En la narrativa oficial que envuelve a nuestra sociedad, se ha consagrado un mito que pocos cuestionan. Es la historia de la meritocracia, esa encantadora noción que promete a los menos favorecidos que con suficiente talento y esfuerzo, cualquiera puede alcanzar el éxito. Como el traje del emperador, es una idea elegantemente tejida con hilos invisibles que ocultan las realidades incómodas de la desigualdad y la concentración de poder en manos de unos pocos.
Por Ignacio E. Muñoz Ramírez*
Imaginemos por un momento que todo lo que nos han dicho sobre la meritocracia es cierto: que cualquiera, sin importar su origen, puede llegar a la cima. Que aquellos que ocupan los cargos más altos en este país están ahí porque son los más capaces, los más inteligentes y los más esforzados. Bajo esta lógica, la razón por la cual personas que nacen en comunas como Las Condes o Vitacura llegan a liderar empresas, bancos o ministerios es porque, evidentemente, tienen un mérito superior. Mientras tanto, aquellos que nacen en lugares como Alto Hospicio y que desde niños tuvieron que trabajar para apoyar a sus familias, simplemente no lo han hecho lo suficientemente bien. Ellos no llegaron a la cima porque, en el fondo, no se esforzaron lo suficiente, ¿verdad?
Esta es la narrativa idealista que nos han vendido, envuelta en un elegante paquete de autoayuda y éxito individual. Si uno no alcanza sus metas, es porque no ha trabajado lo suficientemente duro, no ha seguido los pasos correctos, no ha leído los libros adecuados. Es la versión moderna del sueño americano, exportada y adaptada a nuestra realidad chilena, donde la responsabilidad de nuestro éxito o fracaso recae exclusivamente en nosotros. El cuento de hadas americano de un pueblo al sur de EE.UU.
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Pero, como ya sabemos, los cuentos de hadas tienen sus trampas. Según un estudio del PNUD (2017), en Chile, la élite educa a sus hijos en apenas 14 colegios, todos ubicados en la Región Metropolitana. Estos establecimientos representan el 0,1% del total de los colegios del país, y es aquí donde se cultiva el "mérito" de quienes luego ocuparán los puestos más privilegiados. Adicionalmente, el estudio sobre desarrollo humano del PNUD (2024), hace hincapié en que la desconexión entre las elites y la ciudadanía se refleja en la desconfianza hacia las instituciones y en la percepción de que los liderazgos políticos priorizan sus propios intereses sobre el bienestar común. En su famoso estudio sobre movilidad educativa y ascenso social en Estados Unidos, Seth D. Zimmerman desnudó una verdad incómoda: los colegios de élite juegan un papel crucial en la escalera hacia los empleos mejor pagados y las posiciones de mayor influencia. Si esto fuera un partido de fútbol, es como si un equipo comenzara el juego con una ventaja de 5-0, mientras que el otro ni siquiera tiene zapatos para correr. ¿De verdad podemos hablar de mérito cuando la cancha está tan inclinada? Si esto fuera un cuento de hadas, aquí es donde la madrina mágica entra en escena, transformando calabazas en carruajes para los selectos herederos de la élite.
Algunos optimistas podrían sugerir que la clave para nivelar las desigualdades radica en nuestro sistema educativo. En teoría, la educación debería ser el gran igualador, el instrumento que permite a cualquier individuo superar sus circunstancias de nacimiento y alcanzar el éxito. Sin embargo, en Chile, la educación se ha convertido en un espejo que amplifica las desigualdades existentes. Los estudiantes de los colegios más privilegiados no solo tienen acceso a los mejores recursos, sino que también tienen las puertas abiertas a las universidades más prestigiosas y, eventualmente, a los empleos más codiciados. Mientras tanto, para el resto, la narrativa se vuelve cruel y despiadada: si no alcanzas el éxito, es porque no te esforzaste lo suficiente.
Santiago Montiel, en su análisis El impacto económico de una mejor educación, indica que si Chile lograra alcanzar los estándares de calidad educativa de la OCDE (medidos principalmente por el índice PISA), nuestro PIB per cápita podría aumentar en un 35%. Un dato impresionante, sin duda, pero que se desmorona rápidamente cuando uno se enfrenta a la realidad. El problema es que ni siquiera nos ponemos de acuerdo sobre qué constituye una educación de calidad. Por un lado, algunos argumentan que la responsabilidad recae exclusivamente en los profesores y en el estado deplorable de la educación pública. Por otro lado, hay quienes claman por la modernización de las metodologías y la inclusión de nuevas tecnologías, mientras las aulas siguen abarrotadas con más de 30 alumnos y el sistema sigue diseñado para mantener las diferencias.
