En el marco de la Convención de la Biodiversidad Biológica, el uruguayo Eduardo Gudynas explica que la «extracción de recursos naturales de las zonas más ricas en biodiversidad en el sur global es ejecutada, financiada y organizada por empresas y Estados que tienen, claramente, menor riqueza ecológica«, arrastrando impactos en distintas escalas en los territorios.
Por Eduardo Gudynas*
Avanza la extinción de la vida sin que las medidas de conservación logren detenerlo. La situación es tan grave que una vez más se escucharán discursos que, desde del poder, y desde el sur y el norte, prometen proteger la Naturaleza. Sin embargo, América Latina sigue atrapada en exportar masivamente sus recursos naturales a pesar de todos los impactos que eso provoca.
La Convención de la Biodiversidad Biológica es unos de los más importantes acuerdos ambientales multilaterales. Concebido a finales de la década de 1980, se concretó en 1992, en la cumbre celebrada en Rio de Janeiro, y entró en vigor al año siguiente. En Cali tendrá lugar el décimo sexto encuentro de los países signatarios y observadores.
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Su finalidad es asegurar la conservación de la diversidad biológica, en todos sus niveles, desde las variedades genéticas, pasando por las especies de fauna, flora y microrganismos, a los ecosistemas, asegurar su utilización sostenible, y la participación justa y equitativa derivados del uso de los recursos genéticos. A pesar de esos propósitos ambiciosos, la convención está cruzada por múltiples tensiones y contradicciones que van mucho más allá de las cuestiones ecológicas. Eso lo convierte en un espacio de negociación muy peculiar, y en especial si es observado desde América Latina.
Existe una enorme acumulación de información científica sobre la pérdida de especies de fauna y flora, el deterioro de los ecosistemas, y la desaparición de áreas naturales. El número de especies amenazadas o en peligro se estima actualmente en 45.300, pero al mismo tiempo existen enormes lagunas en esas estimaciones, lo que hace que todos estén convencidos que la proporción sea mucho mayor. Se han registrado las extinciones de al menos 181 aves, 113 mamíferos y 171 anfibios. Aproximadamente el 40 % de los ambientes terrestres han sido artificializados, en buena medida por la agricultura, ganadería y expansión de infraestructuras.
En América Latina diversos indicadores confirman esa situación. Por ejemplo, Ecuador muestra una de las mayores caídas en asegurar la sobrevivencia de especies; en Brasil y Bolivia se han sucedido altos niveles de deforestación e incendios; y en Chile, se sigue alterando y contaminando los recursos hídricos. El reporte sobre el estado del planeta del Fondo Mundial de la Vida Silvestre (WWF), indica que se han perdido un 69 % de las poblaciones de distintas grupos clave entre 1970 y 2018, y que la mayor caída ocurrió en América Latina, alcanzando el 94 % (1).
Estos y otros informes son bien conocidos, y cada año se acumulan más y más informaciones científicas. El proceso es tan grave, persistente y acelerado que muchos sostienen que está en marcha una extinción masiva, a escala planetaria, de la biodiversidad. El cambio climático alimenta aún más esa debacle. La consecuencia es una pérdida de especies de cien a mil veces mayor a la que se espera por causas naturales.
Esto ha sido indicado en libros, simposios y hasta por diferentes organismos de las Naciones Unidas. Pero las acciones concretas para proteger esa vitalidad de la Naturaleza no logran detener la extinción en marcha. La cobertura de áreas protegidas es insuficiente; solamente el 16 % de la superficie terrestre y 8 % de los mares, tienen algún tipo de protección. Más allá de que todos los años se suma algún nuevo refugio o parque, la efectividad ecológica de esas áreas protegidas está comprometida por múltiples factores. Los sitios de preservación estricta tienen una muy escasa representación, cubren áreas todavía insuficientes, o están muy desconectados unos de otros. Se repiten las advertencias que dentro de los parques nacionales siguen operando cazadores furtivos, la tala ilegal de árboles valiosos, la minería, e incluso otras formas de extractivismos. Se llega a situaciones, como ahora en Bolivia, donde el gobierno desautoriza a sus propios guardaparques en sus esfuerzos por detener a la minería. Se abusa de categorías, como las de usos múltiples, lo que debilita sus performances ecológicas. Esto agrava en América Latina el viejo problema de áreas protegidas de papel. Simultáneamente, la biodiversidad está amenazada por otros factores, como la apropiación de variedades genéticas, los riesgos del empleo de transgénicos, y, por supuesto, por el cambio climático.
