¿En qué quedó el pacifismo de la izquierda?

Por Antonio Airápetov

La remilitarización de Europa va a avanzar de forma imparable. Friedrich Merz ganó las elecciones en Alemania cuestionando la dependencia de Europa de la OTAN y de EEUU, y pidiendo una mayor colaboración nuclear con Francia y Reino Unido. Se ha llegado a insinuar incluso la necesidad de que Berlín desarrolle su propio arsenal nuclear o, al menos, tenga acceso directo al de sus aliados europeos. La excusa es, naturalmente, Rusia.

Frente a estos movimientos, que nos abocan a la erosión del estado de bienestar europeo y a posibles escaladas bélicas, un rumor (que todavía no es un clamor) recorre Europa. En España se ha vuelto a oír aquello, ya casi olvidado, de "¡OTAN no! ¡Bases fuera!" y los partidos de la izquierda han desempolvado, ante el plan de rearme de Bruselas, los desmanes de Israel y la decidida intervención de Donald Trump contra Irán, su tradicional discurso pacifista.

El instinto antimilitarista está ahí. Pero ¿hay un plan?

Los vaivenes del pacifismo de izquierdas se remontan a los tiempos de la I Guerra Mundial. Hasta ese momento un hilo de antimilitarismo internacionalista, que cristalizaría en la Conferencia de Zimmerwald de 1915, rechazaba a todos los Estados y a todos los ejércitos y se oponía a los partidos social-chovinistas, como el alemán. Es decir, se oponían a las izquierdas que se habían alineado con el imperialismo de sus Estados. Pero a partir de la Revolución de Octubre la idea socialista se encarna para millones de personas en la Unión Soviética, lo que da lugar a una tercera opción: apoyar en el ajedrez geopolítico a un Estado, pero que no es el tuyo. La URSS, con su imponente aparato militar, se convierte en una especie de excepción: no nos gustan los ejércitos, salvo el soviético.

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Curiosamente, terminada la Guerra Fría y desvanecida esa encarnación material de la idea socialista, una parte de la izquierda no volvió a la casilla de salida de la solidaridad internacionalista, sino que siguió jugando por inercia a la geopolítica. Pero jugar sin un referente se convirtió en algo así como jugar al ajedrez sin piezas propias. Ya no teníamos a quién apoyar, aunque sí contra quién ir.

Actualmente las visiones de la política internacional en la izquierda europea heredera de esa situación, usan dos registros.

Por un lado, una división casi tolkienista de los pueblos en «buenos» y «malos» solo en función de si se oponen (casi por azar, sin un papel relevante de la ideología) a la OTAN. La agresión de una Rusia, militarista e imperialista, contra una Ucrania respaldada, sostenida y azuzada por la OTAN genera a la izquierda, en ese sentido, una grave contradicción. El genocidio en marcha en Gaza, por el contrario, se convierte en la oportunidad para retomar la ansiada coherencia.

En paralelo se desarrollan discursos teñidos de «responsabilidad de Estado» que exigen a los gobiernos buscar un respeto y un entendimiento con las grandes potencias como Moscú o Pekín cuyo presunto derecho a un espacio de influencia propio estaría siendo violado. Se trata de una especie de realpolitik de izquierdas, con una división del mundo en "civilizaciones" a lo Samuel Huntington, que obvia conscientemente la naturaleza social y política de dichos regímenes. En ocasiones estos discursos van acompañados de visiones difíciles de defender. Así, Bruselas parece, por momentos, más culpable que Moscú de la carnicería en Ucrania, y las promesas de aislacionismo de Donald Trump, hasta hace poco, son vividas con una inconfesable esperanza.

El ex líder de Podemos, Pablo Iglesias, se preguntaba hace algunos días, en sorprendente concordancia con Friedrich Merz: "¿Qué sentido tiene que la seguridad europea dependa de EEUU?" Y ya más alejado del canciller alemán, añadía: "Europa debería tener unas relaciones con Rusia que fueran en sintonía con los intereses europeos." Europa necesita unas relaciones sanas con Rusia, necesita una visión del futuro de la seguridad europea para después de la guerra, y ya hay quien está trabajando en ello. Pero los interrogantes van más allá del nudo gordiano de Ucrania. ¿Tienen las élites actuales la voluntad de construir sobre una nueva base? ¿Es pensable esa nueva arquitectura mientras siga el actual inquilino en el Kremlin?

Vladímir Putin no sólo ha desencadenado la mayor matanza en años en el continente europeo, sino que también impone en el interior y patrocina en el exterior un modelo sociopolítico nefasto, referenciado ideológicamente en el fascismo y económicamente en el neoliberalismo. Altos dirigentes del régimen profieren insultos y agitan amenazas nucleares; cientos de miles de niños están siendo encuadrados en organizaciones de corte paramilitar. Si algo impide a Rusia convertirse en un estado totalitario en este momento no es tanto la falta de voluntad de sus gobernantes, como la cultura del cinismo y la corrupción con que topan todos sus esfuerzos.

La artista finesa Pilvi Takala reflexiona sobre el frenesí militarista en Finlandia: "Parece que cualquiera que cuestione el gasto de defensa o el ejército está del lado del enemigo. O estás a favor de Finlandia y no cuestionas la defensa, o eres un espía ruso o un hippie despistado. […] Finlandia siempre estará cerca de Rusia. Entiendo que no tenemos relaciones diplomáticas ahora mismo, pero no podemos fingir que no existe, o que solo representa una amenaza. Necesitamos aprender a interactuar de forma productiva."

Esta reflexión, hecha desde el mundo del arte, contiene una cuestión clave que la izquierda está evitando. Necesitamos interactuar para salir de este atolladero porque no es posible superar el militarismo en Europa si no se supera también en Rusia. No es posible construir el antimilitarismo en un solo país sin interactuar con el otro. Entonces, ¿a quién vamos a tender nuestra mano? ¿Al régimen? ¿Al pueblo ruso? ¿A las fuerzas progresistas y antibelicistas del país? No va a ser posible hacerlo a todos a la vez.

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