Supongo que ella no ha olvidado lo que ocurría en medio de todas esas noches infernales. Tampoco yo he podido, y eso que ha pasado un buen tiempo, he dejado la mala vida y asisto con regularidad a sesiones de terapia para estranguladores. Yo no la echo de menos, ni ella a mí. Pero he de reconocer que entre la sordidez del bajo mundo nos las arreglamos para construir algo, juntando nuestras respectivas soledades y nuestra naturaleza vil. No creí que pudiese siquiera aproximarse al amor, aunque bien valía la pena pensar en ello cuando te despertabas intentando hacer la terrible memoria de lo que hiciste la noche anterior.
Tania era sin lugar a dudas la chica más guapa de aquel cabaret. Tenerla desnuda entre mis brazos equivalía a paralizar el tiempo y contemplar el infinito. Allí, en medio de ese par de pechos encontraba el valor suficiente para no cuestionar ninguna orden, para ejecutarlo todo..., y a todos. Por mí, el mundo podía seguir girando mientras mis manos se perdieran caderas abajo, aunque el monstruoso aullido de la clientela fuera constante y salvaje.
En algún momento alguien nos llamó la pareja perfecta. Ella cultivaba una peligrosa afición por el dinero, y yo disfrutaba dándole una utilidad a mi violencia. Ella no se inmutaba en ofrecer su cuerpo a extraños con tal de obtener jugosas divisas -su cabeza, eso sí, siempre me guardó fidelidad-, y yo acumulaba un impecable currículum de sicario, con decenas de asesinatos a mi haber, la mayoría de ellos por estrangulamiento. Fuimos, ante todo, excelentes profesionales.
Después de cada jornada, poco antes de la salida del sol, ambos coincidíamos en la barra del local de don Manuel. Entonces nos poníamos al corriente de lo que había hecho cada uno. Sentimientos extraños, como los celos y la culpa, llegaron a parecernos bajos y ridículos. Y es que uno se perdía en el cuerpo de Tania y si no se aferraba a la tierra podía morirse allí mismo, amándola. Le pasó a más de algún cliente que no supo tomar resguardo y se dejó llevar. Para mí, en cambio, perderme en ella era como nacer nuevamente, como ser devuelto al mundo y renovado por el placer, como decía un poema de Gonzalo Rojas que una noche me enseñó como su favorito.
Como suele ocurrir en estos casos, nuestra sórdida rutina sufrió un corte brutal de un momento a otro. Uno conoce perfectamente las aguas en las que se sumerge, y por supuesto me extrañó que una mujer así pasara desapercibida para los afilados colmillos de don Manuel. Él tenía su esposa, claro, pero se rumoreaba que del ramillete de bailarinas que danzaba en su tugurio, tres eran sus novias. Y la noche en que Tania apareció en la barra del brazo de don Manuel, experimenté un sentimiento único, como si algo muy frágil en mitad de este duro cuerpo que es el mío, se rompiera en pedazos. Me sentí maldito. Don Manuel había decidido quedarse con lo poco y nada que me permitía seguir respirando en medio de ese inframundo. Había decidido arrebatarme mi cable a tierra, y supe de inmediato que no sería capaz de aceptarlo, que mi profesionalismo se iría al carajo, que mis manos acabarían en su garganta quitándole la vida, mientras ella presenciaría la escena pálida como un muerto, en una esquina del baño, con las líneas cortadas en el lavamanos. Porque claro, yo únicamente me defendí, como lo haría cualquier hombre de verdad, frente al desamparo en que me dejaría.
La apartaría también de mi lado, eso era seguro; si yo la hubiera visto entregarse a otro con el mismo éxtasis con que se entregaba a mí, también la hubiera dejado. Le había revelado mi secreto profesional, y aunque Tania lo conocía, no estaba dispuesto a presenciarlo. Se terminó así la pareja perfecta, y mientras el cuerpo de don Manuel daba sus últimos espasmos, yo miraba fijamente los ojos sin lágrimas de mi bailarina. Los veía y comprendía todo. Ambos lo comprendíamos. Era amor, después de todo. Y la nuestra, no, no podía ser más que una relación profesional. Estábamos condenados a ser únicamente el bálsamo con el que suavizar hasta el olvido toda la demencia de esas noches. Jamás ir más allá. Y Tania tomó su escasa ropa y se marchó. Yo me quedé terminando el procedimiento, oculté el cuerpo, e hice lo propio.
Tuvo que pasar un largo tiempo, unas cuantas sesiones de terapia incluidas, para dejar atrás lo ocurrido y retomar mi vida. No ha sido fácil, pero aquí estamos. Y como dijera al principio de este informe para mi psiquiatra, he dejado la mala vida. Me he convertido al fin en una buena persona, o al menos estoy en eso.
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