Por Edmundo Arlt
Los sistemas jurídicos y políticos distinguen claramente, si desean aspirar a ser llamados democracias liberales en un Estado de derecho, entre militares encargados de los enemigos y policías encargados de los delincuentes. Los conflictos entre los primeros los define el código de justicia militar, mientras entre los segundos el código penal. También poseen ambos tribunales diferenciados, militares y civiles, para llevar a cabo los procesos. En Chile esta distinción siempre ha sido difusa.
Los sistemas jurídico y político, el Estado, han entendido a Carabineros de Chile como una gendarmería (gens d’armes), sea esta una organización policial de carácter militar. No, como se entiende en Chile, a los guardia-cárcel. Esto no ha cambiado en sus casi 100 años de historia. Para todos los efectos prácticos, cuando un carabinero cometía un delito contra un civil o viceversa, el sistema jurídico alojaba el conflicto en tribunales militares, definiéndolo según el código de justicia militar, aplicado por fiscales y jueces militares. Sólo en el año 2016, y en estricto cumplimiento de una sentencia internacional por violaciones de DDHH (Palarama vs Chile), el legislador chileno se vio en la obligación de trasladar dichos conflictos a tribunales civiles. En términos concretos: hace menos de una década el Estado chileno dejó de juzgar como enemigos, sino como delincuentes, a quienes entraban en conflicto con su policía militarizada. Piense por un momento si la ley antigua hubiese estado vigente para la Revuelta de octubre.
Cuando se tiene esto en mente, un fenómeno como la "militarización del Wallmapu" adquiere otras características. No es sólo que el Estado aumentara fuertemente la presencia de efectivos, tampoco que los apertrechera militarmente, sino que el conflicto entre Carabineros sea no contra delincuentes sino contra enemigos. Basta con recordar los juicios militares debido a los asesinatos de Alex Lemun, Matías Catrilleo y Jaime Mendoza Collio donde Carabineros era literalmente juez y parte.
Pero la "militarización" no describe con precisión otro fenómeno. Existe un perfil que no es ni enemigo ni delincuente, un tercero que se excluye: el terrorista. Mientras neutralizar al enemigo en pos de resguardar el sagrado orden público era una tarea de Carabineros, era tarea de la PDI y Fiscalía neutralizar a estos terroristas que infundían miedo en la población mediante asociaciones ilícitas ad hoc. Uno irremediablemente se pregunta: ¿Cómo llamar al fenómeno donde un Estado militariza un territorio, restringiendo derechos constitucionales de facto, fabricando el conflicto mediante el código de justicia militar y lo más draconiano del código penal, todo esto con probados montajes policiales exhibidos en los medios de masas corporativos como la Operación Huracán? ¿Es esto ya sólo militarización o estamos derechamente ante una guerra sucia?
Si bien, Gabriel Boric gobierna con quienes fueron artífices de las políticas que llevaron a una Guerra Sucia, me refiero a Socialismo Democrático, decidió negarse a renovar el estado de excepción constitucional del gobierno de Piñera. Esa injerencia en los derechos constitucionales primero justificada por la Revuelta, después por la Pandemia. El nuevo gobierno comunicó que, en vez de continuar las políticas existentes, apostaría por el diálogo. Una reunión simbólica entre el padre de un ejecutado y la ministra del Interior, además de un cambió semántico desde el punitivo "Macrozona Sur" hacia el "Wallmapu" bastarían para comenzar el nuevo apronte político. Ambas acciones fracasaron: una en una balacera, la otra dando explicaciones en Argentina. Pero el posmodernismo político, ese de creer que la realidad depende sólo de nomenclaturas, se volvió a hacer presente con un incomprensible e innecesario "estado intermedio". Se podía hacer lo mismo, custodiar las vías de tránsito con efectivos militares, con el existente estado de emergencia. Otra vez el viejo gatopardismo.
Pero la contradicción absoluta reside en otro lugar. Uno aún más revelador de lo que es este gobierno al mando del Estado en esta guerra sucia.
Si usted hace el ejercicio de leer el borrador de la nueva Constitución se encontrará frente a muchas formas de reparación de los crímenes estatales. La muerte civil para criminales de lesa humanidad (art. 13 – punto 83), la obligación del Estado de buscar a quienes sean víctimas de desaparición forzada (art. 25 – punto 260) o el establecimiento de una defensoría de los pueblos (art. 26-29 – puntos 407-410). Sin embargo, una reparación más silenciosa, una que pasa desapercibida ante la lectura superficial, una que promete una suerte de "nunca más", se encuentra en la regulación de los estados de excepción constitucional (art. 22-29 – puntos 92-100). No sólo estarán dichos estados sujetos a una nueva comisión fiscalizadora, sino que también sujetos al control de los tribunales de justicia. Pero la novedad no reside allí. La novedad es que el estado de excepción constitucional de emergencia, el instrumento legal para la represión de la Revuelta de octubre y del Wallmapu, no existe más.
En corto, estamos frente a un gobierno que hará, por medio de sus coaliciones Apruebo Dignidad y Socialismo Democrático, campaña por el Apruebo a la nueva Constitución, mientras hace uso del estado de excepción constitucional que fue eliminado como una reparación a las violaciones de los DDHH durante el Estallido Social.
Una reveladora contradicción absoluta.