«Tenemos que prepararnos para la invasión de Irak», me decía un colega allá por setiembre de 2002. Tres años antes había decidido cubrir zonas de conflicto y mi instinto me decía que era otra guerra a cubrir, con la lógica más irracional para unos y más coherente para otros: la atroz lógica de la guerra.
La llegada a Bagdad se convirtió en realidad tras la invasión y ocupación. Me convertí desgraciadamente en testigo privilegiado de la historia de un conflicto permanente, con mil aristas que se empeñan en ocultar y que los medios se obstinaban en denominar la posguerra de la guerra que nunca fue. Un discurso que alimenta la confusión y crea «corresponsales de guerra» con pies de barro, que cuentan sus historias como en un reality y obvian la tragedia humana de las víctimas, de todas las víctimas.
Lejos están los ecos de las manifestaciones masivas contra la invasión a Irak, aquellos días cercanos al 20 de marzo de 2003 y durante la caída de Bagdad, un día como ayer, el 9 de abril, hace diez años.
La pregunta ahora es dónde estallará el próximo conflicto, mientras los tambores de guerra no cesan de resonar ¿Irán, Corea? Y sin embargo, para los iraquíes la guerra está en casa, en sus mentes, en sus corazones.
Falaz fue la declaración del 1 de mayo sobre «el fin de la guerra» y que con desidia repetían los medios. El conflicto se vive diariamente como un estigma que los atormenta. Porque su bendición «es nuestro castigo», reiteran los iraquíes. «Sin petróleo, nunca nos hubieran invadido».
Un país sin alma
Cada día es un nuevo suplicio. Se manifiesta en los rostros, en el andar cansino de los cuerpos, en las miradas lúgubres de los adultos y la tristeza prematura de los niños.
Hace 10 años se abrió la caja de Pandora. Ante cada regreso a Irak para cubrir los acontecimientos se observa la obscenidad de este conflicto eterno. Obsceno es el término más ajustado para calificar la situación en Irak, después de doce viajes y años acumulados de estancia, un récord en la prensa latinoamericana.
Una obscenidad que estremece. Después de diez años de la prometida democracia, esta solo es un recurrente recurso discursivo que convence a algunos. En las calles de Bagdad hay quien repite: «Preferíamos a Saddam». Aunque eso no lo exculpe de sus atrocidades, muchas y de las más crueles.
Pero los «Martillo de Hierro», «Ciclón Ascendente», «Ráfaga de Relámpago» se multiplicaron y se cobraron sus víctimas con descaro. Víctimas que nada sabían de armas químicas, rutas del petróleo o posicionamientos geoestratégicos.
Si el papel del Ejército de EEUU consiste en mantener la seguridad en el mundo para su economía, como dijo el Mayor Ralph Peters, y que «para alcanzar esta meta, estamos dispuestos a matar a un número aceptable de personas» ¿Cuál es el número aceptable de víctimas que se tendrá que cobrar en Irak? «Quieren un Irak sin iraquíes», escuché repetidamente en Irak estos diez años y la idea no resulta tan descabellada.
Lo demuestran las desapariciones, arrestos arbitrarios, centenares de muertos en circunstancias sospechosas y víctimas causadas por la destrucción del sistema de asistencia sanitaria, la red hidráulica y la devastación de los cultivos agrícolas. El 40% de los conductos han sido destruidos, lo que provoca falta de agua potable. Más de un cuarto de millón de niños no se han vacunado y corre el riesgo de morir por enfermedades evitables. La asistencia escolar cayó un 65% y el uranio empobrecido aumentó los casos de cáncer en un 1.200%.
Pero para destruir una sociedad, hay que desmantelar también la educación y hacer desaparecer a sus cabezas pensantes. Son más de 400 los profesores universitarios desaparecidos y asesinados selectivamente, y varios cientos más que han huido.
La salud de la población está seriamente afectada a partir de uno de los crímenes de guerra que se confirmó en 2006, cuando se admitió la utilización de bombas de fósforo blanco, conocido como el nuevo Napalm -el tristemente célebre Agente Naranja, utilizado por los estadounidenses en Vietnam contra los civiles y fabricado, entre otras, por la empresa Monsanto-.
