Hace ya 50 años, la tarde del sábado 5 de octubre de 1974, un numeroso grupo de agentes de la DINA llegaba hasta las afueras del lugar de residencia de Miguel Enríquez, la vivienda de calle Santa Fe 725, en la comuna de San Miguel, en Santiago. Habían logrado dar con el paradero del máximo dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), del líder de la Resistencia a la dictadura, del hombre más buscado y perseguido desde el mismo día del golpe de estado del 11 de septiembre de 1973. Esa tarde caería en combate luego de horas de enfrentamiento con los esbirros de la dictadura, poniendo fin a una vida de lucha y dando paso a un ejemplo de compromiso que ha trascendido en la historia nacional.
Por Darío Núñez
Rememorar hoy la caída en combate de un líder político revolucionario cobra mayor relevancia en un Chile del presente carente de los valores que representaban tanto Miguel, como los luchadores revolucionarios y el pueblo organizado y combatiente de aquella época. En un país donde campea la corrupción y la decadencia de la clase política y de las instituciones, donde reina el abuso, la explotación, la desigualdad, la desinformación y otras plagas, resulta difícil pero necesario resaltar los valores de los que se nutrió nuestro pueblo en el pasado y que debieran servir de sustento para la construcción de un futuro de lucha y dignidad.
Este putrefacto modelo de dominación, hecho a la medida de los poderosos, que ha sido perfeccionado por los distintos gobiernos postdictadura en función de los intereses de esos poderosos, cada vez se pudre más en su propia inmundicia. Esos gobiernos, independiente de las caretas que adopten, han sido y son instrumentos del modelo, envueltos en la misma podredumbre, están destinados solo a cumplir funciones de administradores del andamiaje y estructura del poder dominante.
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Por desgracia, la causa revolucionaria y socialista que lideró Miguel Enríquez quedó truncada en el devenir de las realidades políticas, económicas, sociales y de todo orden que se han producido en el mundo desde la última década del siglo pasado y de las que nuestro país no estuvo ajeno. Sin embargo, las causas profundas que estaban en el origen de las luchas populares y revolucionarias han seguido vigentes en las realidades de los pueblos del mundo, de América latina y de Chile.
Aunque con un telón de fondo con nuevos sellos y características, con los signos de la globalización y el neoliberalismo, con la amenaza latente de una ultraderecha fascista, en el Chile del presente la explotación de los trabajadores, la desigualdad y segregación en la estructura de vida de la sociedad, el abuso permanente de los dueños del poder y la riqueza, el arbitrio de la dominación de unos pocos poderosos sobre las grandes mayorías nacionales, la injusticia como norma de conducta hacia el pueblo, continúan siendo una realidad indesmentible. Esa realidad sigue asolando la vida, el presente y el futuro de nuestros pueblos y sigue siendo necesario transformarla definitivamente.
Miguel Enríquez fue producto de las luchas que a lo largo del siglo pasado sostuvo el pueblo chileno. Desde el escenario de injusticia y desigualdad social que caracterizaba la situación social chilena comenzaron a generarse las luchas populares y, durante décadas, se fue forjando el surgimiento de corrientes revolucionarias en el seno de las luchas del pueblo. Como consecuencia de ello, en la década de los sesenta, la necesidad de transformar radicalmente aquella realidad, forjó el carácter revolucionario de una generación de nuevos luchadores.
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Miguel fue uno de los líderes de esa generación. Fue uno de los fundadores y dirigentes del MIR en agosto de 1965. Tenía entonces 21 años de edad. Dos años después, en 1967, asumía la dirección de esa organización revolucionaria al ser elegido secretario general. Desde muy joven, ya de su época de estudiante secundario, se destacó como un avezado cuadro político que a poco andar se convirtió en un líder sobresaliente de la izquierda chilena. No sólo destacaba por su enorme capacidad teórica y de elaboración política, sino porque impuso a su práctica un sello caracterizado por el compromiso de lucha con el pueblo chileno, por la lealtad con los pobres y explotados, por la audacia y decisión con que abordó el que hacer revolucionario.
