La sangre y la muerte: a propósito de la obra de Rubem Fonseca

La partida de Rubem Fonseca, el pasado 15 de abril [de 2020], sin duda sorprendió a sus lectores en un momento particularmente oscuro de nuestra historia. Hay quienes lo recordarán como el autor de obras tan importantes, violentas y adictivas como las novelas El Gran Arte, Agosto, o Vastas Emociones y Pensamientos Imperfectos. Otros, como un observador implacable de la corrupción y descomposición moral de nuestras modernas sociedades, a las que retrató sin la menor piedad en sus numerosos cuentos, relatos y novelas. Fuera de toda discusión es que el escritor brasileño deja un legado enorme para la narrativa criminal latinoamericana.

Gonzalo Hernández S. / Trazas Negras

Del Fondo de la Cultura Prostituta…

Como muchos escritores regionales que han abrazado este estilo, Fonseca se nutre de la forma clásica del pulp a partir de un atracón de lecturas diversas, cuyo arco es prácticamente inabarcable. Ahora bien, si nos guiamos por las palabras de su personaje Peter Winner, protagonista del extraordinario relato Novela Negra (y por lo demás, un perfecto impostor), el eje central de esta tradición es -y será siempre- el gran Edgar Allan Poe. Pero a partir de ahí, desde la obra del brasileño, nace un vórtice que amenaza con devorar las bases mismas de la cultura occidental, si es que algo así resulta concebible.

Es que la cantidad de referencias de todo tipo que abunda en su literatura (que van desde la tragedia griega hasta la cultura de masas tardía, en un cóctel que termina licuándose en la misma sopa de saber chatarra que define a nuestra época) podría fácilmente llenar miles de páginas de una enciclopedia tan ambiciosa como la que soñaron Diderot y sus pares, pero que terminaría dejando un desagradable gusto a fraude; algo tan sospechosamente fatuo como un ensayo de Lyotard, pongamos por caso.

Pienso que ése era precisamente el efecto que Fonseca intentaba lograr, buscando, tal vez, advertirnos del profundo socavón que estaba por venirse en el plano del conocimiento. Un objeto que pasa de ser lo más preciado en la época de la Ilustración, motor de la revolución y el progreso humano, a un mero bien de consumo en el siglo pasado, un producto explotado eficazmente por la publicidad, los medios de comunicación y las universidades; pero aún faltaba el trágico acto final, ese punto de hartazgo que deriva en nuestros actuales tiempos de postverdad, donde la poca dignidad que le queda al viejo saber no resulta mucho mayor que la de las muchas prostitutas (o asesinos a sueldo) que pueblan la obra del brasileño.

Quizás sea por eso que su personaje Zakkai, de la magnífica El Gran Arte, es un enano erudito que gusta de llenar su discurso con innumerables citas de escritores, pensadores y filósofos, todas probablemente falsas. O lo que es peor: casi imposibles de comprobar, debido a su amplio volumen y flujo ininterrumpido. Eso en una novela publicada el año 1983, muchas décadas antes de que empezáramos a hablar de contenidos virales, contaminación informativa o fake news. ¿Mero azar? Intencionado o no, conviene agregar que el mentado Zakkai resulta ser la mente maestra de una vasta organización criminal, lo que también podría ser una pista significativa del destino de la cultura en nuestros tiempos.

Un Universo Vasto e Imperfecto.

Al leer a Fonseca, es difícil no advertir la admiración que este autor sentía por los padres fundadores de la tradición noir norteamericana -léanse Hammett, Chandler, Cain, entre los principales-, pero su literatura no se limita en modo alguno a tributarlos, o a replicar sus técnicas en un escenario distinto. Además de la particular atmósfera de sus obras -donde las calles de Río respiran una violencia aún más soterrada y brutal que la mítica Los Ángeles de los años 40-, Fonseca se las arregla para configurar un universo propio que impregna a todos sus personajes de un apetito desenfrenado por el sexo y la riqueza monetaria, lo que es reflejo de una desazón existencial que los arrastra casi invariablemente a la insatisfacción, la locura y, en última instancia, el crimen.

