Putin es el responsable último de cualquier horror que desate. Pero guarden algo de indignación para los gobiernos y funcionarios occidentales que decidieron hacer inevitable la guerra al negarse a transigir, sacrificando un país que consideran poco más que una pieza de ajedrez.
Por Branko Marcetic*
Esta semana se ha producido la escalada más dramática de la crisis que se cuece a fuego lento en Ucrania hace tiempo: el presidente ruso Vladimir Putin ha reconocido formalmente la independencia de las regiones escindidas del este del país, Donetsk y Luhansk, y ha enviado tropas rusas a la zona, supuestamente para mantener la paz.
Lo primero que hay que decir sobre esto es que es imprudente e ilegal. En virtud de los acuerdos de Minsk, que tanto Rusia como Occidente han impulsado durante años como solución a la miniguerra civil que ha asolado el este de Ucrania durante los últimos ocho años, estas regiones debían ganar autonomía sin dejar de formar parte de Ucrania. La medida de Putin rompe de hecho ese pacto.
En segundo lugar, de acuerdo con el derecho internacional, existen procesos para llevar a cabo misiones de mantenimiento de la paz; el envío unilateral de tropas a un país vecino con el que se está peleando no lo es. Por ello, el representante de Kenia en la ONU, que se había abstenido en la votación para debatir las acciones de Rusia a principios de este mes, dijo anteayer que la medida «viola la integridad territorial de Ucrania», comparándola con la forma en que las fronteras de los países africanos habían sido trazadas y redibujadas por imperios moribundos. El «orden internacional basado en normas» puede tener sus problemas y ser invocado de forma selectiva, pero en su esencia es un principio fundamentalmente bueno: que el fuerte no puede hacer simplemente lo que quiera con el débil.
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Y Putin ha dado bastantes señales de que está dispuesto a intensificar su intervención. Enviar «fuerzas de paz» es una cosa. Hacerlo después de reconocer la independencia de regiones controladas por separatistas que respalda --algo que Putin había rechazado la semana pasada-- y después de un discurso en el que efectivamente sugiere que el país en el que se encuentran es en verdad su territorio, es una señal de ambiciones menos que benignas.
Reconocer todo esto, sin embargo, no deja a Occidente libre de culpa en lo que está sucediendo ahora. O como dijo recientemente el politólogo Stephen Walt: «uno puede creer que las acciones actuales de Rusia son totalmente ilegítimas y también creer que un conjunto diferente de políticas estadounidenses durante las últimas décadas las habría hecho menos probables».
O un conjunto diferente de políticas estadounidenses en los últimos meses. El ejército de expertos belicistas que ha estado prediciendo --salivando, tal vez sea más exacto-- una invasión rusa ya ha aprovechado este último movimiento como reivindicación de sus argumentos habituales: Putin es Hitler, busca revivir la gloria de la Unión Soviética, no se puede razonar con él, y solo una demostración de fuerza (no más «apaciguamiento» o negociaciones que «premien» su comportamiento) puede hacer que se detenga. Este es, por cierto, el enfoque que Washington y sus aliados, principalmente el Reino Unido, han adoptado para llegar a este punto.
A lo largo de esta crisis, la posición occidental ha sido la de adoptar una línea caricaturescamente dura contra la negociación. En diciembre, Putin presentó su oferta inicial, de máxima, en la que pedía sobre todo un compromiso legal por escrito de que los países vecinos, Ucrania y Georgia, no entrarían en la OTAN, y que Washington volviera a entrar en el Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF), del que Trump se había retirado imprudentemente, así como una serie de exigencias menos realistas sobre las actividades de la OTAN en las antiguas repúblicas soviéticas.
Pero lo que realmente buscaba Putin era el primer punto de la lista. Los límites a la deriva de la OTAN hacia el este, después de todo, habían sido durante mucho tiempo un punto doloroso no solo para él, sino incluso para las élites rusas proccidentales durante años, algo que varios funcionarios y pensadores estadounidenses habían reconocido abiertamente como comprensible.
Así que, sabiendo que Moscú amenazaba ahora con una acción militar contra Ucrania si se seguían ignorando sus objeciones a la ampliación de la OTAN, ¿qué hicieron los funcionarios occidentales? Se negaron a ceder en el asunto una y otra vez a medida que pasaban los meses, incluso cuando absurdamente reconocieron que Ucrania no se iba a unir a la alianza en breve, y dejaron claro que no lucharían para defenderla.
El equivalente geopolítico de un pistolero que agita una pistola ante tu amigo exigiéndote que descartes cualquier plan futuro para escalar el Monte Everest, solo para que te cruces de brazos y te niegues.
La necesidad de Occidente de mostrarse duro e intransigente a toda costa alcanzó cotas especialmente tontas a principios de este mes, cuando la ministra de Asuntos Exteriores británica, Liz Truss --que había celebrado previamente una elegante cena con la esposa de un designado por Putin que había pagado una pequeña fortuna a su partido-- se sentó a conversar con el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergey Lavrov. Cuando Lavrov, en respuesta a las exigencias de Truss de que Rusia retirara las tropas de su territorio fronterizo con Ucrania, le preguntó si reconocía la soberanía de Rusia sobre las regiones de Rostov y Voronezh, Truss respondió que el Reino Unido «nunca reconocería la soberanía rusa sobre esas regiones», lo que provocó que un diplomático más informado interviniera para explicarle que esas eran regiones rusas.
