Por Alejandro Baeza
Lo de establecer una «verdad oficial» es propio de cada Estado y alrededor del mundo todos lo hacen, desde cosas tan simples como un idioma oficial, religión oficial o el día nacional. No se trata de revelaciones metafísicas dadas o verdades ontológicas, sino disposiciones de un Estado en cuanto entidad jurídica, bajo diversos criterios, como por ejemplo, festejar los 18 de septiembre como fiestas patrias cuando la independencia podría celebrarse en otros días.
Los ejemplos anteriores parecen resultar sencillos, pero también aplican a casos que podrían llevar mayor reflexión. Es un hecho para Estados Unidos que entró a la Segunda Guerra Mundial tras el ataque a Pearl Harbor; para Palestina la Nakba de 1948; para Argentina es una verdad de Estado que las Malvinas les pertenecen; para España que el 12 de octubre es el Día de la Hispanidad; para Armenia que fue víctima de un genocidio por parte de Turquía; para Alemania es una hecho de Estado que el régimen nazi fue criminal, racista, supremacista, antijudío y antimarxista. Así, la lista es infinita.
En este sentido, ya a 50 años del golpe, es tiempo más que suficiente para que el Estado de Chile, luego de un proceso de reflexión, pueda decir cuál es su posición oficial respecto a esta fractura.
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El régimen que instaló el golpe estableció una maquinaria profesional de terrorismo de Estado -con sueldos pagados por todos los chilenos- para asesinar, torturar y desaparecer compatriotas, todo siguiendo órdenes de un gobierno extranjero, como lo siguen demostrando desde el Congreso norteamericano con los archivos que constantemente se desclasifican de la CIA (escasos, pobres y mutilados, pero aún así esclarecedores de toda duda). A tal punto, que uno de los últimos demuestra cómo Pinochet tuvo que aceptar a regañadientes el resultado del plebiscito de 1988 porque Estados Unidos no le dio permiso para llevar a cabo su plan de mantenerse en el poder.
Las Fuerzas Armadas de Chile fueron utilizadas como marionetas para los intereses geopolíticos de una potencia extranjera donde se tomaban las reales decisiones. Le hicieron la «pega sucia» mientras un pequeño grupo aumentaba sus arcas. Algo que ni siquiera sus años en Punta Peuco parecen hacerle entender, viendo cómo son ellos quienes pagan en cárcel por sus crímenes mientras quienes se enriquecieron gozan tranquilos de sus millones de dólares.
Por ello que es el golpe de Estado debe ser definido sin temor como un acto de traición a la patria. No sólo por la violación a la Constitución, desacato a la autoridad legal, insubordinación al mando en el caso de la Armada y Carabineros (derrocando a sus propias autoridades castrenses) o la instalación de la máquina criminal de muerte de chilenos y chilenas, sino porque todo esto se hizo obedeciendo órdenes de un gobierno extranjero y además recibiendo dinero para aquello. Este oprobio no puede definirse de ninguna otra forma.
En cualquier país del mundo un militar que recibe órdenes de otro gobierno ajeno al de su país es considerado un traidor, más aún cuando es para atentar contra sus compatriotas, regalar las empresas chilenas y robar miles de miles millones en recursos públicos (siendo el «Caso Riggs» sólo un ejemplo de muchos).
Los uniformados golpistas, empresarios y políticos instigadores del golpe, o figuras como Agustín Edwards, deben de una vez por todas ser catalogados como lo que son: traidores a la patria.