«Nos arriesgamos a vivir eternamente como NPCs, atrapados en un sistema que no refleja nuestras aspiraciones ni nuestra humanidad», indica el autor de esta columna, planteando la crítica situación que vivimos delimitados por la capacidad o impacto de nuestro actuar como sociedad frente a las falsas promesas de la democracia liberal.
Por Ignacio E. Muñoz Ramírez*
Los videojuegos han sido una ventana fascinante al escapismo. En estos mundos digitales, nos hemos encontrado con los llamados NPCs (Non-Playable Characters), personajes cuya existencia en el juego se limita a seguir un conjunto predeterminado de acciones, repitiendo diálogos insulsos, inmutables, destinados a llenar de vida un entorno que, sin ellos, sería completamente estático. A lo largo de las décadas, hemos presenciado cómo estos personajes han evolucionado, con gráficos cada vez más sofisticados, pero con una sustancia que sigue siendo la misma: son meros engranajes en la maquinaria de un mundo que no les pertenece.
Haciendo una revisión crítica al papel del ciudadano promedio, es imposible no advertir una inquietante semejanza entre la experiencia de los NPCs en estos juegos y la realidad que enfrentamos en nuestras democracias liberales. Somos ciudadanos dentro de un sistema que prometía participación, igualdad y progreso. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo, vemos cómo muchos de nosotros nos hemos convertido, o quizás siempre lo fuimos, NPCs dentro de esta estructura política.
La promesa de la democracia liberal era la inclusión, el poder de cada voto, la capacidad de influir en el rumbo de la nación. No obstante, lo que hemos visto, especialmente en las últimas décadas, es una creciente desigualdad, una concentración de poder en manos de unos pocos y una clase política que parece cada vez más distante de la realidad cotidiana del ciudadano promedio. Mientras tanto, las diferencias entre los que tienen más y los que tienen menos se han ensanchado a un nivel que empieza a parecer insalvable.
Aquí es donde el capitalismo entra en juego: El capitalismo ha sido el motor detrás del crecimiento económico, pero también ha reforzado la dinámica de poder que vemos en nuestras democracias. Mientras que el capitalismo promueve la libertad de mercado y la competencia, también tiende a concentrar riqueza y recursos en manos de aquellos que ya tienen poder. Esta concentración no solo afecta a la economía, sino que se traslada al ámbito político, donde los intereses de los más ricos y poderosos se alinean con las decisiones políticas, dejando a la mayoría de la población como meros espectadores, o en este caso, como NPCs.
En este contexto, la falta de participación no es simplemente una apatía generacional o un desinterés por la política. Es un reflejo de la desesperanza, de la desconfianza en un sistema que no ha cumplido con sus promesas. Nos hemos convertido en esos NPCs, atrapados en un ciclo repetitivo de elecciones que no traen cambios reales, de protestas que no logran mover las estructuras de poder, de debates que no abordan las necesidades urgentes de la sociedad, ya que los que concentran el poder económico se involucran en la política, financiando posturas que no modifiquen dicha estructura. Como NPCs, seguimos moviéndonos dentro del juego, repitiendo las mismas acciones, esperando quizás una actualización que nunca llega.
Es doloroso reconocer que nuestra percepción de la democracia se ha deteriorado tanto que ya no nos vemos como jugadores activos, sino como personajes secundarios en un guión que no escribimos. La consecuencia más grave de esto es que la democracia, en su forma más pura, depende de la participación activa de sus ciudadanos. Cuando los ciudadanos empiezan a verse a sí mismos como NPCs, el sistema pierde su esencia, se convierte en una simulación de sí mismo, donde las decisiones reales las toman aquellos que ya tienen el control del juego.
La intersección entre capitalismo y democracia revela una paradoja: la misma libertad económica que permite el progreso también fomenta desigualdades que socavan la democracia. En lugar de empoderar a los ciudadanos, el sistema capitalista en su estado actual puede contribuir a que se sientan impotentes, atrapados en un ciclo donde las opciones políticas reales parecen fuera de su alcance.
La solución a este problema no es sencilla, pero debe comenzar con un replanteamiento profundo de nuestra relación con la política. Necesitamos reconectar con la idea de que nuestra voz importa, de que no somos simplemente engranajes en una máquina predefinida, sino que tenemos el poder de cambiar las reglas del juego. Es imperativo que luchemos contra la desesperanza y la apatía, que recuperemos nuestra capacidad de acción y participación. De lo contrario, nos arriesgamos a vivir eternamente como NPCs, atrapados en un sistema que no refleja nuestras aspiraciones ni nuestra humanidad.
Es hora de que dejemos de ser personajes pasivos en un juego diseñado por otros y tomemos el control de nuestra narrativa. El futuro de nuestra democracia depende de ello.
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