Veintidós mil firmas y una Cuenta RUT es lo que necesita el Fascismo para ser legal

El fascismo no necesita camisas pardas ni brazaletes con emblemas para resurgir; basta con una cuenta RUT y 22 mil firmas. Esa es la lección inquietante que nos deja la reciente inscripción del «Partido Nacional Libertario» (PNL), liderado por Johannes Kaiser, un personaje conocido por sus declaraciones misóginas, xenófobas y profundamente polarizantes.

Por Marcos Sánchez Monsalves. Estudiante de 5to año de Adm. Pública USS

La democracia chilena, como toda democracia, establece un procedimiento claro y sencillo para constituir partidos políticos: recolectar firmas equivalentes al 0,25% del padrón electoral de al menos tres regiones contiguas o en ocho discontinuas. Lo que podría parecer un simple requisito administrativo es, en realidad, un recordatorio de cómo las democracias liberales son capaces de abrir la puerta a quienes buscan socavarlas desde adentro.

El caso del PNL es sintomático de una tendencia global: el auge de movimientos populistas y ultraderechistas que se amparan en las reglas democráticas para legitimar agendas autoritarias. En Europa, vemos a partidos como Vox en España o el Agrupamiento Nacional de Marine Le Pen en Francia. En América Latina, Brasil fue testigo del ascenso de Jair Bolsonaro y su discurso de odio disfrazado de «libertad». En Argentina, el presidente Javier Milei ha capturado la atención con un discurso incendiario que mezcla ultraliberalismo económico y desprecio por las instituciones democráticas tradicionales. Y en Estados Unidos, Donald Trump demostró cómo la retórica del odio y el autoritarismo pueden encantar a millones, incluso en la democracia más antigua del mundo. Ahora, en Chile, la irrupción de Kaiser y su partido marca un nuevo capítulo en esta preocupante narrativa.

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Chile no es una excepción a esta tendencia. El ascenso de José Antonio Kast y el Partido Republicano ha demostrado cómo las ideas de extrema derecha pueden encontrar terreno fértil en el descontento ciudadano. Kast, que se presenta como defensor de los «valores tradicionales» y la «libertad económica», ha construido su discurso sobre una retórica excluyente que simplifica problemas complejos y señala enemigos imaginarios. El Partido Republicano, que de republicano tiene poco y de autoritario mucho, ha avanzado en consolidarse como una fuerza política relevante, promoviendo propuestas que socavan los derechos fundamentales y glorifican un pasado dictatorial.

Es importante subrayar que la legalidad no equivale a la legitimidad. Que el PNL haya cumplido los requisitos para inscribirse no valida sus ideas ni las despoja de su toxicidad. En sus discursos y redes sociales, Kaiser ha trivializado la violencia de género, cuestionado los derechos humanos y promovido un revisionismo histórico que raya en la apología de la dictadura. Estos no son «debates de ideas»; son ataques frontales a los pilares de una sociedad democrática y pluralista.

El peligro de normalizar este tipo de discursos no radica solo en quienes los emiten, sino también en la indiferencia de quienes los escuchan. Cuando el odio se banaliza, se convierte en una parte aceptada del debate público. Y cuando esto sucede, las democracias comienzan a erosionarse desde adentro, no por un golpe militar ni por un asalto violento al poder, sino por la lenta pero constante legitimación de quienes desprecian sus valores fundamentales.

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La historia ofrece lecciones claras al respecto. En la Alemania de entreguerras, el Partido Nazi llegó al poder mediante elecciones democráticas. Hitler no tomó el poder por la fuerza; lo obtuvo gracias al consentimiento popular y a la incapacidad de las instituciones democráticas de frenar su avance. En su momento, muchos subestimaron el peligro que representaba, considerándolo un radical más en un paisaje político fracturado. El resto es historia conocida y trágica.

Hoy, Chile enfrenta un dilema similar. El avance del PNL y el Partido Republicano nos desafía a reflexionar sobre cómo fortalecer nuestras instituciones democráticas sin caer en la tentación de restringir libertades. ¿Cómo combatir el discurso de odio sin sacrificar la libertad de expresión? ¿Cómo evitar que las normas democráticas sean usadas como caballos de Troya por quienes buscan destruirlas?

La respuesta no es sencilla, pero comienza con una ciudadanía vigilante y comprometida. La indiferencia es el mayor aliado de los extremistas. Cuando dejamos que el odio se exprese sin contrapeso, le abrimos el camino. Por eso, es fundamental que la sociedad civil, los medios de comunicación y las instituciones democráticas asuman su responsabilidad. No se trata de censurar, sino de confrontar con hechos y argumentos a quienes propagan la mentira y el odio.

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La democracia chilena es joven, pero resiliente. Ha sobrevivido a dictaduras, crisis económicas y movimientos sociales profundos. Sin embargo, su fortaleza no debe darnos una falsa sensación de invulnerabilidad. El fascismo no se presenta como una amenaza inminente; se infiltra poco a poco, disfrazado de «libertad» y «patriotismo». Y cuando nos damos cuenta, ya es demasiado tarde.

Veintidós mil firmas y una cuenta RUT bastan para legalizar un partido. Pero combatir las ideas que representan es tarea de todos los días. Porque la democracia sigue siendo el mejor antídoto contra los que sueñan con destruirla

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