Por Tamara Lagos
En los próximos días, el ministro Carlos Aldana dictará sentencia respecto de los acusados por los asesinatos de siete militantes del MIR ocurridos el 23 de agosto de 1984, en Concepción, Los Ángeles y Valdivia. Escribo estas palabras con la esperanza de que lleguen a sus oídos y sepa lo que tiene entre sus manos: la posibilidad de no seguir profundizando nuestro daño y el de todo un país.
En agosto de 1984, unos sesenta efectivos de la CNI viajaron hacia el sur de Chile. Por esos días, mi madre, de veintitrés años, cumplía treinta semanas de embarazo y mi padre desafiaba a la ciencia sosteniendo que yo sería mujer y no hombre como se había establecido y definía, además, que mi nombre sería Tamara.
Crecí en Argentina, en un entorno protegido por el amor de mi madre, mis abuelos y las decenas de «tíos y tías», compañeros de militancia de mis padres, que compartieron mi crianza. Volvimos a Chile a fines del 89 y cumplí cinco años. Cuando cruzamos la cordillera, guardé nieve en mis bolsillos para compartirla con mis primos. Me traje a mi tortuga que, si bien resistió al exilio, no soportó los embates de la postdictadura.
Siempre supe toda o gran parte de mi historia. Sin embargo, ha sido un largo trayecto para que esos «antecedentes» cristalizaran en mí como una experiencia, para que pudiese comprenderla, asir sus consecuencias, entender y aceptar el daño.
Mario Lagos era militante del MIR. Ingresó al partido en la secundaria. La decisión --dicen-- fue evidente. Su propia experiencia vital --ser hijo de la migración campo-ciudad y consecuentemente pobre-- fue la fuente de su convicción. Él perteneció a una generación de hombres y mujeres que vieron en el esfuerzo colectivo la manera de transformar la vida de los más pobres y excluidos. Fue un sujeto activo, cuya vida se definió a propósito de esta causa, y que entregó todo lo que pudo entregar -hasta su propia vida- por la construcción de un futuro distinto para gran parte de la población.
Alrededor de las cuatro de la tarde de ese 23 de agosto, Nelson y Mario viajaban en un microbús que fue detenido y sitiado a la altura de la Vega Monumental de Concepción. Nelson fue secuestrado y asesinado camino a Santa Juana. Veinte años más tarde, uno de sus pasajeros, un niño de seis años por ese entonces, se acercó a mí para relatarme lo que recordaba de ese momento. Me contó que la gente estaba asustada y que Carabineros lanzó bombas lacrimógenas al interior del bus. Y que fue entonces cuando Mario se levantó del asiento y se acercó a su madre para decirle que pusiera a los niños a ras de suelo, que no se preocupara pues no les pasaría nada, que era a ellos a quienes buscaban, que su nombre era Mario Lagos, que por favor lo recordará. Mi padre bajó del microbús con los brazos en alto. Mi padre fue acribillado inmediatamente por las ráfagas de una subametralladora UCI. La bala que lo mató entró por su axila. Los vecinos gritaron «asesinos». Mi padre descendió del microbús con los brazos en alto. Esa imagen, el pedacito de esperanza que se juega en esa imagen, es irreparable.
Somos trece los hijos e hijas de esta historia particular, una muestra de los miles que hoy hacen sus vidas en este mismo país. Hemos visitado las diversas comisiones de derechos humanos que han existido en estos treinta y cuatro años. Hemos escrito documentos, hemos estudiado, hemos hecho tesis, hemos marchado, hemos hecho funas y, entre todo eso, hemos construido nuestras vidas. Nos hemos emparejado, hemos viajado y hemos tenido hijos e hijas a los que hemos tenido que contarles la historia de este país, la muerte de sus abuelos y, lo que es peor, decirles la verdad: que aquí, en el territorio que habitamos, es posible torturar, asesinar y hacer desaparecer a personas sin que ello tenga ninguna consecuencia.
Si el diputado Urrutia y otros tantos se atreven a decir lo que dicen es, en parte, porque el sistema judicial no ha estado a la altura de su tarea; no ha logrado sentar las bases para que el bullado «nunca más» (¿nunca más qué?) de los noventa se haga realidad. Y en el intertanto, los familiares hemos sido expuestos una y otra vez a la inverosimilitud de la burocracia legal, de los argumentos administrativos, de los bostezos de los jueces de la Corte de Apelaciones, de la justicia «en la medida de lo posible». Porque lo posible significa escasa verdad, escasa justicia y, cuando las hay, significa cárceles de privilegio y pensiones millonarias para los culpables. Qué lógica puede tener que sujetos condenados a varias cadenas perpetuas por los crímenes más brutales reciban del Estado pensiones que superan los $ 2.000.000, en un país donde el sueldo mínimo de los trabajadores asciende a $ 276 000.
Ministro Aldana: en sus manos está la posibilidad de reparar en parte los acuerdos básicos que sustentan la vida en sociedad y han sido permanentemente transgredidos: que así como caminamos a diario por las calles con la confianza de que nadie pasará una luz roja y atropellará a los transeúntes, tampoco nadie nos perseguirá y terminará con nuestras vidas y las de nuestros seres queridos por crear, organizarnos y luchar por un mundo distinto. Que la generación de mis hijos pueda crecer con esa certeza mínima es tarea de usted y de sus colegas. Esperamos que estén a la altura.