La praxeología, promovida por la Escuela Austríaca --especialmente por Ludwig von Mises y Murray Rothbard--, sostiene que la economía puede deducirse lógicamente a partir de un axioma a priori de la realidad: la "acción humana". Según esta doctrina, no se necesitan datos, experimentos ni modelos estadísticos. Todo se deriva de la razón pura.
Es, en esencia, una teología económica: parte de una verdad revelada (el individuo racional que actúa libremente) y construye sobre ella un sistema cerrado, inmune a la evidencia, como un terraplanista en el espacio.
Por Ignacio Muñoz
Hace casi un siglo, Walter Benjamin, en su ensayo La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1936), lanzó una advertencia que hoy resuena como un eco siniestro en las redes sociales, los podcasts de cripto bros (ni de izquierda ni de derecha) y los salones de las fundaciones financiadas por oligarcas: el fascismo no regresará con uniformes negros ni desfiles militares, sino disfrazado de libertad, con la bandera del mercado y el grito de "¡basta de Estado!".
Benjamin advertía: "Cuando el fascismo busca dar al ocio de las masas la apariencia de una participación en el poder, lo hace mediante la estetización de la política". Hoy, ese disfraz ha evolucionado. Ya no es solo la estética, sino el lenguaje: el tecnicismo vacío, el dogma disfrazado de ciencia, la autoridad fingida de quienes nunca han pisado una oficina de empleo público, pero que hablan de "libertad" como algo que sólo existe para el 1% más rico.
Y en el centro de este espectáculo, la praxeología --ese fósil del pensamiento económico que jamás pasó por revisión por pares, que nunca generó predicciones verificables, y que, sin embargo, se ha convertido en el catecismo de los libertarios-- cumple el papel de metodología legitimadora.
Walter Benjamin tenía razón. Y el Chile de 2025 es una de sus pruebas más contundentes.
La praxeología, promovida por la Escuela Austríaca --especialmente por Ludwig von Mises y Murray Rothbard--, sostiene que la economía puede deducirse lógicamente a partir de un axioma a priori de la realidad: la "acción humana". Según esta doctrina, no se necesitan datos, experimentos ni modelos estadísticos. Todo se deriva de la razón pura.
Es, en esencia, una teología económica: parte de una verdad revelada (el individuo racional que actúa libremente) y construye sobre ella un sistema cerrado, inmune a la evidencia, como un terraplanista en el espacio.
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Pero la ciencia no funciona así.
La economía moderna, tal como la practican instituciones como el Banco Mundial, el FMI o las principales universidades del mundo, se basa en el método empírico. Un estudio de Angrist y Pischke (2010), publicado en The Journal of Economic Perspectives, demuestra que la revolución de la "credibilidad" en la economía ha priorizado el diseño de estudios que permitan inferir causalidad a partir de datos reales, no de silogismos filosóficos.
Mientras tanto, la praxeología sigue rechazando los métodos cuantitativos, argumentando que "no pueden capturar la subjetividad del actor". Lo que en realidad significa es que no pueden validar sus predicciones.
Peor aún: cuando se somete a prueba, falla.
Un análisis del National Bureau of Economic Research (NBER, 2021) comparó las predicciones macroeconómicas de modelos basados en equilibrio general con supuestos realistas, versus las de escuelas austríacas. El resultado fue contundente: los modelos austríacos no solo tuvieron peor desempeño, sino que sistemáticamente subestimaron el impacto de las políticas fiscales y monetarias durante crisis.
Es decir: mientras Chile se desangraba en el Estallido, los "praxeólogos" seguían diciendo que "el mercado se autorregularía", como si la miseria fuera un fenómeno monetario.
Hoy, en Chile, cualquier joven con un podcast, un traje ajustado y una cita cliché de Mises es considerado "economista" por los medios. No importa que no haya publicado un solo artículo en una revista con revisión por pares. No importa que su formación sea en dibujo técnico o en derecho. Si habla de "libertad", "impuestos como robo" y "la mano invisible", ya es un "referente".
Estos "expertos" surgen de fundaciones como Fundación para el Progreso (FPP) o Faro, financiadas por millonarios que tienen mucho que ganar con la desregulación. Un informe de CIPER (2023) reveló que más del 60% del financiamiento de estas organizaciones proviene de fuentes no declaradas, muchas vinculadas al sector minero y financiero.
No es independencia intelectual. Es mercadeo ideológico.
Y su mensaje es tan simple como falso: el Estado es malo, los impuestos son inmorales, y cualquier regulación es una conspiración contra la libertad.
Pero ¿qué pasa cuando se analizan sus propuestas con los presupuestos reales?
Un estudio del Centro de Estudios Públicos (CEP, 2024) evaluó los planes económicos de los principales partidos libertarios en Chile y encontró una constante: ninguno de ellos presenta un análisis fiscal serio. Prometen recortar el 30% del gasto público, pero no especifican qué recortarán. Hablan de "eliminar ministerios", pero no explican cómo se gestionarán las fronteras, la salud o la educación sin ellos.
