La epidemia de la enfermedad COVID-19 no da tregua a la población chilena y sigue causando estragos por todo el país, pero tampoco dan tregua el implacable modelo neoliberal y las acciones de un gobierno perverso. En medio de la pandemia, el gobierno de Piñera, cabeza visible de este sistema, ha dado muestras de absoluta insensibilidad social y de una intencionalidad dañina que está trayendo costos inmensos a la clase trabajadora y al pueblo en su conjunto. Este gobierno y este sistema de dominación está resultando ser peor para el pueblo chileno que la propia pandemia del coronavirus SARS-CoV-2
Las decisiones de Piñera y su gobierno conducen al pueblo trabajador a un precipicio sin fondo. No se trata sólo que las medidas destinadas a proteger y favorecer al gran empresariado hayan provocado un perjuicio enorme (pues a la postre se han traducido en más de un millón de cesantes), sino también el daño se manifiesta por la falta absoluta de garantías sociales y apoyos oportunos y efectivos a la población más afectada, aquella que ha sido dejada en la cesantía, la que ha visto reducirse sus salarios a límites de sobrevivencia, la que ha visto desaparecer sus fuentes de ingreso, la que ve precarizada su existencia, en suma, el Chile real está siendo víctima de la ferocidad empresarial, gerenciada por este gobierno.
La política gobernante adquiere formas brutales cuando no vacila en reprimir sin miramientos de ninguna índole a los sectores del pueblo trabajador que intentaron manifestarse en diversos lugares del país este recién pasado 1° de Mayo, como parte de las actividades tradicionales del Día del Trabajador. Aunque las manifestaciones se realizaban en forma pacífica y ordenada, respetando las medidas de protección y de cuidado mínimas que exige la salubridad pública a causa del virus, el gobierno no tuvo ningún reparo en ordenar que fueran brutalmente reprimidas por las perniciosas hordas especiales de Carabineros. La razón de fondo para la infamia gobernante es querer aplastar cualquier signo de revuelta ciudadana; la razón inmediata es que los trabajadores, junto a los homenajes y demandas históricas, hacían sentir las demandas que esta misma pandemia ha generado como exigencias del pueblo, tanto de salubridad pública como de sobrevivencia humana.
Las burdas justificaciones esgrimidas por representantes del gobierno y de las fuerzas policiales no hacen sino aumentar la infamia de esta actitud criminal. Ofenden al pueblo estos gobernantes y sus huestes represoras al pretender que no están permitidas aglomeraciones, al mismo tiempo que fomentan e incentivan la apertura de los centros comerciales, fuerzan la vuelta a los trabajos, provocan los tumultos en trámites burocráticos y otra infinidad de situaciones en donde la población es presionada, se ve obligada, o no tiene más opciones que someterse a una realidad social que significa multitudes y aglomeración que no pueden ni deben ser reprimidos sino que, por el contrario, el gobierno debiera evitar a toda costa. Tampoco podían ni debían ser reprimidos los manifestantes del 1° de Mayo, pero este gobierno ordenó hacerlo por el simple arbitrio del poder y de las armas.
Igual de impresentables son las medidas económicas de protección y beneficio al gran empresariado que ha dictado haciendo uso abusivo y descarado de los recursos del Estado, del fisco, de todos los chilenos y chilenas, en lo que constituye un verdadero robo. Abuso que se ha concretado con la complicidad y participación de una oposición formal que no da sentido a su existencia política. El colmo en esta burla que significan los auxilios del gobierno al gran empresariado lo provoca el consorcio CENCOSUD que acogiéndose a la infame ley de "protección del empleo" ha despedido a cientos de trabajadores y trabajadoras de sus empresas y negocios, que ha reducido salarios a otros tantos, y que simultáneamente reparte utilidades entre sus dueños por más de 91.000 millones de pesos (noventa y un mil millones de pesos, pero que sólo expresan el 80% de sus utilidades); un nuevo director del mencionado consorcio es el mismo individuo que hasta fines de octubre pasado era Ministro de Hacienda de este gobierno, que lo fue también durante todo el gobierno anterior de Piñera, que fue sacado de su cargo a causa de la movilización popular del Estallido Social. Si eso no es burla, es otra cosa peor (lo que tampoco resultaría extraño, tratándose de quienes se trata).
Estas situaciones ocurren, además, en un escenario en que la epidemia de COVID-19 no da tregua y sigue propagándose y causando estragos por todo el país en medio de la permanente confrontación entre una política perversa por parte del gobierno y una política de sobrevivencia por parte de la población.
Aparte de la palpable existencia de un Chile real y el Chile de la burbuja del poder, son varias las cuestiones que han ido quedando claras en estos dos meses de epidemia desde que se detectó el primer contagio formal en Chile el 3 de marzo pasado (ya se ha comprobado que los primeros contagios llegaron al país la segunda quincena de febrero). Desde entonces, si la propagación del virus no ha adquirido una característica exponencial ha sido esencialmente por la prevención y autocuidados desarrollados por iniciativa propia de la población. Medidas auto acordadas que incluyen restricciones de acceso y cercos sanitarios en torno a pueblos y localidades. Eso hasta ahora.