La debilidad en conservar la biodiversidad incrementa la brecha ante distintos deterioros. Los extractivismos, pongamos por caso, siguen progresando sin que existan contenciones ecológicas que los detengan. La repetida idea de que esos problemas no son relevantes en tanto en América Latina todavía persisten enormes áreas silvestres es ahora apenas un mito, una imagen de una condición perdida años atrás. En realidad se están perdiendo distintas bioregiones; se estima que el Cerrado, ha sido artificializado en casi la mitad de su superficie, los deterioros avanzan también en el Chaco y el Pantanal, y se advierte sobre la inminencia de cruzar los umbrales del colapso amazónico.
La convención, que debería ser uno de los principales instrumentos internacionales para impedir el colapso ecológico, no logra hacerlo. Es un fracaso colectivo; todos los países latinoamericanos han ratificado el acuerdo, y junto a ellos casi todas las naciones del mundo. Estados Unidos es el único Estado que no ratificó ese acuerdo, y eso no es un asunto menor.
En un sentido hay un problema de origen, ya que el acuerdo no se denominó como convención para la "conservación" de la biodiversidad, sino apenas Convención de la Diversidad Biológica. Eso abrió las puertas a muchas otras cuestiones más allá de lo que usualmente se conoce como protección de la Naturaleza, incorporando otros asuntos como el manejo de variedades genéticas o los servicios de los ecosistemas. Esa apertura podía justificarse como necesaria, pero abrió las puertas al mundo de negocios y empresarios.
Surgen inmediatamente tensiones en dos planos, uno ecológico y otro económico-político. En primer lugar, existen asimetrías ecológicas ya que los más altos niveles de riqueza en especies, la mayor proporción de endemismos, y consecuentemente de diversidad genética, se encuentra en las zonas que corresponden a los trópicos y subtrópicos. Es lo que usualmente se conoce como "sur global", donde esa riqueza está en países también llamados en vías de desarrollo o subdesarrollo. En cambio, los países industrializados, como los europeos, Estados Unidos, las nuevas potencias industriales asiáticas, y en buena medida China, tienen una biodiversidad mucho más acotada. Por ejemplo, en América del Sur se han registrado más de 27 mil especies de árboles, mientras que en Norte América totalizan no más de ocho mil. (2)
La extracción de recursos naturales de las zonas más ricas en biodiversidad en el sur global es ejecutada, financiada y organizada por empresas y Estados que tienen, claramente, menor riqueza ecológica. El hecho que en los centros industriales se producen bienes que finalmente todos consumen, incluso en nuestra América Latina, no modifica esa relación asimétrica.
En segundo lugar, se observa una asimetría económico política pero que se expresa en sentido inverso. Los países económicamente más ricos, y casi siempre con mayor poder político, están ubicados en ambientes de menor o baja biodiversidad. Naciones industrializadas europeas, Rusia o Estados Unidos, por ejemplo, tienen grandes economías, aunque el número de especies que albergan quedan por detrás de las que se encuentran en las selvas tropicales.
Como contracara, las naciones del sur global cuentan con economías más pequeñas, con mayores debilidades, en varios casos con altos endeudamientos, y mucho menor poder político en el escenario internacional. La opción que vienen repitiendo, por largo tiempo, es la de extraer y exportar sus recursos naturales, con todas las implicaciones que ello tiene en deteriorar su biodiversidad. En esas sociedades, amplios sectores consideran que ese debe ser su papel en la economía global, y celebran cada nuevo pozo de petróleo o cada descubrimiento de minerales. Las medidas para salvaguardar su Naturaleza nunca llegan a ser lo suficientemente potentes para impedir nuevas debacles ambientales, ya sea por la propia debilidad económica como por ser resistidas al poner en riesgo esas exportaciones.
Esas asimetrías escapan al mandato de la Convención de la Diversidad Biológica, y más allá de las denuncias o discursos, no se les podrá hincar el diente en la COP de Cali. Muchos de esos factores son negociados, por ejemplo, en los encuentros de la Organización Mundial de Comercio (OMC), pero en su seno se deslindan de las responsabilidades ecológicas argumentando que eso está en manos de otros convenios internacionales. Estados Unidos no ratificó el convenio en biodiversidad pero es muy activo participante de la OMC. Todas esas divisiones temáticas entre los acuerdos multilaterales, donde se distinguen los ambientales por un lado, y comerciales y económicos por otro, ha dejado de corresponder a las complejas vinculaciones globales. El aumento del precio de una materia prima en los mercados globales se transmite inmediatamente a América Latina y puede ocasionar todo tipo de cataclismos ambientales.