Peor aún: sus proyecciones de crecimiento (siempre arriba del 5% anual) no tienen base en modelos económicos reconocidos, sino en afirmaciones del tipo: "con libertad, la economía florece".
Es como decir que, si quitamos los frenos del auto, irá más rápido... sin considerar los precipicios.
Aquí es donde Benjamin vuelve a tener razón.
El libertarismo no vende políticas. Vende una estética: la del hombre libre, autónomo, que no depende de nadie. El "emprendedor" que trabaja desde una cafetería con su Notebook, mientras escucha The Joe Rogan Experience.
Es una imagen poderosa. Pero es una ilusión.
Porque mientras se glorifica al "hombre que se hace a sí mismo", se oculta que el 78% de los emprendimientos en Chile fracasan antes de los cinco años (Ministerio de Economía, 2023).
Y que el 43% de los trabajadores independientes ganan menos que el salario mínimo (INE, 2024).
Pero eso no importa. Lo que importa es la imagen: la del individuo soberano, que no necesita del Estado, ni de sindicatos, ni de regulaciones.
Este discurso no es nuevo. Es el viejo mito del Homo economicus, el ser racional, calculador, que toma decisiones óptimas.
Pero la evidencia lo desmiente.
Kahneman y Tversky (1979), en su teoría de las perspectivas, demostraron que los humanos no tomamos decisiones racionales, sino que estamos sujetos a sesgos cognitivos.
Thaler y Sunstein (2008), con el nudge, mostraron que pequeñas intervenciones estatales pueden mejorar drásticamente los resultados económicos y sociales.
Pero los praxeólogos ignoran esto. Prefieren un modelo que nunca existió, porque les sirve para justificar un mundo que sí existe: uno donde los ricos deciden, y los pobres obedecen.
Lo más irónico es que estos libertarios, que juran odiar al Estado, no dudan en usarlo cuando les conviene.
Reciben subsidios para sus fundaciones, usan la infraestructura pública para sus eventos y demandan al Estado cuando sus derechos de propiedad se ven afectados.
Pero cuando se trata de pagar impuestos, de regular el medio ambiente o de garantizar derechos laborales, el Estado de repente "no debería existir".
Como señaló Piketty en Capital e Ideología (2019), las élites siempre han defendido el Estado cuando les sirve (para proteger la propiedad, para reprimir huelgas, para garantizar contratos), pero lo atacan cuando se trata de redistribuir.
Y en Chile, este doble discurso ha tenido consecuencias reales.
Mientras se bloquean reformas fiscales progresivas, se privatizan recursos naturales, y se desmantelan regulaciones ambientales, el 1% más rico concentra el 33% de la riqueza nacional (CEPAL, 2024).
Y los "expertos" que lo defienden no están en las comunas más pobres. Están en Las Condes, dando conferencias pagadas por empresas que se benefician de sus ideas.
Walter Benjamin no vivió para ver el auge de los libertarios digitales, los podcasts de ultraderecha, ni las fundaciones que venden ideología como si fuera innovación.
Pero entendió el mecanismo: cuando el poder quiere mantenerse, no lo hace con la fuerza, sino con la seducción.
Hoy, el fascismo no pide lealtad al Estado. Pide lealtad al mercado.
No promete orden, sino "libertad".
No habla de jerarquías, sino de "meritocracia".
Y su iglesia no tiene altares, sino podcasts, conferencias y redes sociales.
La verdadera libertad no es la ausencia de Estado, sino la posibilidad de que todos tengamos voz en cómo se organiza la sociedad.
No es la libertad de explotar, sino la libertad de vivir con dignidad.
Y no se construye con dogmas, sino con evidencia, diálogo y justicia.
Mientras sigamos confundiendo la praxeología con ciencia y a los gurús de YouTube con economistas, seguiremos bailando al ritmo de una ideología que no busca liberarnos, sino domesticarnos.
Benjamin lo vio venir.
La pregunta es: ¿nosotros también?
Fuentes:
Angrist, J. D., & Pischke, J. S. (2010). The Credibility Revolution in Empirical Economics. Journal of Economic Perspectives.
Kahneman, D., & niversity Press.
Piketty, T. (2019). Capital and Ideology. Harvard University Press.
NBER (2021). Austrian Business Cycle Theory: A Post-Mortem. Working Paper.
CEPAL (2024). Desigualdad y Concentración de la Renta en América Latina.
Ministerio de Economía (2023). Informe de Supervivencia de Emprendimientos en Chile.
INE (2024). Encuesta Nacional de Empleo y Trabajo Independiente.
CIPER (2023). Financiamiento oculto y lobby ideológico en Chile.Tversky, A. (1979). Prospect Theory: An Analysis of Decision under Risk. Econometrica.
Thaler, R. H., & Sunstein, C. R. (2008). Nudge: Improving Decisions About Health, Wealth, and Happiness. Yale U