Lolita, niña traviesa, 18 años, capaz de todo. Carmen, la sabiduría de la madurez, una experiencia inolvidable. Luna, pasión turca, pecados exóticos. Antonio, cuerpo brasileño, penetración. España, país dispuesto a recortar inversiones públicas, empobrecer un 15 % la vida de sus ciudadanos y degradar las leyes laborales. Precios módicos.
Anuncios de contactos, prostitución, cuerpos mercantilizados, la renuncia a la dignidad personal, el consumo llevado a la carne humana, el impudor en la publicidad de los periódicos, el poder sin seducción dominando a las personas. La enfermedad de la miseria se extiende, sube desde los suburbios, llega a los centros de las ciudades y a las clases medias. ¿Medias? Mujeres que hace un año no estaban condenadas a los márgenes aprenden ahora a bajarse las medias.
Un escritor es un paseante de la vida, de la política y de las ciudades. Aunque dependan de intereses económicos e ideológicos muy determinados, los periódicos dan noticias sobre las catástrofes y las cumbres financieras en un tono de fría objetividad. El mejor aporte de un escritor en un periódico, más allá del estilo, la inteligencia o el prestigio, es la incertidumbre, la conciencia de que las verdades objetivas son débiles y de que pesa mucho la interpretación, los intereses que se esconden tras una mirada. No decir lo que es el mundo, sino lo que un individuo lee en el mundo. Esa perspectiva de orgullosa humildad resulta imprescindible en la prensa de hoy, dominada por las objetividades manipuladoras.
Como paseante por la ciudad de Madrid, camino de la Puerta del Sol y de las reuniones del 15-M, paso con frecuencia por la calle Montera. En mis observaciones de este último año he detectado un notable aumento de calidad en las putas que trabajan en el centro de Madrid. Calidad en los cuerpos, las ropas y los comportamientos. La prostitución callejera, hasta hace muy poco, apenas dos años, reunía un catastrófico testimonio de cuerpos derrotados, un resto de muchachas drogadictas, cadavéricas, sepultadas en vida, que esperaban en los portales el milagro de un negocio sórdido. Más que el deseo, despertaban la compasión. Era el espectáculo de la supervivencia en su estado más bajo, el comercio de una carne que hablaba de la marginalidad de las víctimas y de los verdugos. Los posibles clientes salían también de las tinieblas de la pobreza y la perversión.
Ahora, y pido perdón por fijarme, el nivel de la calle Montera ha subido hasta unos extremos sustanciales. Muchachas que podrían estar en prostíbulos para verdaderos señores, con sus minifaldas provocativas y sus piernas repentinas como una jugada de bolsa o un levantamiento militar, esperan en la acera la visita de sus clientes. Uno las mira y no sólo se abandona a la compasión, sino que debe huir de las malas tentaciones del deseo. ¿Nos convertiremos en puteros o en chulos?
Las crisis las pagan siempre los más débiles. Las mujeres y los inmigrantes llevan las de perder en este desmantelamiento europeo del Estado del bienestar. El aumento de la calidad corporal de la prostitución callejera depende directamente de la degradación social de las condiciones de vida. La epidemia se extiende sin pudor en este asalto neoliberal que liquida las clases medias y abre una brecha cada vez más dolorosa entre el mundo del dinero y el de la necesidad. Vuelvo a pedir perdón por mi curiosidad de paseante, o de curioso escritor, pero he advertido en los últimos días una presencia significativa de putas españolas, italianas y francesas. Lo que parecía una condena propia de búlgaras, rumanas, senegalesas y dominicanas, afecta ahora a la decencia europea más orgullosa.
Después de oír las declaraciones de los líderes europeos y su decidida renuncia a la política, he pensado en las putas de la calle Montera. Hoy nos sometemos a los mercados, es decir, aceptamos la mercantilización de la dignidad y de los cuerpos. Las páginas de economía tienen el impudor de los contactos sexuales. Es la ley de la usura y la posesión. Los políticos del sistema nos piden sacrificios, que es como decirnos que seamos putas y que, además, paguemos la cama. Por precios módicos degradamos nuestras constituciones, nuestros servicios públicos, nuestra legislación laboral.
Luis García Montero
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