Por Julio Rocha
El enfoque dramatúrgico, propuesto por Erving Goffman en La presentación de la persona en la vida cotidiana (1959), permite mirar las interacciones sociales como si fueran representaciones teatrales. En ellas, las personas desempeñan roles, se mueven en escenografías y siguen guiones adaptados al contexto. Lo que nos propone Goffman es una forma de entender la interacción en donde hacemos lo que hacemos a partir de lo que entendemos que el contexto (escenario) nos está pidiendo. Actuamos para cumplir las expectativas que la sociedad ha entregado a cada rol y a cada espacio, sea simbólico o material.
La tecnología ha transformado profundamente nuestras vidas. Ya no se limita a cambiar cómo nos comunicamos o trabajamos; ha reconfigurado también la manera en que aprendemos, enseñamos y habitamos el mundo.
Alguna vez leí que el maestro nace cuando aparece el aprendiz. Lo interpreté de la siguiente forma: nadie puede enseñar si no hay otro que quiera aprender. El escenario educativo actual ofrece pocas posibilidades de enseñar. Tenemos estudiantes que actúan movidos por la lógica del mínimo esfuerzo y docentes, atrapados en la desidia, la falta de tiempo o la competencia desmedida que impone el capitalismo académico.
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Las instituciones, por su parte, parecen correr hacia un modelo de fábrica de títulos, donde el pensamiento crítico incomoda y en donde representamos todos papeles que nos permiten cumplir con las expectativas y sobrevivir al sistema. Un sistema que nos produce como sujetos funcionales, pero desprovistos de ética y reflexión.
Si bien, las estructuras sociales se encargan de mantener las apariencias y de perpetuar sistemas que naturalizan lo que ya no deberíamos aceptar como normal, ¿qué sentido tiene enseñar o aprender en un contexto donde se premia la eficiencia mecánica por sobre la comprensión profunda?
En este paisaje, ¿cuál es la utilidad de las instituciones educativas? y no se trata sólo de su utilidad institucional, sino de su relevancia cultural y humana en una sociedad que convierte el aprendizaje en un proceso cada vez más individualizado, automatizado y despojado de pensamiento crítico.
Hace más de 60 años, Goffman propuso que la vida social funciona como una obra de teatro: representamos roles, seguimos libretos, cuidamos nuestra puesta en escena. Si aplicamos esa lógica a la universidad actual, la pregunta es inevitable: ¿qué tipo de obra estamos interpretando?
Cada vez más, parecemos actuar por inercia, repitiendo guiones en una escenografía diseñada para simular conocimiento, no para buscarlo. La actuación educativa del 2025 está atravesada por plataformas, inteligencia artificial, dispositivos electrónicos y racionalidad instrumental. Ese es el escenario.
Sin embargo, quizá aún estemos a tiempo de recordar que enseñar y aprender no son actos técnicos, sino profundamente humanos. Que pensar, dudar y preguntar siguen siendo gestos de resistencia frente a un sistema que lo quiere predecible, instrumental, insulso e irreflexivo.
Si la ética es la distinción entre el hacer el bien y el mal, necesitamos la ética de querer aprender y la ética de querer enseñar bien y no simplemente de actuar como si lo estuviéramos haciendo.