Por Ignacio E. Muñoz Ramírez*
Era el mejor de los tiempos y, al mismo tiempo, el peor de los tiempos. Chile, aquel país del fin del mundo, parecía haber llegado a la cúspide de un progreso que, si uno miraba desde lo alto de las torres ejecutivas, brillaba bajo los soles de los datos macroeconómicos. Pero para quienes caminaban abajo, entre el polvo y las grietas de las calles mal pavimentadas, la promesa de una vida digna era tan lejana como el espejismo de una fuente en el desierto.
El Estallido Social de 2019 y 2020 no fue, ni mucho menos, el primer indicio de que algo no marchaba bien. Era, en verdad, el punto de ebullición de un descontento largamente almacenado. Durante años, una multitud de voces habían gritado a través de movilizaciones estudiantiles, las interminables marchas de "No más AFP" y el legado no resuelto de 1973. Pero, claro, todo eso era parte del ruido de fondo, un murmullo al que las élites, políticas y económicas, prestaban menos atención que a los cotilleos de un té vespertino.
El oficialismo de entonces, por supuesto, tenía su propia versión de la realidad: "Chile va bien", decían, "los avances económicos son evidentes, las mejoras sociales están en marcha" ¿Qué importaba que esas mejoras fueran apenas titubeantes? ¿Que llegaran a cuentagotas, como el agua en un regadío precario? La culpa es de la derecha, siempre. Si los números decían que todo estaba mejorando, pues debía ser cierto. Cualquiera que reclamara lo contrario no era más que un malagradecido, incapaz de comprender las maravillas del crecimiento económico.
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Pero cuando la olla a presión explotó en octubre de 2019, esas mismas élites quedaron desconcertadas, como si no pudieran comprender por qué la plebe no estaba celebrando con júbilo. El presidente, un hombre cuya empatía podía medirse en microgramos, respondió de la manera más predecible: represión. ¡Qué sorpresa! Desde La Moneda, se consideró que la respuesta a actos de vandalismo que generó en total una pérdida del 1,1% del PIB, era, por supuesto, violar DDHH. Mandar a los soldados a las calles y que carabineros dejara a gente sin vista resolvería, por supuesto, la desigualdad estructural. ¡Qué golpe maestro de política pública!
Mientras tanto, la izquierda parlamentaria, siempre tan sensata en sus salones, decidió que la solución estaba clara: una nueva Constitución. "Eso es lo que pide el pueblo", afirmaron con voz solemne. Porque, al parecer, la rabia acumulada por los abusos de las AFP, la desigualdad de ingresos y el sistema educativo era, en realidad, un clamor metafísico por cambios en el texto constitucional. Como si un nuevo papel con nuevas letras mágicas pudiera corregir décadas de injusticias. Para ser justos, una nueva Constitución era necesaria desde que se impuso fraudulentamente en dictadura, pero el descontento no estaba directamente relacionado a esa demanda.
Así, desde el 15 de noviembre de 2019, comenzó la carrera por capitalizar el Estallido Social. Una nueva Constitución sería la panacea, la varita mágica que transformaría el agua en vino y las pensiones miserables en jubilaciones dignas. No importaba que una buena parte de quienes participaron en las protestas no se sintieran identificados con esa solución, ni con esa izquierda que la proponía. De hecho, un número no despreciable de ellos se fue a militar al Partido de la Gente, un espectáculo que sería cómico si no fuera tan trágico.
El oficialismo actual, con su característico optimismo desmedido, apostó todo su programa de gobierno a ese proyecto constituyente. Porque, ¿qué podía salir mal? Una nueva Constitución arreglaría todo, y si no, al menos tendrían un bonito documento para enmarcar. Pero, al no tener una expresión política real que pudiera dialogar con el poder instalado, el movimiento social se fue apagando lentamente, como una vela que se consume en la soledad de una celda. Y así quedaron los presos de la revuelta, abandonados a la caridad de rifas y abogados puntuales, mientras los arquitectos del "cambio" se acomodaban en sus sillas de terciopelo en el Congreso.
De este modo, el noviembrismo ganó la batalla inicial. Pero, cómo se equivocó en la metodología. Porque, mientras las élites discutían sobre los detalles de la nueva Carta Magna, el resto del país miraba con escepticismo, como quien observa a un circo ambulante sabiendo que el elefante se escapará en cualquier momento. Y se escapó. La desconexión entre las élites políticas y la ciudadanía se hizo evidente cuando personas fuera del establishment ganaron escaños en la Convención, un golpe inesperado que dejó a todos boquiabiertos, como si el pueblo tuviera la desfachatez de tomar decisiones por sí mismo. Los puentes quemados desde ese 15 de noviembre no se volvieron a reconstruir y eso hizo que el amateurismo de esos nuevos participantes redactaran, con buena intención, artículos que tampoco hacían sentido a la población, tanto por su redacción como de los posibles efectos prácticos, muchos de ellos, por cierto, exagerados o torcidos por los conservadores.
El fracaso del proceso constituyente fue el resultado inevitable de una arrogancia que pocas veces se ve tan patente. La izquierda parlamentaria, en su afán de controlar la narrativa, había marginado a la izquierda no institucional que incomodaba con ese poco respeto a la propiedad privada o las instituciones, esa misma que había levantado las banderas del Estallido. Y cuando los nuevos "invitados de piedra" llegaron al poder, la política institucional, en lugar de tenderles una mano, los señaló como responsables de todos los males junto a la derecha. Porque, claro, era más fácil culpar a los recién llegados que aceptar que el fracaso era una probabilidad desde el primer día. Esa misma izquierda no institucional sufrió por su falta de experiencia política y cometió errores garrafales, que usó la derecha en su plan de boicot, muy bien financiado.
Con el paso de los años, el relato de la derecha ha ganado terreno. Su narrativa de que el proceso constituyente estaba condenado al fracaso desde el principio ha calado hondo y no sin razón. Y mientras la izquierda sigue lamiendo sus heridas, incapaz de comprender que apostar todo a una nueva Constitución fue su mayor error, las élites se acomodan nuevamente, riendo bajo sus capas de terciopelo, sabiendo que, por ahora, todo sigue más o menos como siempre. De hecho, prefirió unirse a la crítica del Estallido como si ese evento hubiera sido planificado por una fuerza política determinada.
Así que, si bien el Estallido Social no fue la revolución que algunos esperaban, tampoco es lo que desde sectores conservadores quieren instalar, como que la casa siempre gana. Y el pueblo, ese eterno espectador, sigue esperando su turno para jugar, mientras -por ahora- las fichas siguen siendo las mismas de siempre.