Esas características son las que lo llevan al cargo de jefe del MIR, cambiándole el carácter a esta organización, convirtiéndolo en un partido de cuadros y de militantes comprometidos con la idea matriz de transformar a ese partido en la vanguardia de las luchas del pueblo. A partir de entonces, el MIR se insertó en las luchas populares chilenas, particularmente en la franja social denominada "los pobres del campo y la ciudad", en donde creció y se convirtió en una organización política gravitante desde fines de los años 60 y comienzos de los 70.
En esa franja social es donde, conducidos por el MIR, se multiplicaron las tomas de terrenos urbanos por parte de los pobladores sin casa, que dieron paso a la conformación de campamentos de pobladores que se extendieron por las principales ciudades y centros urbanos del país. En los campos y zonas rurales, se multiplicaron las tomas de fundos, por parte de inquilinos y trabajadores agrícolas, y las corridas de cerco, por parte de comunidades mapuche que reclamaban la recuperación de las tierras ancestrales. En los centros industriales la inserción y crecimiento del MIR fue más lenta y dificultosa, pero de igual modo se hizo parte de las tomas de fábrica y de las movilizaciones de los trabajadores.
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Fue la irrupción explosiva y extensa del MIR como fuerza política radical en la escena nacional lo que convierte a esta organización en enemigos a muerte de las clases dominantes y poderosos del país, así como a sus dirigentes y cuadros en objetivos preferenciales de las labores de exterminio, una vez concretado el golpe de estado y emprendida la brutal represalia contra el pueblo chileno.
Para Miguel Enríquez y el MIR era previsible esta actitud criminal de las clases dominantes, de la derecha política y de las fuerzas armadas a su servicio, pero esa previsión se tradujo en un mayor compromiso con los destinos del pueblo chileno. Eso explica que, ante la inminencia y concreción del golpe de estado, y ante el desbande producido en las fuerzas de la izquierda tradicional, Miguel haya definido la posición de que "El MIR no se asila", situando con ello en el territorio nacional y junto al pueblo el lugar donde debían permanecer sus dirigentes y militantes.
Para el MIR y Miguel Enríquez, no sólo se trató de una actitud moralmente correcta de estar junto al pueblo en los aciagos momentos y terribles circunstancias que acarreó el golpe militar y las represalias de la burguesía golpista, sino que también se trataba de la necesidad política de levantar una línea de resistencia popular al naciente régimen. Ya consumada la incapacidad del gobierno de Allende, de la UP, de la izquierda, del MIR y del pueblo chileno, de impedir el golpe de estado y de sostener efectivos focos de resistencia a los golpistas, lo que quedaba por hacer era comenzar a construir una nueva voluntad de lucha para oponerse y enfrentar a la dictadura que comenzaba a hacerse sentir con brutalidad criminal por todo el territorio nacional.
Miguel Enríquez se constituye entonces en el principal impulsor de una política de resistencia. Cuando la mayoría de los cuadros políticos más importantes de la izquierda tradicional quedaban neutralizados por la vorágine represiva de los golpistas, Enríquez permanecía activo en la clandestinidad, conduciendo el repliegue de sus militantes, reorganizando sus fuerzas, definiendo una línea política de resistencia para enfrentar a la dictadura hasta lograr derrocarla, restablecer las libertades públicas e instaurar un gobierno democrático, popular y revolucionario.
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En la oscura realidad represiva del Chile post golpe, el MIR era la única fuerza política activa de la izquierda chilena que intentaba desarrollar acciones contra el naciente régimen. Ese hecho, hizo que, para las fuerzas armadas y policiales, para los aparatos represivos de la dictadura, la destrucción del MIR y sus dirigentes se transformara en una prioridad estratégica. Y en esa dirección orientan sus criminales esfuerzos. Dentro de ello, la cacería de Miguel Enríquez se torna en una carrera de terror y muerte, y en una competencia macabra entre los diversos entes represivos en que se sostenía el régimen dictatorial; en esa competición nunca estuvo considerada la opción de apresar o detener a Miguel sino solo asesinarlo.