En efecto, la intersección de esas asimetrías tiene todavía más repercusiones. La apropiación de recursos naturales de ese sur subordinado se logra a precios comparativamente bajos, ya que no incorporan muchas externalidades sociales y ambientales. El costo económico de la pérdida de patrimonio natural, de las aguas y suelos contaminados, o de afectación a la salud pública, se socializa. Eso significa que el norte industrializado no asuma esos costos al comprar nuestros recursos naturales, y nosotros sí contribuimos a que acumule más riqueza económica. Son condiciones propias de un comercio internacional ecológicamente desigual.
Parte de los excedentes apropiados por los países del norte es empleado en proteger su propia biodiversidad, manteniendo, por ejemplo, sus redes de parques protegidos o sus salvaguardas ante la contaminación. En cambio el Sur, cuenta con muchos menos recursos económicos para proteger su Naturaleza. En América Latina, los sistemas de áreas protegidas están desfinanciados, los procedimientos de monitoreo y control no cuentan con recursos adecuados, y se mutila la investigación científica sobre sus recursos naturales. Esa debilidad hace que los países del sur reclaman o pidan dinero a los gobiernos o sociedades de esas naciones más ricas. Incluso llegan al extremo de que aunque sus economías son mucho más pequeñas, en algunos casos emplean los pocos dineros que disponen en subsidiar los extractivismos.
Asoma aquí otra contradicción paradojal. Aquellos que pierden su biodiversidad, debido, en parte, a una vinculación comercial subordinada, piden a quienes se apropian de ella los dineros para protegerla. Se reclama solidaridad ecológica a los mayores responsables del colapso ambiental, pero al recibir esos fondos se acepta que con dinero se pueden enjuagar muchas culpas.
Esta es una relación enfermiza que se organiza desde los dos lados. Si a los Estados ricos realmente les interesara proteger la Naturaleza, podrían tomar muchas medidas que tendrían un efecto inmediato en el sur. Entre ellas, por ejemplo, suspender la importación de combustibles fósiles, impedir el tráfico de oro, reducir sus niveles de consumo de electrodomésticos, etcétera. Pero aprovechan esa hipocresía de seguir comprando recursos naturales subvaluados desde el sur, ya que eso beneficia sus economías nacionales, contenta a sus poblaciones consumidoras, y de tanto en tanto recolectan algún dinero para programas ambientales que los envían como donaciones a ese sur. Lo hacen con gran publicidad, supuestamente confirmando que realmente desean salvaguardar la biodiversidad.
A su turno, si los gobiernos del sur realmente quisieran proteger sus ambientes naturales, bastaría que tomaran decisiones propias para hacerlo, y que han sido reclamadas desde la ciudadanía por años. Por ejemplo, deberían imponer una moratoria sobre nuevas explotaciones de hidrocarburos, no solamente porque finalmente alimentarán el cambio climático, sino porque esas perforaciones tienen impactos muy severos en la biodiversidad local. Lo mismo puede sostenerse con la megaminería a cielo abierto, la explotación de oro aluvial, o la agricultura intensiva.
Pero lo que se observa, y muy claramente en América Latina, es que los gobiernos insisten en seguir exportando recursos naturales, y eso hace que las administraciones en lugar de reforzar las evaluaciones y exigencias ambientales, les debiliten o recorten. Asoman otras hipocresías, ya que se dice que el Estado no tiene dinero, por ejemplo, para mejorar su vigilancia y control ambiental, lo cual no siempre es cierto en tanto dispone de fondos pero los emplea en sentido opuesto, como en subsidios a agroquímicos o promoviendo extractivismos; aquel argumento también se emplea como justificativo para un nuevo pedido de donaciones a ese norte rico.
Estas condiciones explican las fuertes discusiones que tienen lugar sobre el reclamo de ayudas financieras, la puesta en marcha de mecanismos globales como el GEF (por sus siglas en inglés, que se traduce como Fondo Mundial para el Medio Ambiente), o la coordinación entre países ricos, como ha ocurrido con la asistencia europea para la Amazonia. Anticipándose al encuentro en Cali, el GEF aprobó un plan de 1,1 miles de millones de dólares para biodiversidad, cambio climático y otras acciones ambientales.