De este modo, su ficción actúa como el espejo de una sociedad desencantada, nihilista en sus valores, y que además destila injusticia y corrupción desde sus múltiples costados. A pesar de ello, decir que el objetivo de su escritura es la mera denuncia sería limitarla a una función básica. En una de las pocas entrevistas que concedió en vida, Fonseca sostuvo que la misión del escritor es atreverse a expresar lo que la mayoría de la gente evita decir en voz alta. Al mismo tiempo, el que escribe debe estar en profunda discordancia con el mundo que le rodea. No creo que esto haya que entenderlo en el sentido de un inconformismo gratuito; más bien como una oposición vital que ha sido siempre la materia prima de la (buena) literatura, la que se atreve a cuestionar los preceptos y creencias de una época, con independencia de las costumbres de turno, y por lo mismo es capaz de sobrevivir a su tiempo.

Y si hay un elemento que está en el centro de su mira telescópica, éste es sin duda el dinero. Más incluso que el poder, o el crimen; una suerte de Deus ex Machina que circula a lo largo de su narrativa, y cuya oscura influencia trastorna y pervierte la naturaleza de todos quienes participan de sus ciclos de intercambio. Es decir, que nadie se salva del virus. De una parte, el millonario que está dispuesto a pagar lo que sea por comprar una ilusión de seguridad, en la obsesión de que nadie le arrebate lo que tiene. De la otra, el miserable -sin distinción de clase baja o media; para el caso es lo mismo- dispuesto a todo con tal de escalar socialmente: la traición, el robo, el asesinato, el infanticidio incluso, son medios válidos para escapar, también en forma de espejismo, de la pobreza material y espiritual que los rodea.

Para ilustrar esto último, tomemos dos ejemplos de su libro de relatos El Agujero en la Pared. En Placebo, un exitoso industrial se entera de que sufre una extraña y letal enfermedad, lo que lo lleva a agotar todos los medios para obtener una cura que lo salve y extienda su plazo de vida. Obsesionado con el tiempo (no ya para convertirlo en valor contable, sino para evitar que se escurra entre sus dedos), el protagonista se verá envuelto en un macabro rito de santería que involucra el tráfico de fetos frescos, recién salidos del aborto. Lo cual, desde luego, siempre se puede conseguir en el mercado, en la medida en que se disponga de poder adquisitivo para ello.

En Artes y Oficios, en tanto, un nuevo rico ha logrado escapar de la carestía, consiguiendo cuanto desea: riquezas, lujos, una esposa respetable, proveniente de la buena sociedad, vehículos con choferes (en plural), y un amplio etcétera. Solo le falta algo: el respeto intelectual de sus pares. Puede comprar una biblioteca de muchos metros cuadrados, títulos profesionales en universidades de prestigio, pero nada de eso le basta. Necesita una prueba palpable que exhibir en su vitrina, algo que impresione; la oportunidad se presenta a través de un misterioso escritor fantasma que ofrece sus servicios a través de un apartado postal. De este modo, nuestro héroe se convierte en un escritor de prestigio, autor de una novela de renombre, entre otros giros que llevan a un desenlace tan inesperado como amoral.

Al final del camino, y más allá de todo el despliegue de crímenes y vanidades, se nos recuerda lo que ineludiblemente nos espera: la sangre, las secreciones, heces y fluidos que nos constituyen y hermanan a la hora del cierre. Así ocurre en el relato Doscientos Veinticinco Gramos, del libro Los Prisioneros, donde un simpático forense practica la autopsia a una mujer joven, aún bella, frente a los ojos de su dolido amante, al tiempo que le va relatando con frialdad eso que somos en el fondo. A título de sentencia, el legista advierte: La vida de cualquier tipo de carne es la sangre. Está en las Escrituras.

A sus 94 años, la muerte alcanzó a Fonseca en una hora de innegable oscuridad para la humanidad. Más allá del contexto desatado por la actual pandemia, da la impresión de que nuestra especie ha entrado en una de esas espirales de demencia colectiva que de tanto en tanto se repiten en nuestra historia, lo que de alguna manera enfatiza y vuelve más vigente el legado literario del brasileño. En lo personal, me quedo con las palabras del escritor Helios Murialdo, uno de nuestros cultores criollos del género, quien expresó lo siguiente a pocos días de su partida: De Rubem Fonseca celebro el hecho de haberlo tenido vivo por tantos años.

Este artículo ha sido publicado en el segundo número de la revista que puede ser adquirida a través de su sitio web trazasnegras.cl

Fotografía de Rubem Fonseca extraída de folhape.com.br

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