Durante el año 1974 los golpes represivos se suceden uno tras otro diezmando de manera considerable la capacidad orgánica y de maniobra de los miristas. A pesar de eso, Miguel Enríquez, dando muestras de la audacia que le caracterizaba, asumió riesgos y tareas activas sin los resguardos que los dirigentes suelen atribuirse, y siguió a la cabeza de los esfuerzos tendientes a preservar las bases que estaban sobrellevando de mejor forma los embates represivos, así como de iniciar acciones que mantuvieran viva la presencia de la resistencia y la continuidad clandestina del MIR.
A mediados de septiembre de ese año la actividad represiva de la DINA golpea al núcleo encargado de las tareas de organización nacional del MIR, deteniendo a sus cuadros, y con ello se acerca a las redes más próximas a Miguel. Se produce entonces el embate brutal de salvajes torturas sobre los prisioneros para obtener información que les permitiera localizar al líder y llegar al ataque definitivo.
Eso condujo al día 5 de octubre y el cerco final sobre la casa de calle Santa Fe. Se ponía así término a la implacable cacería tras los pasos del dirigente revolucionario. En el camino habían sido detenidos decenas de dirigentes, cuadros, militantes, colaboradores, amigos; se había producido una larga estela de dolor, de tortura, de sufrimiento, de desaparición y muerte de personas que alguna eventual relación pudiera haber tenido alguna vez con el buscado dirigente o con su círculo más cercano.
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El ataque sobre la vivienda comenzó con un nutrido fuego de los agentes represivos y se tradujo en un enfrentamiento de proporciones inusitadas. Al interior de la vivienda estaban junto a Miguel, además de su compañera Carmen Castillo, otros dos dirigentes miristas. Éstos últimos emprenden la evacuación de la vivienda por los sitios posteriores; dado que su compañera había resultado herida con las primeras descargas, Miguel no los acompaña en la retirada, pues se negaba a dejarla sola. Luego de horas de resistir el ataque al interior de la vivienda, Miguel intenta romper el cerco pero es abatido en el patio de una casa vecina. La sed de venganza de la DINA y su banda de criminales uniformados no tuvo límites ni reparos en su afán de exterminio del MIR y sus máximos dirigentes. Descubrir el paradero exacto de Miguel Enríquez y terminar con su vida fue para los agentes del terror un triunfo de incalculables proporciones.
La caída en combate de Miguel Enríquez resultó ser un duro golpe para el MIR y sus militantes, del que probablemente jamás lograron recuperarse. Miguel murió cuando tenía apenas 30 años de edad; pero en su corta vida había alcanzado la estatura propia de los elegidos y era reconocido por su consecuencia y capacidad como el mayor líder de la resistencia contra la dictadura.
Así también, fueron los cimientos ideológicos y los vestigios orgánicos del partido que él contribuyó a formar los que, nutriéndose de su ejemplo, mantuvieron en pie la lucha de resistencia, levantaron al pueblo de sus cenizas y posibilitaron el camino de la lucha amplia y masiva contra el régimen tirano hasta su derrota.
Miguel Enríquez fue sepultado en el Cementerio General de Santiago al amanecer del 7 de octubre de 1974. Esa mañana, solo unas pocas personas de la familia fueron autorizadas para acompañar su entierro. El cementerio fue copado por centenas de militares armados. Ni sus compañeros ni el pueblo pudieron estar entonces presentes. Sin embargo, la dictadura no pudo impedir que su enseñanza y su ejemplo de consecuencia y compromiso revolucionario quedaran grabados a fuego en la memoria colectiva del pueblo por el que luchó y dio su vida.