Fue un episodio embarazoso, pero reveló muchas cosas sobre la posición negociadora de Estados Unidos y el Reino Unido: estaban comprometidos a adoptar una irreflexiva línea dura en las negociaciones, incluso cuando aquello no tenía ningún sentido.
Mientras tanto, al negarse efectivamente a negociar, Estados Unidos y el Reino Unido recurrieron a una «campaña de comunicación estratégica» en la que, a lo largo de semanas y meses, hicieron innumerables predicciones sobre una «inminente» invasión rusa que repetidamente no se produjo, y alimentaron a los periodistas con oscuras profecías de falsas banderas e incluso de un golpe de Estado. Las pruebas de estas predicciones no estaban claras porque los funcionarios se negaron a publicarlas, pero el pánico que provocaron condujo a la retirada de los observadores del alto el fuego del este de Ucrania, lo que a su vez hizo que se dispararan las violaciones del alto el fuego en la región, creando el mismo pretexto que Rusia ha utilizado ahora para enviar tropas, que los funcionarios occidentales han señalado naturalmente para afirmar que tenían razón todo el tiempo.
Tal vez el Kremlin realmente estaba haciendo exactamente lo que los funcionarios occidentales afirmaban. Pero como las pruebas siguen ocultándose, en este momento es igual de probable que esos funcionarios hayan contribuido a desencadenar lo mismo que trataban de evitar, ya que la retirada de los observadores condujo a un aumento de los combates que Putin aprovechó.
Todo ello nos ha llevado hasta aquí. No está claro lo que Putin está planeando ahora. ¿Simplemente está subiendo la apuesta para arrancar concesiones a Occidente? ¿Está planeando crear una zona de amortiguación independiente y prorrusa en Ucrania, o incluso anexionar esta parte del país? ¿O está planeando la más exagerada de las predicciones occidentales, la de marchar a Kiev y derrocar al gobierno ucraniano, cargando con un dolor de cabeza que podría convertirse fácilmente en su propio Afganistán? A estas alturas, no podemos decirlo.
Lo que sí podemos decir es que las acciones de Putin no han llegado hasta el punto de una invasión a gran escala, como reconocen incluso los funcionarios estadounidenses, lo que significa que todavía es posible una solución diplomática. Y las élites occidentales harían bien en buscarla antes de que Putin pase el punto de no retorno, porque la alternativa no será buena para nadie.
Consideremos las posibles ramificaciones solo para Biden. Si los combates en Ucrania dañan las infraestructuras energéticas, o si los gobiernos occidentales acaban sancionando los combustibles fósiles rusos, esto podría hacer que la inflación se disparara aún más en Estados Unidos, especialmente teniendo en cuenta que Rusia es ahora el segundo mayor proveedor de petróleo extranjero de Estados Unidos.
La situación podría empeorar aún más si, ya sea por las sanciones o por las represalias rusas, se agotan las exportaciones de trigo y productos básicos rusos, lo que afectaría a los precios de los alimentos, así como a la industria de los semiconductores (cuyas dificultades han provocado un aumento de los precios y los robos de automóviles en Estados Unidos) junto con una serie de otras industrias que dependen de las materias primas y los consumidores rusos. Lo mismo ocurre con Ucrania, que también es un importante exportador mundial de grano y materias primas utilizadas para fabricar chips semiconductores y otros productos.
Incluso si Estados Unidos encuentra una forma de escapar a estos impactos, otros países no lo harán, alimentando potencialmente la desestabilización en todo el mundo y creando una serie de incendios que Washington tendrá que apagar. Europa, uno de los principales compradores de petróleo y gas ruso, se verá especialmente afectada, las remesas a los países euroasiáticos se agotarán y el precio de los alimentos para países como Egipto, muy dependientes de Ucrania y Rusia, se disparará, aumentando el riesgo de agitación política. Cuando la gente tiene hambre, tiende a rebelarse.
Además, existe la posibilidad de que la guerra se intensifique. Los combates entre Ucrania y Rusia podrían extenderse fácilmente más allá de las fronteras de la primera, atrapando a otros países, incluso a los aliados de la OTAN, preparando el terreno para una escalada nuclear catastrófica. Incluso el escenario «menos malo» y más probable de que Rusia luche indefinidamente contra una insurgencia entrenada por Estados Unidos en Ucrania no es bueno, con militantes de extrema derecha haciéndose de armas y experiencia de lucha en un lugar que, como Siria, ya tiene los ingredientes de un enclave global para los extremistas violentos (en Ucrania, de la variedad de la supremacía blanca). El hecho de que en este caso todo esto esté ocurriendo a las puertas de Europa debería ser aún más alarmante para los occidentales.
Desgraciadamente, parece que la Casa Blanca ha decidido ahora que la incursión de Putin, tanto si acaba siendo «limitada» como si es algo aún más peligroso, significa que la diplomacia está ahora fuera de la mesa. Cualquiera que sea la explicación de la obstinación occidental, son los ucranianos de a pie los que van a sufrir, junto con todos los que sienten los efectos de la onda expansiva del conflicto, entre ellos la presión del Congreso para inundar Ucrania de armas donde inevitablemente llegarán a manos de los neonazis y otros extremistas.
Putin es el responsable último de cualquier horror que desate. Pero guarden algo de indignación para los gobiernos y funcionarios occidentales que decidieron hacer inevitable la guerra al negarse a transigir, sacrificando un país que consideran poco más que una pieza de ajedrez.
*Artículo originalmente publicado en JacobinLat. Para leer el escrito en su sitio de origen, haz clic acá.
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Fotografía principal: Brendan Smialowski / AFP