La urgente necesidad de resolver conflictos

El asesinato por parte de carabineros de un comunero mapuche en la comuna de Carahue el viernes pasado, una vez más deja de manifiesto la necesidad de que el Estado chileno se haga cargo de los problemas de fondo que genera la mantención de una política de avasallamiento en torno a los territorios de los pueblos originarios y a la política devastadora de la tierra en torno a la sobreexplotación que hacen de ella los grandes consorcios empresariales (forestales, mineras, monocultivos, etc). Si estos no se resuelven de raíz, seguiremos lamentando muertes en manos de cuerpos policiales corruptos y desnaturalizados.

Esta política no puede seguirse sosteniendo ni menos aún defendiendo por parte del Estado y sus administradores. La senda de violencia y confrontación que generan estos atropellos sólo producen más y más asesinatos de personas que se oponen al sometimiento de los consorcios, que se rebelan contra los atropellos institucionalizados, que intentan recuperar derechos y territorios que les fueron arrebatados por los sectores dominantes mediante el uso de la fuerza, sea esta fuerza represiva, militar, policial, judicial, burocrática, pero siempre bajo la responsabilidad estatal.

Ese mismo Estado es el que tiene ahora la obligación y la oportunidad de reparar los daños causados. El despojo de que han sido objeto los pueblos originarios debe ser resarcido por un acto de justicia social. La ocupación y usurpación de los territorios exige una definición inmediata de impulsar una efectiva política de restitución de tierras; el papel de entidades estatales orientadas a esta finalidad -como la Conadi- hasta ahora, ha sido un factor distractor de una solución efectiva, pues ha tenido un desempeño ineficiente, cuando no directamente turbio pues no se avanza sino que se enreda o se convierte en ventana de negocios.

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Ello implicará necesariamente el cambio de modelos de desarrollo económico, pues el modelo actual es precisamente el causante directo de los desastres que hoy estamos presenciando. Desastres no sólo respecto de la ocupación de las tierras de los pueblos originarios sino que también del desastre respecto del uso de éstas. Las grandes plantaciones forestales son una verdadera y desastrosa plaga de pinos y eucaliptus que han devorado las tierras y las aguas de los montes y campos de la franja costera del centro sur del país y se expanden por todo el territorio central de las actuales provincias de Bío-Bío, Arauco, Malleco, Cautín y Valdivia.

Las plantaciones no sólo son plagas que ocupan vastas zonas de territorio sino que para su consumación han arrasado con los bosques y flora nativa, han destruido los vestigios de tierra cultivable disponible para la producción agrícola, han consumido las aguas de la superficie terrestre, de las napas, de los humedales, de esteros, y de cuanta fuente natural de agua haya en sus entornos. Similares flagelos con el agua chilena, y la tierra y el mar, se producen en otras explotaciones empresariales en diversas zonas del país. Además, estas plantaciones de monocultivos forestales arrasan hasta con las quebradas de los espacios que invaden, eliminando con ello la vida silvestre, los ecosistemas que allí se producen y reproducen naturalmente. El pino y el eucaliptus son especies malignas para la sobrevida humana, para la vida silvestre, para la flora y fauna natural; estas prácticas, en manos de los inescrupulosos empresarios chilenos se convierten en plagas criminales.

Estas plagas plantaciones solo sirven para que se repleten de ganancias las cajas fuertes de los grandes empresarios y consorcios económicos dueños de las empresas ligadas al rubro llamado forestal y de la celulosa. Para el país, para los chilenos, para el Estado, no reportan ningún beneficio ni a corto ni a mediano plazo, y a largo plazo solo significan destrucción y muerte. Por lo demás, muchas de estas plantaciones se hicieron bajo el amparo y subterfugios del decreto Ley 701 que impuso la dictadura para beneficiar la instalación de este modelo avasallador.

De todo ello surge la urgencia de poner fin a este modelo de destrucción de las tierras y de definir una política de recuperación de la agricultura, de la flora nativa y de la vida silvestre. En época de calentamiento global y de escases de agua, es absurdo que sigamos sosteniendo un modelo que agrava esas calamidades nefastas para la vida del planeta, de la tierra y de los seres humanos.

Hasta ahora, la respuesta común que ha brindado el Estado para enfrentar estos problemas ha sido la represión, diferenciada sólo por los grados de brutalidad y criminalidad con que la ejercen las fuerzas represivas. El atropello mediante la utilización de las policías, Fuerzas Armadas, aparato judicial y sistema carcelario, como método para aplacar las protestas y demandas de comunidades y pueblos ante el avasallamiento impuesto por los grandes consorcios empresariales, no es solución alguna sino una forma atroz de agravamiento de los conflictos. El uso de la violencia y de la fuerza es la única solución que conciben los administradores gobiernos al servicio de los intereses empresariales. Esta forma de respuesta ha ido en constante incremento llegando a producir el efecto de territorio militarizado en las zonas en conflicto, particularmente entre la provincia de Concepción y de Valdivia que, de pronto, dan la impresión de estar ocupados por una tropa de invasión extranjera.

Tal vez esta es la causal de fondo: la invasión de territorios por parte de empresarios inescrupulosos apoyados por las fuerzas armadas y policiales de un Estado puesto de rodillas ante sus caprichos y avaricias. Pero esta forma de manejar las cosas debe terminar de una buena vez. Es urgente desmilitarizar los territorios invadidos no solo por la necesidad de restablecer derechos y procurar soluciones pacíficas a los conflictos, sino para poner término al papel de servilismo de los uniformados a los intereses empresariales privados; resulta inaudito que las fuerzas policiales y fuerzas armadas (pagadas por todos los chilenos y chilenas) estén organizadas y dispuestas, desplegadas y ocupadas, en proteger las propiedades privadas de empresas atropelladoras de los derechos de los pueblos, de todos los pueblos.

Las fuerzas policiales permanecen instaladas en las propiedades y territorios ocupados por estas empresas brindando protección privada pagados por el Estado. No están prestando un servicio a la comunidad sino que están disponibles para atacar a la comunidad, para reprimir a la comunidad, para matar a la comunidad que se atreva a levantar la voz o ejercer autodefensa contra el atropello patronal o estatal. Esta vulneración no puede seguirse tolerando. Además, esta figura de servilismo al privado y de matonaje ejercido por el Estado al servicio de un privado, es un factor más de la urgente necesidad de refundar los cuerpos policiales chilenos. Ya han sobrepasado con mucho el límite de la tolerancia social y se hace perentorio poner término a su actual estructura, doctrina, métodos, organización, distribución, conformación, y proceder a su radical refundación para volver a crear cuerpos policiales al servicio de la sociedad, de la comunidad, de los pueblos.

El proceso constituyente actualmente en curso, tiene en sus manos la posibilidad única y la responsabilidad social de resarcir los daños que el Estado ha causado sobre su propio territorio y contra su propia población. Así también, como de corregir las deformaciones estructurales que se crearon y fomentaron desde la implantación de la dictadura militar en adelante, tanto respecto del modelo económico como de las funciones de instituciones cuyas funciones han sido totalmente desnaturalizadas por gobiernos al servicio de intereses empresariales.

Es hora de saldar cuentas con la historia, pero también con el presente, pero hacerlo de cara al futuro de la tierra, de nuestra población, de todos los pueblos.

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