Entonces, aquí es donde interviene el discurso autoflagelante de alguna fundación que, generosamente financiada por grandes empresas, organiza seminarios en comunas decentes para altos ejecutivos. En estos eventos, se discute con cierta candidez la dolorosa realidad de las desigualdades, apelando a la calidad humana de los asistentes. Sin embargo, Paul K. Piff, en sus estudios sobre el autoconcepto de quienes ganan de manera desigual, nos ofrece una revelación inquietante: aquellos que han alcanzado el éxito económico tienden a atribuirlo exclusivamente a su propio esfuerzo, ignorando las ventajas estructurales que los han favorecido. Este sesgo no es accidental; es una forma de justificar su posición en la cima y, al mismo tiempo, perpetuar el mito de la meritocracia.
Porque, después de todo, si has llegado a lo más alto es porque lo mereces, y si no lo lograste, es porque no te esforzaste lo suficiente. Aquí es donde el traje invisible de la meritocracia cumple su función más perversa: desviar la atención de las profundas desigualdades estructurales y colocar la carga de la culpa sobre los hombros de los más vulnerables. Mientras tanto, aquellos que se sienten merecedores de su suerte no tienen ningún incentivo para impulsar cambios en una realidad que les conviene tal como está.
Ahora, si naces fuera de un círculo privilegiado, te bombardean con un mensaje constante: si trabajas duro, si te esfuerzas lo suficiente, podrás competir con aquellos que nacieron en cuna de oro. Pero, como en toda buena fábula, hay detalles que no se mencionan. Michael Young, en su obra satírica The Rise of the Meritocracy, nos recuerda que la meritocracia, lejos de ser una fuerza democratizadora, se convierte en un mecanismo para legitimar la desigualdad. El éxito ya no es una cuestión de nacimiento, sino de mérito; y si no tienes éxito, sólo puedes culparte a ti mismo.
Aquí es donde entra en juego la lucrativa industria de la autoayuda, que se ha erigido como la gran sacerdotisa de la meritocracia. En un mar de libros que prometen la receta del éxito, encontramos una y otra vez el mismo mensaje: el éxito depende únicamente de ti. Si no lo logras, es porque no has trabajado lo suficiente, porque no has leído el libro correcto, porque no has seguido los pasos adecuados. Esta narrativa no sólo refuerza la idea de la meritocracia, sino que también genera un negocio multimillonario que ha logrado «autoayudar» principalmente a sus autores y editoriales. Es irónico que en un país donde la desigualdad es estructural, se venda la idea de que el único obstáculo para el éxito es la falta de esfuerzo individual.
Pero volvamos al traje del emperador. La meritocracia, tal como se presenta en Chile, es un vestido imaginario que la élite luce con orgullo. Es un vestido que brilla con la promesa de la igualdad de oportunidades, pero que en realidad está hecho de aire. Los que están fuera de este círculo, como los ciudadanos del cuento de Andersen, ven a la élite desnuda, pero pocos se atreven a decirlo en voz alta. Aquellos que lo hacen son rápidamente silenciados o desacreditados como resentidos o fracasados.
En este juego de espejos, la élite sigue caminando desnuda, convencida de que su traje es real. Pero la verdad, como siempre, tiene una forma molesta de salir a la luz. La meritocracia, en el contexto chileno, no es más que un mito, una fábula diseñada para mantener el statu quo y legitimar las desigualdades existentes. Como el emperador del cuento, la oligarquía chilena sigue desfilando por las calles, creyendo que su éxito es producto de su propio esfuerzo y no de un sistema profundamente desigual que favorece a unos pocos sobre los muchos.
Mientras tanto, el resto de nosotros observamos, conscientes de la desnudez de sus pretensiones, pero atrapados en el juego, incapaces de señalar lo obvio sin arriesgar nuestro propio lugar en el tablero. La meritocracia, al fin y al cabo, es un vestido hecho para aquellos que ya están en el poder, y para el resto, no es más que un espejismo, un reflejo fugaz de una justicia que nunca fue, y que probablemente, nunca será.
Pero ¿debe ser así? Si reconocemos la falacia en la que hemos estado inmersos, si aceptamos que el éxito no puede depender únicamente del esfuerzo individual, sino también de un sistema que ofrezca igualdad de oportunidades reales, entonces quizás podamos comenzar a cambiar las reglas del juego.
Podemos, por ejemplo, reformar el sistema educativo para que sea verdaderamente inclusivo, uno que no sólo mejore los índices PISA, sino que también abrace la diversidad de talentos y potenciales que existen en cada rincón del país. Podemos impulsar políticas públicas que cierren las brechas de desigualdad, no sólo en términos económicos, sino también en acceso a redes, cultura y poder. Y, sobre todo, podemos desafiar la narrativa que culpa a los individuos por su fracaso, reconociendo que el verdadero progreso se logrará cuando la sociedad entera decida que el éxito de unos pocos no vale más que el bienestar de todos.
Cambiar esta perspectiva no es sencillo, pero es necesario si queremos construir un país donde el mérito se mida no por el origen, sino por las oportunidades que todos tengamos para llegar a donde deseamos. En este proceso, quizás podamos desvestir a la meritocracia de sus engaños y vestirla con un traje más justo, uno que sirva para todos, no sólo para unos pocos elegidos.