Por Eric Pinto Viguera, vecino de Concepción
La representación política, como la conocemos, es una cuestión que ya no se sostiene. Las encuestas existentes no hacen más que demostrarlo indirectamente, pues éstas se realizan para constatar el nivel de aprobación o de desaprobación a la gestión del Gobierno o del Congreso, o de preferencias que puedan existir hacia posibles candidatos. Todo ello embutido por el número. Todo ello para simplificar la opinión- sesgada a opciones- de unos pocos (los encuestados) y sobre ello, quienes gobiernan, edifican estrategias para fortalecer una imagen que de por sí ya es decadente. Pero ¿y la gente que se dicen representar?
Las elites políticas toman las decisiones, en el lobby sólo participan quienes tienen un poder adquisitivo mayor, y los medios de comunicación tradicionales informan lo que les conviene (no por cierto dejando de lado los bots en redes sociales). La cuestión grave por cierto, es que no se sabe quién representa a quien, y el problema es que un ciudadano promedio se siente incompetente, ya sea para opinar sobre lo mismo, ya sea para hacer algún cambio. Porque al final ese ciudadano común, ¿a quien le contará sus penurias o sus buenas ideas para que puedan concretarse en políticas públicas? La respuesta a ello es que a nadie. La voz del ciudadano promedio queda atrapada muchas veces en su fuero interno (preso de la individualidad) y otras veces estalla en alguna red social (como ésta humilde opinión). Pero a fin de cuentas, nadie lo representa. Entonces ¿Por qué aceptar la concepción de creer en políticos? ¿Por qué creer-como se cree en los pololeo de adolescencia- en lo que promete el otro? Si yo le prometo a usted algo, no por ello necesariamente represento su realidad, lo que quiere o lo que necesita.
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La carencia que se tiene como ciudadanía es que la representación política como la conocemos, carece de un mandato que enumere las gestiones que debe realizar o no el representante político al momento en que ejerce sus funciones. Quien obtiene un cargo político en teoría es un mandatario, pero en la práctica no se encuentra limitado por gestiones, pues nada se le encarga, al contrario, quien aspira a un cargo político solo promete y en base a ello la ciudadanía vota. En otras palabras, y con un ejemplo, a la hora de elegir a un alcalde supongamos, a éste se le entrega un mandato en blanco, en donde él arbitrariamente puede decidir qué gestiones realiza y cuáles no, y por tanto, la rendición de cuentas sólo se reduce a materia presupuestaria, pero no a gestiones que haya impuesto la ciudadanía a la hora de elegirlo.
La participación ciudadana sólo se reduce a un voto (un número) no deliberante (sin opinión ni propuesta alguna). Lo que continúe después no está regulado. La sanción política que la ciudadanía directamente puede imponer a un representante político actualmente es no reelegirlo, por lo que durante su mandato puede hacer lo que quiera. ¿Es así como queremos seguir viviendo? Es penoso escuchar que "un voto cuenta", pues aparte de lo lógico que significa - que es un mero número- se le menciona con un orgullo casi patriótico. Y el problema es gravísimo. En política decir con orgullo que un voto cuenta es lo equivalente a decir "asistí como hincha a un partido de fútbol", pues al asistir no se juega en la cancha, no se dirige el partido ni mucho menos se deciden sobre las reglas del juego. Es hora de cambiar la forma de hacer política. Es la única forma para lograr que la soberanía recaiga en el pueblo y la ejerza el mismo pueblo, y no unos pocos como se ha visto y vivido en las últimas décadas.