Si no fuese por esta actitud social, los contagiados y los muertos ya se contarían decenas de miles; esa era la proyección y expectativas del gobierno que esperaban tener sobre 100.000 contagiados para fines de abril o comienzos de mayo; la cifra de 20.000 (que al día de hoy se registran) la situaban para el 30 de marzo pasado. Así lo expresaban los planes del Minsal a mediados de marzo y los dichos de Piñera en intervenciones públicas en el mismo período. Esta intención, mal llamada proyección, se ve ratificada por las insuficientes medidas de prevención y detección implementadas por los gobernantes, por la limitación de recursos e insumos a los centros de salud pública, por las reticencias a establecer cordones sanitarios y cuarentenas en comunas cuya realidad reclaman estas acciones, por la tardanza que tuvo en adoptar el uso de mascarillas como una medida indispensable de salubridad pública, por la tardanza en limitar las reuniones masivas de los cultos evangélicos, por la desidia con que se ha abordado la situación de los asilos de ancianos, particularmente de los más vulnerables ubicados en comunas populares. Eso por señalar solo las cuestiones que atañen a la salud física en relación al corona virus.
El gobierno de Piñera es un fiel exponente del modelo neoliberal y del sistema autoritario que tenemos en Chile. Él y su séquito se han caracterizado desde la llegada de esta nueva enfermedad al país por una actitud pasiva en cuanto a contener la pandemia, permisiva en cuanto a posibilitar su propagación, y perversa en cuanto a no querer proteger a la población del contagio y sus graves consecuencias. Una vez que la epidemia ya estaba instalada, su principal ocupación ha sido proteger al gran empresariado, a la banca privada, al mercado, y velar por esos intereses tratando de convertir la pandemia en una oportunidad de negocios, de dar prontas señales de "normalidad" para que el mercado siga su curso según los parámetros de un modelo basado en la explotación y el abuso, del cual el pueblo de Chile se hartó y lo comenzó a demostrar el 18 de octubre.
Esta lógica es una práctica reiterada del gobierno. Una y otra vez, cada vez que Piñera aparece ante la prensa en sus habituales incursiones de publicidad, no pierde ocasión en reiterar la urgencia de retomar pronto los ritmos de trabajo y de producción habituales. En pro de ese objetivo, no ha vacilado en manipular las cifras reales de contagios y de muertes que ha provocado la epidemia para dar señales de normalidad que dejen satisfechos al mundo empresarial y que generen una falsa sensación de seguridad en sectores de la población. No importa la salud y el bienestar de las personas, importan las exigencias del mundo empresarial, del que el propio mandatario es parte.
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Sólo en los últimos días, forzado por la presión de médicos y científicos, el gobierno y el Minsal han debido corregir métodos de testeos y modelos de conteo de los afectados, lo que casi de inmediato se tradujo en un mayor número de contagiados. La conclusión es obvia. No es que haya más contagios sino que es el mayor número de testeos lo que permite detectar a los contagiados que andan por ahí con el virus a cuesta y propagándolo sin saberlo, y esto ocurre por descuido y negligencia (¿o intencionalidad?) de autoridades ocupadas en lograr otros objetivos, como mostrar una falsa normalidad que posibilite reactivar los mercados y permita seguir acrecentando las ganancias de los poderosos.
Sin embargo, a pesar de las políticas de autocuidado y auto ayuda que la población ha desarrollado para tratar de frenar los contagios y reducir las víctimas fatales, a pesar del esfuerzo denodado de las trabajadoras y trabajadores de la salud que hacen lo imposible para auxiliar a las personas afectadas de esta enfermedad, a pesar de todo ello, la pandemia está invadiendo las comunas y barrios populares donde se concentra una gran densidad poblacional con insuficientes condiciones de urbanidad y de viviendas con limitaciones materiales, cuando no precarias y paupérrimas. Debido a estas condiciones la invasión del virus por los lugares populares significará un aumento cuantioso, sino exponencial, de contagios y con ello de enfermos, de saturación de recintos hospitalarios y de muertes.
Estos hechos no son más que la constatación de lo que significa en la práctica tener que soportar aún la existencia de este modelo y la permanencia de este gobierno indigno. Previendo su inevitable fin y sepultura, el presidente Piñera y los medios empresariales de comunicación (contando además, con el silencio cómplice de la inexistente oposición formal), se han apresurado a tratar de postergar o clausurar la realización del plebiscito, reprogramado para el 25 de octubre, y del proceso constituyente propiamente tal. Una medida prudente y saludable para el país, es que el gobernante y su séquito, abandonen tan peregrina idea. El pueblo chileno no está para el payaseo de ningún títere. Aunque les cueste aceptarlo, ese tiempo se acabó.