el consumo cae, si las infraestructuras caen en desuso, ¿quién pagará las facturas?