Por: Andrés Fonseca López
El año 2017, la Universidad de Oxford instaló la preocupación en el mundo laboral con la publicación de un informe que advertía sobre la pérdida masiva de empleos a mediano plazo. Esto por efecto de la «revolución industrial 4.0» que supondría la introducción masiva de nuevas tecnologías en distintos sectores productivos. Los avances en robótica, Inteligencia Artificial y otros campos tecnológicos de vanguardia traen de la mano mayores niveles de automatización de ciertas labores y, eso, lógicamente, se podría traducir en pérdida de puestos de trabajo.
En su momento, el estudio generó reacciones dispares. Hay quienes, catastrofistas, anunciaron la materialización de las predicciones del sociólogo y economista estadounidense Jeremy Rifkin que ya a mediados de la década del noventa del siglo pasado predecía el fin del empleo. Otros, en cambio, pusieron paños fríos, y señalaron que, si este proceso de automatización se llevaba a cabo, sería progresivo. Y, por otro lado, así como lo han hecho otras tecnologías previamente, su irrupción también traería de la mano nuevas oportunidades laborales. Por ejemplo, la automatización podría acabar con los trabajos rutinarios y abrir la puerta a empleos de nuevo tipo: creativos, de mayor complejidad, menos repetitivos y mejor remunerados. Después de todo, alguien tiene que fabricar, programar y controlar a los robots, ¿o no? Pero, finalmente, todo parece indicar que, al menos en primera instancia, los catastrofistas tenían la razón. ¿Por qué?
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En la necesidad de cumplir con las medidas sanitarias en medio de la pandemia del Coronavirus, las tecnologías de información y las comunicaciones han permitido sostener en gran medida las operaciones del aparato productivo, pero también del comercio, servicios sociales y otras actividades esenciales. Por ello no es exagerado afirmar que la pandemia aceleró los procesos de adopción de nuevas tecnologías. Y, de hecho, así lo confirma un informe de Fondo Monetario Internacional que, además, da cuenta de una significativa pérdida de empleos, sobre todo empleos precarios de baja cualificación, ahora efectuados por robots. Y no podía ser de otra manera. Es que la adopción de nuevas tecnologías se ha efectuado a la velocidad del carácter de urgencia que imprime la pandemia. Mientras que los nuevos empleos que eventualmente podrían desempeñarse en un entorno productivo hipertecnológico, no se crean de la noche a la mañana. Se requiere, primero que todo, que los trabajadores ingresen a trayectorias formativas en conocimientos, habilidades y competencias afines a este nuevo escenario en ciernes; proceso que, se entiende, es de mediano y largo plazo.
Así mismo, el perfil de los trabajadores precarios que comienzan a verse desplazados por la adopción de nuevas tecnologías, está lejos de corresponder al perfil del trabajador cualificado, con capacidades previamente instaladas, que emprende procesos de actualización a las nuevas necesidades de la industria por medio de la formación continua. Es más, la pandemia ha demostrado que gran parte de la población adulta sufre de analfabetismo digital, lo que retrasa la adopción de saberes que serán básicos en los trabajos del futuro, pero también en los de hoy.
En ese sentido, para la situación de Chile, con el objetivo de evitar tasas de desempleo de dos dígitos crónicas, resulta urgente que el Estado junto con instituciones educativas públicas y privadas orienten sus esfuerzos y mallas curriculares hacia las necesidades de los empleos futuros. Porque es triste constatar la masiva oferta de carreras profesionales y técnicas de baja empleabilidad actual y prácticamente nula empleabilidad futura.
También resulta urgente revisar la vocación productiva del país: somos consumidores pasivos de alta tecnología, pero en ningún caso productores. Eso implica que las empresas pronto importarán robots que reemplazarán a nuestros trabajadores, pero no tendremos relevancia en el campo de la producción, programación, control y reparación de los mismos que es el campo laboral que podría dar cabida a la masa de trabajadores desplazados por la automatización.
Por último, y aunque suene lejano, también es importante considerar que el trabajo tal como lo conocemos está en extinción. Como advertía el antropólogo David Graeber, muchos trabajos actuales son simplemente prescindibles para la sociedad. Y esta tesis la pandemia la ha demostrado con creces. Por ello, no resulta descabellado pensar en una Renta Básica Universal que garantice medios de subsistencia a la población marginada por un eventual desempleo masivo. Después de todo, la sociedad altamente tecnologizada produce niveles de riqueza tales que, con políticas redistributivas, puede dar bienestar a la totalidad de la población.