«Se detectaron nuevos casos de cáncer sobre todo en los niños y personas que permanecieron en Falujah durante los infinitos ataques. Es probable que hayan recibido grandes dosis de radiación, pero nuestra capacidad hospitalaria está saturada», denunciaba Muhamad Tareq al-Darraji, director del Centro de Estudios de Democracia y Derechos Humanos de Falujah.
El testimonio de exmarines después de la operación reveló la magnitud del crimen «Oí la orden de que estuviéramos atentos porque acababan de utilizar el fósforo blanco. En la jerga militar se le conoce como Willy Pete… quema, derrite la carne hasta los huesos… he visto cuerpos quemados de mujeres y niños… fue un genocidio, un homicidio masivo», manifestó uno de ellos en la RAI. El saldo fue 36.000 hogares, más de 60 escuelas y 75 mezquitas destruidas.
«No me interesa el tiempo transcurrido desde la ocupación, me importan las consecuencias y eso está a la vista», señala Hakim tras el mostrador de un negocio sobre la calle Yafa frente a la otrora llamada Zona Verde, donde los muros de protección se multiplican. «Mire a su alrededor», invita.
Coches sin orden que se cruzan y atascos eternos. No hace demasiado tiempo, se veían los convoy militares y las hileras de Humvees con carteles en su parte posterior traducidas al árabe con la consigna «Guarde la distancia o disparamos».
Lejos del discurso de pacificación y orden, las atalayas de cemento y barricadas ganan espacio, la reconstrucción es inexistente y la inseguridad es tema diario. A los cortes de energía cada cuatro horas, la escasez de agua, la falta de medicinas, el crecimiento de la pobreza y la desocupación, se suma la aparición de nuevas enfermedades producto de la carencia de infraestructuras.
La guerra que comenzó hace 22 años
«Esta es una pregunta difícil. Pero sí, nosotros pensamos que valió la pena» dijo la exsecretaria de Estado Madeleine Allbright cuando en 1996 le preguntaron sobre la muerte de 500.000 niños en Irak.
Y es que esta guerra comenzó el 17 de enero de 1991 con los primeros ataques norteamericanos contra Irak, que causaron 200.000 víctimas. El embargo fue el asesino que acechaba silencioso y mataba sin cesar, provocando que medio millón de iraquíes murieran por desnutrición y falta de medicinas entre 1991 y 1998. Dos décadas más tarde, las cifras se multiplicaron y el asesino no es el embargo, sino los efectos de la ocupación que los fumigó con armas químicas.
Y fumigar no es una palabra elegida arbitrariamente. «Debemos superar etapas militares muy, muy brutales, para tratar con esta gente», decía Rush Limbaugh, consejero de Bush: «Puede que tengamos que utilizar más armas que las convencionales contra estas personas. Es como si quieres deshacerte de vuestras cucarachas con insecticida…». Esas palabras plasman la terrible vida cotidiana de los iraquíes, que perdieron su condición humana bajo la mirada del ocupante.
Con un saldo de 1,2 millones de muertos civiles -según la revista médica británica «The Lancet»- se convirtió en el primer genocidio del siglo XXI.
Pero junto al genocidio hubo un «urbicidio» -no se ha reconstruido ni el 5% de los edificios que se destruyeron durante la invasión- y un «memoricidio». Se ha destrozado la memoria de la humanidad -como se considera a esa zona de confluencia de los ríos Tigris y Eúfrates- con total impunidad. Y mientras la ocupación hizo retroceder siglos el estado jurídico de las mujeres, se destruyó el tejido social, económico, sanitario, educativo y se aniquiló la cultura, se desencadenó una ola de ejecuciones extrajudiciales de rebeldes, nacionalistas y opositores a la ocupación y civiles del Baath.
Pero el interés por provocar una guerra civil se topó con la resistencia de los iraquíes a dar paso a la proclamada balcanización de la sociedad y cultura islámica y árabe.
Los sumergieron en una ola de atentados donde se sospecha de la injerencia de los servicios de inteligencia de EEUU, Gran Bretaña e Israel, agentes árabes, o los llamados «locos» azuzados por el Grupo de Operaciones Preventivas Proactiva, el P2OG del exsecretario de Defensa estadounidense Donald Rumsfeld diseñado para estimular la reacción «terrorista». Se intentó utilizar el conflicto interno como parte de su estrategia de retirada. «Rechazamos la guerra civil», me manifestó el 90% de los iraquíes consultados. Y ellos intentan resistir.
