Ante la supuesta contradicción de un Estado Funcional y un Estado Pequeño, el autor de esta columna plantea que «el problema no es el tamaño, sino la capacidad de respuesta del Estado», desmitificando la idea de que su reducción conllevaría necesariamente progreso.
Por Ignacio E. Muñoz Ramírez
En un mundo donde las políticas públicas a menudo se diseñan más para impresionar a los economistas de redes sociales que para resolver problemas reales, nos encontramos con el cuento del «Estado pequeño». Dicen los defensores de esta fantasía que cuanto menos haga el gobierno, más libre será la sociedad. Como si la eficiencia estatal fuera proporcional a la reducción del personal público, y no a una administración bien diseñada. Entonces, ¿Cómo va Chile en este terreno? Bueno, la verdad es que nos hemos vendido la idea de que menos Estado es mejor Estado.
La OCDE nos da algunas pistas. Chile, con un gasto público de cerca del 25% del PIB, está por debajo del promedio de los países desarrollados, que se sitúa alrededor del 40%. A primera vista, esto debería ser un punto de orgullo para los defensores del «Estado pequeño», quienes verán en ello un triunfo del «menos es más». Sin embargo, este dato no cuenta la historia completa. En países como Dinamarca o Suecia, donde el gasto público supera el 50% del PIB, la eficiencia del Estado no solo es elevada, sino que también impulsa altos niveles de satisfacción ciudadana y desarrollo económico.
En realidad, reducir el tamaño del Estado no implica necesariamente que los problemas se resuelvan solos. Si bien países como Nueva Zelanda, con un gasto estatal cercano al 35% del PIB, han optimizado su gobierno, esto no se debe a una poda brutal de empleados públicos, sino a un enfoque en eficiencia y funcionalidad. Mientras tanto, en Chile, el discurso de «menos Estado» ha dejado un sistema que, aunque pequeño, parece estar en perpetuo estado de colapso.
Un Estado funcional no es aquel que gasta poco, sino el que gasta bien. Países como Finlandia, con un tamaño del Estado considerable, han implementado sistemas que permiten una educación pública de alta calidad, una red de salud universal y un sistema de pensiones que realmente cubre a sus jubilados. Y lo hacen con un nivel de corrupción mucho menor que el de Chile, país donde el índice de percepción de la corrupción sigue siendo alto, según Transparencia Internacional, y que, fuera de esas percepciones, nos ha proporcionado una cantidad increíble de "casos aislados" que dan cuenta de ello.
El problema no es el tamaño, sino la capacidad de respuesta del Estado. Chile ocupa el puesto 45 en el Índice de Competitividad Global, lejos de las economías más avanzadas del mundo. Parte de este rezago se debe a la falta de inversión en tecnologías que faciliten una gestión eficiente y a la resistencia a implementar procesos de gestión modernos que optimicen el uso de los recursos. Menos personal público no es sinónimo de más eficiencia, y menos gasto público no es sinónimo de mejor administración. Simplemente, es un ahorro de corto plazo que condena a las instituciones a una incapacidad crónica para responder a las demandas ciudadanas.
La solución, no es recortar más personal, sino invertir en procesos, tecnologías y capacitación. Un Estado que funciona debe actualizar sus metodologías de gestión, implementar herramientas digitales que faciliten la interacción entre el gobierno y los ciudadanos, y mejorar la preparación de su personal público. No se trata de reducir el Estado hasta convertirlo en una miniatura de lo que debería ser, sino de transformarlo en una maquinaria bien engrasada.
Dinamarca no es ejemplo de un «estado pequeño», sino de uno funcional, donde la tecnología y la gestión moderna son aliados en lugar de enemigos del sector público. El informe de la OCDE muestra que los países que han invertido en tecnologías de la información, metodologías ágiles de gestión y personal altamente capacitado, como Estonia y Suecia, son también los que mejor responden a las crisis y más rápidamente se adaptan a los cambios.
Así que aquí estamos, con la idea romántica de que un «estado pequeño» es la clave del progreso, cuando en realidad la historia y los datos muestran otra cosa. Un Estado que invierte en las herramientas necesarias para funcionar mejor es el verdadero camino hacia el desarrollo. Más que reducir el tamaño del Estado, deberíamos enfocarnos en hacerlo más eficiente, en modernizarlo, en convertirlo en un verdadero facilitador de la vida ciudadana y el desarrollo económico. Para que Chile no siga soñando con ilusiones idealistas, sino que empiece a escribir su propia historia de éxito.