Detrás de la propuesta del voto obligatorio, está la clase política tratando de armar el naipe, intentando recuperar la iniciativa en el contexto en que las maquinarias partidarias saben funcionar: las elecciones.
Por Felipe Soto Cortés
Tras la aprobación de la inscripción automática y el voto voluntario en Chile, a partir del año 2012, las discusiones sobre la baja participación en la elección de los representantes de la ciudadanía ha sido parte de la cantinela de analistas, que se sirven de esta realidad "inmutable" para hablar del desinterés de la ciudadanía en la política -como si la única forma de participación política fuera el voto- y así hacer sus proyecciones.
No debiera estar en duda que la baja participación en una elección le quita legitimidad a un proceso, pero lo que llama la atención es el porqué querer modificar el mecanismo del escrutinio, en el actual contexto de la debacle de los partidos políticos.
Se trata, nuevamente, de los manotazos de ahogado.
Una de las lecciones que dejó la reciente elección de convencionales constituyentes, es que el voto voluntario arrastra, en la actualidad, solo a una suerte de voto duro e informado, cuyas opciones eleccionarias dejaron de lado la manera de actuar del votante promedio acostumbrado, medido y encuadrado, escogiendo en su mayor parte representantes independientes, feministas, socioambientales, del apruebo y de tendencia hacia la izquierda, dejando a los partidos de la Concertación y la derecha reducidos a escuálidos resultados.
Los resultados estuvieron lejos de las proyecciones de cualquiera analista, y fueron para todos, sin excepción, una sorpresa, pese a que se siguió manteniendo la tendencia 80/20 de la votación del Plebiscito de Octubre 2020.
Una iniciativa de reposición del voto obligatorio podría hacer pensar ingenuamente que se trata de una manera de poder dotar de legitimidad al proceso. Sin embargo, se trata de poder acceder a un nuevo bolsón de votantes no inclinados por alguna opción política y un jugoso grupo de "indecisos", lo que significa tierra fértil para la campaña parlamentaria de noviembre.
Los algoritmos digitales de las campañas publicitarias y de propaganda política han adquirido un papel demasiado relevante en las elecciones como para pensar ingenuamente que esta jugada se trata de un movimiento con intenciones honestas. La utilización de softwares colgados a información contenida en servidores del Big Data, permite hacer campañas políticas focalizadas social y geográficamente en los hogares de personas indecisas o alejadas del proceso político, generando así la posibilidad de tendenciar a indecisos en su inclinación por quién sufragar. Es decir, a través de programas pueden georreferenciar sus campañas para encausar sus esfuerzos y así atrapar al voto dubitativo, "apolítico" o desinformado.
Nada más lejos, por tanto, de alguna intención por darle legitimidad a nuestro sistema político electoral.
Si nuestra clase política estuviera pensando en legitimar y darle respiro a un nuevo sistema político y no en salvar el añejo y corrupto régimen, se habría planteado transparentemente avanzar en profundizaciones democráticas, apuntando a abrir espacios políticos a iniciativas populares de ley, decisiones debatidas comunitariamente, en forma de asambleas resolutivas normadas o elecciones por sorteo para ciertas instancias. Demandas que por cierto se arrastran desde hace más de 30 años.