Lo mismo se repite entre las redes y organizaciones ciudadanas, desde aquellas más conservacionistas como WWF, Nature Conservancy o Conservation International, a las más activistas, como Greenpeace. Más allá de cada sesgo político, todas ellas representan una gestión que desde el norte se intenta aplicar en ese sur.
Se llega así a muchas de las circunstancias observadas en América Latina. Como ilustración, tomando el caso de Brasil, la administración Lula da Silva prometió mejorar sustantivamente la protección de la selva amazónica, pero las organizaciones ambientalistas repiten las advertencias sobre acciones estatales que siguen siendo insuficientes, mientras el Presidente pide dinero a Noruega, Alemania, Francia y otros países para relanzar el Fondo Amazonia, y presiona por explotar el petróleo en su costa.
A su turno, el presidente colombiano Gustavo Petro, también brindó fuertes discursos para proteger la Amazonia, proponiendo incluso cambiar la gestión de la deuda externa para reorientar el pago de intereses a fines ambientales. Pero al mismo tiempo, esboza la intención de crear una "OTAN amazónica", se llama a la "paz" con la Naturaleza para la cumbre en Cali pero se celebra la donación de Washington de helicópteros militares que eventualmente se emplearán para la protección de la biodiversidad, y entretanto, el país anunció que taladrarían el pozo petrolero más profundo del mundo, alcanzando 3 900 metros en las agua del Caribe (3), aunque luego el Ministerio del Ambiente no concedió los permisos.
Es evidente que la debilidad en la protección de la biodiversidad y la insistencia en exportar recursos naturales a pesar de sus impactos sociales y ambientales, también descansa en muchos condicionantes propios a las naciones del sur global en general, y en América Latina en particular. Las concepciones de una Naturaleza como una canasta de recursos a ser explotada, y del desarrollo entendido como un crecimiento económico que se puede sostener por exportar recursos, tiene una muy larga historia. Esos modos de pensar y sentir son reproducidos y asumidos por lo menos desde fines del siglo XIX, manifestándose con distintos acentos según las modalidades ideológicas. Esto ha sido muy evidente en las últimas décadas, ya que tanto las administraciones conservadoras como las progresistas, persistieron en los desarrollismos convencionales, se multiplicaron los extractivismos y siguió su marcha el deterioro ambiental.
En esa deriva son preocupantes las posturas extremistas de la derecha radical, como la representada por el nuevo gobierno de Javier Milei en Argentina. Su administración niega el cambio climático, resiste vincularse a distintos acuerdos internacionales ambientales, desmontó el Ministerio del Ambiente, y tiene un discurso privatizador de los recursos naturales. Entre sus últimas medidas, logró la aprobación de la liberalización del régimen de inversiones que significa desmontar controles sobre los extractivismos. Una inmediata consecuencia fue que la mayor minera del mundo, la australiana BHP, compró y se asoció en emprendimientos de minería de cobre (4).
Es muy cierto que los progresismos expresan otros compromisos ideológicos, por ejemplo en mantener el Estado e intentar ciertas medidas de redistribución económica, pero a sus maneras también reproducen otras variedades, por ejemplo, extractivistas, tal como se observa en el Chile de Gabriel Boric o la Bolivia de Luis Arce.
Esa insistencia se debe a que las concepciones del desarrollo están profundamente arraigadas en nuestra cultura, y eso hace que las medidas realmente necesarias para la protección de la Naturaleza sean resistidas de uno u otro modo. Ignorar ese condicionante es una de las razones por las cuales sigue avanzando la pérdida de biodiversidad. De hecho, los acuerdos multilaterales, como el de la Convención de la Diversidad Biológica, se mueven en un plano que acepta como válido el desarrollo y la apropiación de la Naturaleza, cuando en esas ideas están las raíces de los problemas que padecemos.
Las opciones de cambio están en poner en discusión esos cimientos en los saberes y las sensibilidades. No es inusual que en Cali, como en otras cumbres, se dediquen horas a discutir detalles en frases y palabras, donde la diplomacia convencional impide abordar esos mecanismos más profundos que son los que realmente alimentan la crisis de la biodiversidad. Es un cambio de perspectiva que no sólo es necesario sino también urgente para evitar esa anunciada extinción masiva.
Notas
*Eduardo Gudynas es investigador en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES) y en el Centro de Información y Documentación Bolivia (CEDIB), y asociado en Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales (OLCA). El texto original se publicó en la edición especial de Le Monde Diplomatique - Colombia dedicada al encuentro en Cali, que editó Desde Abajo.