Se quedó quieta y cerró los ojos, aferrándose a la manta que la cubría. Asumió que debía lidiar con el miedo una vez más. Como cuando era una niña y se despertaba en mitad de la noche con el sonido de pasos en la escalera. Solo que esta escalera era muy diferente a la que había en casa de sus padres. Ninguna alfombra, ningún descanso, ninguna baranda entre cuyas elegantes terminaciones jugara su imaginación a hallar las figuras más inocentes.
No, no era la misma escalera. Ni tampoco lo eran estos pasos, que sonaban secos y pesados sobre la madera desnuda que crujía ruidosamente, como quejándose de la presencia de quien venía a sembrar de terror esa noche tan distinta a las otras. El miedo, sin embargo, la paralizaba de igual forma con su gélido susurro. Peor aún, sabía que por mucho que gritara, esta vez su madre no se levantaría presurosa para ir en su ayuda. En la habitación contigua tampoco había nadie que pudiera escucharla. Probablemente en la manzana completa no lo hubiera. Así de sola se sentía, con esos pasos que no se detenían, asemejando las pisadas de unos verdugos que finalmente la habían encontrado.
Sintió ganas de estar muerta para no continuar experimentando ese miedo, que a medida que los pasos se acercaban, poco a poco le fue pareciendo menos irracional y más justificado. Alguien, efectivamente, venía a su encuentro. Comprendió que en tan insólita situación podía caber la posibilidad de que aquello no fuera más que un mal sueño. Aun así gritó cuando los pasos se detuvieron frente a su puerta y la manilla comenzó a girar. Un grito casi mortal que atravesó tiempo y espacio, para conectarse con todos los otros gritos que de niña lo precedieran. Tal vez por eso consiguió desahogarse, y esperar con digna resignación a que la sombra que la apuntaba con un arma frente a su cama se decidiera a abrir fuego, para entonces despertar de su pesadilla.
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