El mismo Saddam, amado y odiado, llamó a los iraquíes a que no cayeran en una guerra fratricida durante el juicio que ordenó su ahorcamiento. El arzobispo latino de Bagdad, monseñor Jean Benjamin Sleiman, advirtió de que «desde el final de la guerra hasta hoy estamos en un gran caos. Vivimos verdaderamente en un país sin reglas. Han vuelto a resurgir realidades que parecían muertas, como el tribalismo y el fanatismo», agregó, en pleno éxodo masivo por las amenazas de los islamistas rigoristas.
Las mil caras del conflicto
La limpieza étnica se inició desde los albores de la invasión. Los kurdos, apoyados por Israel y la CIA y asentados en la región de Kirkuk -abundante en petróleo-, llevaron a cabo el proceso inverso de arabización que les infligió el régimen de Saddam.
Desatada la «guerra de las mezquitas», las consecuencias han sido hasta ahora la destrucción de centenares de templos y miles de muertos y heridos. Se ha denunciado que los servicios de Inteligencia de EEUU e Irán serían los responsables de estas matanzas para la generación del caos. Mientras tanto, las temibles milicias Bader del Ministerio de Interior descargan su ferocidad en centros clandestinos de detención y tortura.
Los errores están a la vista. Los ocupantes y sus cómplices violaron todos los derechos humanos, alejándose irremediablemente de la población, que decidió colaborar con las fuerzas de la resistencia. Rechazando al mismo tiempo la injerencia de grupos como Al Qaeda, que nada tiene en común con la idiosincrasia iraquí y al que consideran un invento de EEUU, como cuando acusaba de todos los males a un fantasmagórico Al Zarqawi en el que nadie cree en Irak.
EEUU, con una errada visión, identificó a todos los suníes con el Partido Baath y de allí su alianza estratégica con los iraquíes pro-Irán, que produjo que en el sur se instalaran más de dos millones de persas, que en algunos barrios bagdadíes se utilice el rial como moneda y se hable en farsi, mientras a nivel mundial considera a los iraníes sus enemigos más temibles.
Pero hubo un momento en que los estadounidenses decidieron dialogar con la resistencia, cuando admitieron que estaba poniendo en jaque al Ejército más poderoso del mundo con su guerra de guerrillas. «El poder lo tiene la resistencia», me decía Ahmed, oriundo de Samarra el 15 de diciembre de 2007 durante las elecciones. La prueba fue que cuando garantizaron que ese día no habría atentados, el país se sumergió en una paz inusual. «Los iraquíes no matan iraquíes», expresaba Ahmed, un joven profesor de educación física en Bagdad, refiriéndose a los ataques del fantasmal Musab Al-Zarqawi. «Él es Al Qaeda y ellos son Arabia Saudí. No es resistencia iraquí. Nada tienen que hacer en nuestro país (…) Hasta creo que son los mismos que la CIA entrenó en Afganistán».
Entre todos los fuegos
Pocos se sienten a salvo. Se saben y se sienten entre todos los fuegos.
Mientras tanto, a diez años del aniversario de la ocupación, las palabras de Hakima repican en mi mente. «Yo les suplico a los americanos que me devuelvan a mis hijos. Por favor, que no los torturen más», reclamaba desesperada en las puertas de Abu Graib aquel 2 de mayo de 2004.
Y también recuerdo los ojos de Alí, de cuatro años, sin su brazo y pierna izquierda mirando a los adultos con ojos que preguntaban por qué había perdido parte de su cuerpo y a 16 miembros de su familia bajo el ataque de un avión F16 sobre Falujah.
Escucho a Hiba de 13 años, mutilada después de que una bomba racimo impactara sobre su casa en Bagdad un 6 de abril durante la invasión. Y a Samir, destruido en cuerpo y alma tras tres guerras y un embargo. Y a aquel pianista del Hotel Al-Hambra, hace años famoso, que se convirtió en un paria, evocando la guerra contra Irán, el bloqueo y los amigos que le robaron las tragedias.
Y a Ahmed, Jassim, Mohamed, Yamila, Nassir y Sabah y a todas las víctimas de esta guerra y de todas las guerras que pelea inconscientemente la humanidad, porque cree que valen la pena…