Bueno, ya que no hubo justicia, riámonos del dictador. Esa es la sensación que me quedó después de ver «El Conde», la genial sátira de Pablo Larraín que acaba de estrenarse en Netflix.
Ciento diez minutos de comedia negra y humor, llenos de simbolismos que representan la decadencia del régimen, la familia Pinochet y el propio Pinochet con sus lacayos, como su mayordomo enamorado, una burla magistral hacia Krassnoff. Nos muestran la vida y la deseada muerte del dictador como si fuera un vampiro.
No sé si Larraín habrá leído a Marx, pero Carlitos fue uno de los que estableció una correlación entre el vampiro y el capital: aquel que necesita vivir de la sangre del otro, pero que no tiene vida propia. Es la clase burguesa que depende de la clase trabajadora para subsistir. Es el patrón, el vampiro, el soldado, el ladrón de «trabajo vivo» que necesita vivir a expensas de los demás.
Este es uno de los principales nudos de la trama: Pinochet quiere morir porque Chile lo recuerda como un ladrón. Lo de dictador sanguinario no parece importar, pero ser un soldado sanguinario y ladrón, es algo distinto.
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La obra escandalizará al público pinochetista, quizás también a los actuales «republicanos». Es una bofetada al pinochetismo y a todos sus símbolos, así como un repaso al dictador como un títere de una potencia extranjera.
No obstante, tampoco se trata de una obra «fácil». Hay una serie de alusiones a tramas políticas, judiciales y comunicacionales que un espectador alejado de la historia nacional reciente podría pasar por alto y quizás encontrar la trama aburrida.
A 50 años del golpe, tenemos una gran obra que muestra al más sangriento dictador de la historia de Chile como el patético personaje que fue.
Al menos, si no hubo justicia legal, que la comedia negra haga lo suyo.